Dan miró a su hijo pequeño. Jamás le había prestado atención, al igual que a los demás, salvo a su hija, a quien, cuando trataba de llamar la atención, resultaba difícil no prestársela. Mientras contemplaba cómo su hijo recogía su plato y lo arrojaba de mala manera al fregadero, se percató de que todos ellos se parecían más a él de lo que imaginaba. Todos tenían muchos defectos y ese legado les perseguiría durante el resto de sus días.
Sonrió con una mueca desagradable.
– Gracias, hijo, me has ahorrado un trabajo.
– Vete a tomar por culo.
La mano de su madre le golpeó en uno de los lados de la cabeza y notó el dolor de inmediato.
– Jonjo, no te atrevas a hablarle a tu padre de esa manera.
Jonjo se agarraba la dolorida oreja mientras gritaba:
– Y tú también te puedes ir a la mierda.
El bastón de su padre le golpeó en la espalda antes de que pudiera apartarse y salió disparado. Se golpeó con la cabeza en el fregadero produciendo un estruendo tremendo y la sangre empezó a brotarle a los pocos segundos.
En cuanto notó los brazos de su madre, que intentaba prestarle ayuda, trató de desembarazarse de ella, pero el tacto le resultó demasiado seductor, pues hacía años que no le abrazaba por ninguna razón. Annie, realmente asustada, empezó a ponerse histérica al ver que su madre trataba de detener la hemorragia con una servilleta.
Su padre miró lo que había hecho; estaba pálido y callado, observando el daño que había causado. Siempre estaba con el oído atento, esperando que la puerta se abriera y su hijo presenciase el espectáculo. «No busques problemas -solía decirle su madre-, ya te encontrarán ellos.» Si se hubiera molestado en escucharla al menos alguna vez, se habría evitado muchos inconvenientes en la vida.
Colin Baker bajaba la calle con su acostumbrado aire jovial. Estaba muy crecido para su edad y, a los diecisiete años, ya tenía la corpulencia de un chico mucho mayor. Tenía el pelo largo y grasiento, y la piel morada de tanto acné. Andaba ligeramente encorvado y le gustaba la música y la ropa de los rockeros. Su mayor desilusión en su corta vida era que no tenía motocicleta, pero estaba dispuesto a remediarlo. Era también un chulo por naturaleza y siempre estaba dispuesto a hacer alarde de esa habilidad.
Sin saberlo, el pequeño chaval de buenos modales y pelo espeso y moreno al que atormentaba diariamente se había desmoronado y se lo había confesado a su madre. Si Colin llegara a saber que era sobrino de un conocido ladrón de bancos, dejaría de provocarle. Sin embargo, ajeno a dicha herencia, disfrutaba fastidiándole la vida por el mero hecho de que podía hacerlo.
Cuando llegó a su calle, se sorprendió de ver a un joven con un abrigo caro apostado sobre la cancela principal. Se puso derecho y adoptó el porte de chico duro; las piernas zambas y las manos en las caderas.
– ¿Qué coño haces aquí? -dijo.
Danny lo miró de arriba abajo, como si no estuviera seguro de si lo que veía era un animal, un vegetal o un mineral.
– Pensaba preguntarte lo mismo. Eres Colin, ¿no es verdad?
Colin asintió lentamente, ya no tan seguro de sí mismo, y se preguntó si ese muchacho traería buenas noticias. Lo dudaba, aunque él jamás era demasiado optimista.
– Tengo un mensaje para ti de un amigo común, Colin.
Colin se dio cuenta de que media calle estaba observando ese intercambio de palabras, así que abrió los brazos, como si invitara a la confidencia.
– ¿Quieres que te lo dé ahora? Me refiero al mensaje, claro.
Colin asintió de nuevo, mostrando su antagonismo natural.
– Si tienes algo que decirme, no te quedes ahí parado toda la noche. Suéltalo ya.
El puño de Danny se estrelló contra la nariz y, con sólo ese y único puñetazo, la pelea estuvo terminada. Colin se arrugó y se cubrió la cara y la nariz con las manos para tratar de minimizar el daño. El golpe había sido rápido, brutal y público; es decir, que cumplía con todos los requisitos para ser una advertencia. Estaba acabado y Danny apenas había empezado a sudar.
