Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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La foto que me había hecho en Forest Lawn estaba colocada cerca del tirador con un imán de Wonder Woman. Al verla sonreí.

Me bebí el agua y volví a entrar en el salón, justo cuando colgaba el auricular.

– Tenemos que ir a Rampart -dijo.

– ¿Por qué?

– Porque allí fue donde detuvieron a Sobek cuando era menor. En el Departamento de Delincuentes Juveniles de allí sabrán dónde localizar su ficha. Puede que esté en la base de datos, aunque lo más probable es que alguien tenga que ponerse a rebuscar papeles.

– ¿No habías dicho que necesitábamos una orden judicial para consultar documentación sobre delincuentes juveniles?

Frunció el entrecejo, molesta.

– Soy Samantha Dolan, idiota. Levanta y vamonos.

Y aquella mujer quería acostarse conmigo.

La comisaría del distrito de Rampart era un edificio de ladrillo de forma alargada que daba a Rampart Street, y estaba unas calles al oeste de MacArthur Park, donde Joe Pike había conocido a Karen García. Dejamos el coche en un aparcamiento pequeño que tenían detrás para los agentes y entramos por la puerta trasera. Esa vez Dolan no me pidió que cerrara el pico y que no pusiera cara de listo. La cara de listo desentonaba en una comisaría.

A base de enseñar la placa, Dolan consiguió que nos dejaran entrar en el Departamento de Delincuentes Juveniles: una sala microscópica y deprimente con sólo cuatro inspectores pegados a la mesa de robos en un rincón. Así como Parker Center y los despachos de Robos y Homicidios eran modernos y tenían mucha luz, las instalaciones de los inspectores de Rampart eran viejas y pequeñas, con muebles pasados de moda a juego con las caras de los inspectores. Rampart era una zona conflictiva y los agentes se dejaban la piel, pero los casos raramente llegaban a los titulares y no se veía a nadie vestido con una americana de seiscientos dólares y holgazaneando a la espera de que le entrevistaran para salir en algún programa de la televisión. Casi todos intentaban acabar el turno con vida y poco más.

Dolan se dirigió directamente al inspector más joven de la sala, le enseñó la placa y se presentó:

– Samantha Dolan. Robos y Homicidios.

Se llamaba Murray, y al oírla se le dispararon las cejas.

– Nos conocemos, ¿verdad?

– Lo siento, Murray -le contestó con su clásica sonrisa-. Me parece que no. A lo mejor te suena mi nombre por la serie de televisión.

El chico no debía de tener más de veintiséis o veintisiete años. Estaba muy impresionado.

– Sí. Hicieron una serie sobre ti, ¿no?

Dolan se rió. No se había reído cuando yo le mencioné el programa, pero así es la vida.

– Esa gente de Hollywood no tiene ni idea de lo que es en realidad un inspector de policía. No son como nosotros.

Murray sonrió aún más y se me ocurrió que si le pedía que se pusiera a cuatro patas y ladrara, el chaval no lo dudaría ni un instante.

– Bueno, es que el caso que resolviste fue la hostia. Me acuerdo de que lo leí. Joder, te hiciste famosa.

– Eh, que no es más que Robos y Homicidios. Lo que pasa es que nos llegan los casos más espectaculares y la prensa nos va detrás, pero en realidad es como lo que vosotros hacéis aquí.

Me pareció que a Dolan no se le daba demasiado bien el papel de poli modesta, aunque quizás era sólo una impresión mía.

Murray le preguntó qué podía hacer por ella y Dolan le contestó que quería mirar un expediente juvenil antiguo, pero que no tenía orden judicial. Murray se puso nervioso al oír aquello, y entonces Dolan se le acercó y le dijo con tono reservado:

– Es una cosa en la que estamos trabajando en Parker Center. Noticia de primera página. Un caso de verdad.

Murray asintió, pensando en lo alucinante que sería trabajar en un caso de verdad.

Dolan se le acercó aún más.

