Se fue riendo, pero también sabía que algún día serían sus superiores, al menos Danny. Iba camino de la perdición, camino de la riqueza, camino de su propia tumba. Denis se dio cuenta de que era un muchacho que necesitaría ser tratado con sumo cuidado en los siguientes años y que Dios amparase a aquel que no lo hiciera.
Danny y Michael se miraron durante unos instantes.
– Bien hecho, Mike. Tienes un don para los números. Por eso, nada más, te llevarás una tercera parte. ¿Te parece bien?
Michael asintió, contento. Era una tercera parte más de lo que esperaba. Lo habría hecho por nada. Sabía que el salario semanal que tan astutamente había conseguido del griego sería absorbido y él recibiría un porcentaje.
Danny, sin embargo, sabía que Michael valdría su peso en oro cuando surgieran nuevos negocios. Era un tipo listo y tenía buen corazón. Danny buscaría el trabajo y Michael manejaría las ganancias. Formaban un buen equipo, habían sido colegas desde niños y Danny confiaba en él. En ese nuevo mundo de adultos en el que estaban adentrándose eso era algo de suma importancia.
Big Dan estaba en la cocina, con una taza vacía delante, escuchando a Del Shannon, que cantaba suavemente en la radio. Esperaba que su hijo llegase a casa. Estaba rígido y dolorido, el cansancio que ahora se había convertido en su eterno compañero volvía a amenazarlo. Jamás se recuperaría por completo de lo que le había sucedido, pero cada día que pasaba se sentía más fuerte, física y mentalmente. La necesidad de jugar se le pasaba a veces por la mente y resultaba muy difícil de controlar. Lo ponía de los nervios verse allí sentado en ese puñetero piso perdiendo el tiempo cuando podía estar jugando una partida de cartas con sus colegas, mojándose el gaznate con unas copas y haciéndoselo con una desconocida.
Su esposa le había vuelto loco con el paso de los años; cuanto más dura se había hecho su vida, más fácil le había resultado encontrar razones para no regresar a casa. Luego, al ver a Ange trabajar fuera por primera vez, se dio cuenta de que se las podía apañar bien sin él. La sensación de ahogo que le producían su esposa y sus hijos en ciertas ocasiones le hicieron cada vez más necesarias sus ausencias. Sabía que se había estado engañando a sí mismo durante años y que el odio que sus hijos sentían por él estaba más que justificado. De hecho, entendía lo que le había hecho su hijo mayor por la faena de las seiscientas libras. Cuando pensaba ahora en esa cifra, sobrio y con la cabeza clara como no la había tenido en quince años, veía en qué se había convertido.
Sin embargo, a pesar de que aceptaba su parte de culpa, no podía permanecer en aquella casa por más tiempo si su hijo no relajaba un poco el ambiente. Lo hacía por Ange, por los niños y, en última instancia, por él.
Sobrio y contrito, se dio cuenta del daño que había causado a la familia; lo había visto con una claridad que le había hecho rememorar su propia niñez y la negligencia de su padre. Él había sometido a su padre al final de sus días, al ver que flaqueaban sus fuerzas y se acercaba el día de su muerte, igual que ahora su hijo hacía con él. Se daba cuenta de que los pecados que cometían los padres pasaban a los hijos, hasta la tercera o cuarta generación.
Que Dios se apiade de la pobre puta con la que se casase su hijo. Seguro que terminaría torturándola, aunque en realidad a quien estuviese torturando fuese a él mismo. Era como si su padre se hubiese reencarnado. Lo había odiado desde siempre y eso se había vuelto en su contra. Ahora su hijo le odiaba tanto como él había odiado a su padre. Su viejo, otro Danny Cadogan, estaría encantado con ello. Sin embargo, su madre no había mostrado ni un ápice de lealtad y había huido sin pensárselo dos veces. Desaparecía semanas o meses y se iba de juerga cuando la vida ya era demasiado para ella. Sin embargo, su esposa Ange, bendita sea, era demasiado leal, especialmente tratándose de él.