– Eso de parte de Frankie Daggart, en nombre de su sobrino Bruce. Deja en paz al muchacho, ¿de acuerdo, gilipollas?
Frankie había observado toda la escena desde su confortable Jaguar de color azul marino. El no habría podido enfrentarse al muchacho, era demasiado viejo, además de que no habría sido lo más apropiado. Sin embargo, disponer de un joven como Danny Cadogan, dispuesto a hacerlo por él, se consideraba un golpe maestro. Ese muchacho tenía un don peculiar, pues peleaba con suma destreza. Poseía una tranquilidad y una precisión instintivas. Sabía pelear, de eso no cabía duda, y, además, lo hacía con aplomo. Lo hacía con un desprecio completo por la víctima, algo que ya no se veía en esa época. Ahora lo que se llevaba eran las pistolas y rara vez se veía una buena pelea cuerpo a cuerpo. El muchacho le había golpeado con saña y seguro que le había hecho daño.
Mientras regresaban al desguace, Danny se quedó consternado cuando Frankie le dijo en tono alegre:
– Pobre Bruce, es un tío de diez, pero más maricón que un pato cojo.
Danny no le respondió, no sabía qué decir. No estaba seguro de haber aceptado el trabajo si hubiese sabido una cosa así. Los maricas no le agradaban porque nunca se sabía qué se podía esperar de ellos. Sin embargo, prefirió guardar silencio porque deseaba ganarse a Frankie, nada más y nada menos.
Annuncia estaba dormida. Por una vez en su vida había hecho lo que le habían pedido sin discutir ni montar escenas. El miedo la había dejado sin fuerzas y el sueño era el único remedio. Cuando la cabeza le dejó de sangrar, Jonjo se dio cuenta de que la cosa no era tan seria como parecía al principio. Las heridas en la cabeza siempre sangraban abundantemente, pero una vez que se detenía la hemorragia resultaba decepcionante ver lo pequeña que era la brecha. La madre limpió la cocina y luego preparó una taza de té dulce.
Una vez calmados, trató de salvar la situación con su hijo pequeño. Jonjo era muy parecido a Danny en muchos aspectos, pero, gracias a Dios, no tenía esa habilidad que poseía Danny para transformar el comentario más inocente en una declaración de guerra. Ella amaba a sus hijos, los quería de verdad, y sabía que el trato que les había dado su padre durante todos aquellos años resultaba vergonzoso y humillante, pero seguía siendo su marido, el padre de sus hijos, y nada ni nadie podía cambiar ese hecho. Casados por la Iglesia, estaban unidos de por vida; al menos, eso dictaba el catolicismo. Especialmente cuando le convenía.
Arropado y seguro ya en la cama, Jonjo escuchó cómo su madre le explicaba por qué no debía decirle nada a su hermano acerca de lo ocurrido. Su voz era muy baja, casi un susurro, pero sabía que se debía al miedo que sentía por su hermano, por si entraba en casa y escuchaba lo que le decía.
– Provocarás muchas broncas y a ti no te gustaría que tu madre se pasase el día haciendo de árbitro entre esos dos, ¿verdad que no?
Intentaba superar la situación, pero al mismo tiempo trataba de que se diera cuenta de lo difícil que podría resultar si él se lo contaba.
– ¿Y qué pasa con Annuncia? ¿Se lo dirá ella?
Angélica cerró los ojos aliviada, pues esa pregunta ya implicaba que por su parte estaba dispuesto a guardar silencio.
– Tú déjame a mí ese asunto.
Jonjo sonrió lánguidamente.
– ¿Por qué lo hace, mamá? ¿Por qué papá no nos quiere?
Angélica le besó en la frente con ternura, le acarició el pelo y suspiró pesadamente:
– Si supiera la respuesta, el Dalai Lama se quedaría sin trabajo.
Jonjo, de nuevo, se sintió apresado, como de costumbre. Era el destino que sufrían los hijos medianos. Apresados entre el primogénito y el pequeño, normalmente eran los más descuidados.
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