– ¿Has pensado alguna vez en trabajar para Robos y Homicidios, Murray? Nos hacen falta policías espabilados que sepan actuar en el momento justo.

Murray se humedeció los labios.

– ¿Crees que podrías recomendarme?

– Bueno, a ver si encontramos a este chico, ¿no? -replicó Dolan guiñándole un ojo-. Mira, mientras leemos su expediente, ¿por qué no llamas al Departamento de Vehículos de Motor y a la compañía de teléfonos? A ver si nos consigues una dirección.

Murray miró de reojo a los demás inspectores.

– Puede que a mi supervisor no le haga gracia.

Dolan puso cara de sorpresa.

– Pues entonces será mejor que no se lo digas, ¿no te parece?

Murray la miró unos instantes más, y entonces se puso manos a la obra.

– Eres de lo que no hay -le dije.

Me observó, pero ya sin sonreír.

– En este momento soy precisamente de lo que no hay en Robos y Homicidios.

– Déjalo ya.

Se encogió de hombros.

Veinte minutos después teníamos la carpeta, una sala de interrogatorios y a Murray haciendo llamadas.

Laurence Sobek había sido detenido siete veces entre los doce y los dieciséis años, dos por robar en tiendas y cuatro por prostitución. Por su fecha de nacimiento debía de tener casi treinta años. Wozniak le había arrestado en dos ocasiones: por el primer robo y por el segundo caso de prostitución. La foto de detención más reciente, a los dieciséis años, mostraba un chaval delgado de bigote ralo, pelo greñudo y grasiento, y bastante acné. Parecía tímido y atemorizado.

En el momento de las detenciones vivía con su madre, Drusilla Sobek. En la ficha constaba que estaba divorciada y que no había ido a recoger a su hijo ni a ver a los agentes en ninguna de las siete ocasiones.

– Típico -gruñó Dolan.

Murray llamó antes de abrir la puerta. Estaba alicaído.

– No tiene permiso de conducir en California ni lo ha tenido nunca. Y la compañía de teléfonos tampoco ha oído hablar nunca de él. Lo siento mucho, Samantha -aseguró. La oportunidad de trabajar en casos de verdad se le escapaba de las manos por momentos.

– No te preocupes, hombre. Nos has ayudado mucho.

En las fichas de detención constaba que su madre había vivido en una zona del sur de Los Ángeles que se llamaba Maywood.

– Si aún está viva, a lo mejor podemos encontrarlo si localizamos a la madre -sugerí-. ¿Tú crees que aún vivirá aquí?

– Es fácil de saber.

Dolan sacó una copia de la foto de la detención y luego llamó a la compañía de teléfonos desde el aparato de Murray.

Mientras hablaba, Murray se me acercó sigilosamente.

– ¿Tú crees que de verdad tengo posibilidades de entrar en Robos y Homicidios?

– Tienes mucha ventaja, Murray.

Tres minutos después nos enteramos de que Drusilla Sobek seguía en Maywood, así que fuimos a verla.

El inspector Murray se quedó decepcionado por no poder acompañarnos.

* * *

Drusilla Sobek era una mujer amargada que vivía en una diminuta casa estucada en una parte de Maywood habitada principalmente por inmigrantes ilegales procedentes de Honduras y Ecuador. Estos inmigrantes vivían hacinados -dieciocho o incluso más por casa-, y se turnaban para dormir en catres entre trabajos pagados por debajo del salario mínimo, y a Drusilla no le hacía ninguna gracia que hubieran invadido todo el barrio. No le importaba decirlo bien alto, así que nos enteramos enseguida.

Nos escrutó desde la puerta, arrugando el entrecejo y poniendo mala cara.

Drusilla Sobek era una mujer robusta que llenaba el umbral.

– No quiero pasarme todo el día aquí fuera, joder. Si esos mexicanos me ven aquí con la puerta abierta, a lo mejor les doy ideas.

– Esa gente es de Centroamérica, señora Sobek -informé.

– ¿Y a quién le importa? Si parecen mexicanos y hablan igual que los mexicanos es que son mexicanos.

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