Danny miraba fijamente el cuerpo lisiado del que una vez había sido su orgulloso padre. Su madre estaba a su lado, con la mirada asustada, la misma que tenía siempre en los últimos días.
– Déjalo en paz. Déjalo dormir, hijo. Tú vete a la cama y déjame a mí resolver este asunto.
Danny vio que su padre se despertaba y miraba alrededor. Parecía viejo, viejo y demacrado, pero no le importaba lo más mínimo. Luego, acordándose de las palizas que había recibido de él, sus chanchullos, sus mentiras y su abuso mental, lo consideró normal. Jamás le perdonaría a su padre por el odio tan ferviente que había engendrado en su joven cuerpo, ni por la humillación que les había hecho sentir a todos al jugarse el sustento sin pensar por un momento en las consecuencias. No había duda de que su padre era un gilipollas de mierda, un inútil putero al que despreciaba por completo.
Su madre estaba hecha un manojo de nervios y eso le irritaba tanto como le dolía. Siempre trataba de imponer la paz entre ellos. Al principio quiso que lo odiasen, cosa que hicieron, y luego que lo perdonasen, cosa que ya era imposible. De pie, con su vieja bata y su camisón desmesuradamente largo, parecía mucho más vieja de lo que era. Siempre había sido así y la culpa de todo la tenía ese hombre: su marido.
– Vete a la cama, mamá.
Ange percibió el tono monótono que siempre utilizaba cuando estaba cerca de su padre, un tono que sabía que a él le resultaba insultante, tal y como pretendía.
– Vete a la cama, mamá. ¡Por lo que más quieras! Y quédate allí.
Danny la cogió por el codo y la escoltó no demasiado afablemente desde los confines de la cocina. Ella no trató de impedírselo, pues había algo en su voz y en su conducta que le impedían reaccionar.
Cuando Danny abrió la puerta de su dormitorio para empujarla dentro, le susurró:
– Hazme un favor, mamá. Por una vez en la vida no te metas en esto.
Cerró la puerta con firmeza y con una decisión que iba dirigida a todos los de la casa.
Su padre lo observó cautelosamente al verle regresar al salón. El piso era demasiado pequeño para guardar ningún secreto. Se dio cuenta de que todas las broncas y peleas que habían tenido las habían escuchado no solamente la familia, sino todos los miembros de la vecindad. Estar sobrio y tan sensible lo hacía ser mucho más estricto en sus juicios.
Danny miró con desprecio a su padre, a ese hombre grande que ahora no era nada más que un tullido. Si en algún momento había tenido miedo de él, hacía mucho que había desaparecido. Ahora lo único que le quedaba era el odio.
Big Dan era consciente una vez más de sus emociones y recordó que tenía una misión que llevar a cabo.
– Esto no puede seguir así, Danny Boy. No le está haciendo ningún bien a nadie.
Vio cómo sonreía su hijo y le sorprendió que se pareciese tanto a él. Se veía a sí mismo con esa edad, fuerte de mente y cuerpo. Veía lo que debería haber sido, lo que podría haber sido, y eso le hizo recordar la vida que había malgastado. Al cabo de años de borrachera, con la cabeza ida, lo único que había conseguido era vivir esa situación tan horrorosa y vergonzante, esa situación que ni siquiera había visto llegar.
– ¿Y qué te crees? ¿Que no me he dado cuenta?
Danny Boy sonrió, enseñando sus fuertes y blancos dientes, recordándole a su padre otra cosa más que había perdido con los años, no sólo física sino mentalmente. Era un reflejo de lo que había sido, una caricatura del hombre que había engendrado tres hijos y no sabía ni quería saber nada de ellos.
Hasta ese momento, al menos, no se había preocupado por ellos en lo más mínimo.
– En serio, hijo, tenemos que…
– ¡Cierra tu puñetera boca! -respondió Danny negando con la cabeza lentamente.
Читать дальше