– Son cincuenta libras el millar, es decir, cinco por cien, y a tres la libra. Te puedes llevar un buen pellizco.
El hombre asintió en señal de que lo había comprendido. A Danny no le gustaba aquel tipo, pues tenía un ojo estrábico y no sabía si lo estaba mirando o esperaba a que el autobús apareciese por la esquina. Sin embargo, no le preocupaba.
– ¿De dónde las has sacado?
Danny le miró incrédulo:
– ¿Quién coño te has creído que eres? ¿Mi puñetero padre?
El hombre suspiró pesadamente. Se había equivocado al pensar que podía impresionarle.
– ¿Son legítimas?
Danny miró el rostro de yonqui; las mejillas hundidas y el círculo negro alrededor de los ojos se lo decían todo, pero además tenía ese moco cremoso que se les forma en las comisuras de la boca.
– ¿Qué pasa, tío? ¿Las quieres o no?
Estaba oscuro y el aire de la noche estaba húmedo. Danny no tenía pensado alargar una conversación con alguien que era incapaz de recordar hasta su propio nombre.
Jethro Marks asintió de nuevo.
– No tengo mucha elección, ¿verdad que no? Se las has quitado a Brendan, ¿no es cierto?
– ¿Qué pasa contigo? Yo no le he quitado nada a nadie. Él dejó pasar la oportunidad y yo la aproveché. Tan sencillo como eso. Y ahora enséñame la pasta y cerremos el trato.
Jethro sacó un fajo de billetes del bolsillo trasero y Danny, arrebatándoselo, contó el dinero con mucha rapidez. Sabía que era la cantidad justa, pero nunca se podía estar seguro cuando se trataba con un adicto a las anfetas, especialmente si se dedicaba a comerciar con ellas. Le pasó la bolsa de pastillas, en la que había menos de las que se pensaba, un total de ciento veinte, pero los yonquis jamás se dan cuenta de esas cosas y contarlas estaba fuera de su alcance incluso estando lo suficientemente sereno como para intentarlo.
Danny se metió el dinero en el bolsillo del abrigo y observó al hombre mientras desaparecía. Esperó unos cuantos segundos y luego salió del oscuro callejón. Una vez que estuvo bajo la luz de las farolas, recorrió con la mirada la calle por si veía algo que considerase sospechoso. La calle principal de Berthnal Green se veía muy concurrida. Para ser las diez y media de la noche, había mucha gente por los alrededores, principalmente jóvenes de su edad y también mayores. Saludó a la gente que conocía y miró fijamente a la que no. Había mucho ruido. A pesar del frío, las motos rugían y se escuchaba música a todo volumen que procedía de los coches, música de todos los estilos, desde Elvis hasta los Who o los Stones.
Danny, vestido con traje de chaqueta, parecía más mayor que sus contemporáneos, los cuales vestían con pantalones baratos y chaquetas de tela fina. Eso provocó un ápice de pena en Danny porque sabía que no tenían ni la más remota idea de lo que era la vida, ni la suya, ni la de nadie. Las chicas, sin embargo, tenían mejor aspecto, al menos la mayoría. Si una chica tenía buenos pechos y una buena melena, empezaba a ser codiciada en cuanto cumplía los doce años. Ellas tenían mejor criterio para vestirse que los muchachos, pues contaban con el maquillaje de sus madres, su perfume, la laca y las medias. También solían hacerse sus propios vestidos y muchas de ellas tenían buen gusto.
Mientras subía la calle para dirigirse a la estación de ferrocarriles, Danny miró a los ojos a cada chica que pasaba, fijándose en su cara y su figura, y se dio cuenta de que algunas de ellas le devolvían la mirada. Un par de descaradas le hicieron un guiño y le sonrieron con sus bocas excesivamente pintadas, sosteniendo los cigarrillos con elegancia, como las actrices de cine que tanto admiraban y deseaban emular. Llevaban el pelo peinado hacia atrás y los ojos abiertos y bien alertas ante cualquier signo de interés por parte de algún varón que se cruzase en su camino. Estaban en su terreno; demasiado jóvenes para entrar en un bar y demasiado mayores para estar en el parque. Por ese motivo, deambulaban en grupos, aprendiendo los rituales de los varones y disfrutando de sus primeros pasos en la madurez.
Danny sabía que se estaba convirtiendo en una persona bastante conocida, que le consideraban un buen partido gracias a su floreciente reputación, además de que su escurridiza sonrisa atraía a las chicas. Le hizo un guiño a una chica rubia con grandes pechos y la falda más pegada que las medias de una enfermera, y le hizo señas para que lo siguiera.
Cinco minutos después estaba apoyada incómodamente contra la pared de unos servicios de la estación mientras él la empujaba dentro sin ninguna delicadeza. Cuando terminó, se dio cuenta de que ella no se había molestado ni en quitarse el cigarrillo de la boca.
– Hola, muchacho. Por lo que se ve, tu madre debió de echarte a una pila de estiércol cuando naciste, porque cada vez te veo más grande.
Timmy Wallace era un hombre grande, con una constitución que era la envidia de los más débiles que él. Había sido boxeador sin guantes, pero ahora dirigía un pequeño club en Whitechapel para los hermanos Murray. Lo había adquirido como pago de una deuda y, contra todas las expectativas, funcionaba bastante bien, aunque se debía en gran parte a la atractiva personalidad de Timmy y a su negativa a que se tomaran más libertades de la cuenta. Danny se pasaba por allí de vez en cuando, por eso, con el paso de los meses, llegó a entablar amistad con la mayor parte de la clientela.
Era un lugar pequeño, mal iluminado, donde nadie perdería el sueño porque se apagase un cigarrillo pisándolo en el suelo o se derramara una copa. Olía a papel pintado ya polvoriento, a tabaco y a cerveza. Los clientes solían ser peces gordos que deseaban tomarse una copa tranquilamente sin escuchar música, hacer algún trato o jugar una partida sin que nadie les molestase. No se admitía la entrada a las mujeres y, en las raras ocasiones en que entraba alguna, se la toleraba, pero sólo por poco rato. A Danny Boy le encantaba aquel lugar, se sentía cómodo en ese mundo de hombres, de verdaderos hombres. Mientras se escurría hasta los reservados de la parte de atrás se levantó un murmullo.
– Está hecho un hombretón.
Lo dijo un cliente habitual llamado Frankie Daggart, un ladrón de bancos con un sorprendente atractivo y una reputación tan temible como un bailarín de salón. Rió al ver al muchacho, pues se alegraba de verlo cada día más seguro de sí mismo.
– ¿Quieres una copa, muchacho?
Danny negó con la cabeza y sonrió.
– No, gracias, Frank. Todavía tengo que hacer varias llamadas antes de relajarme.
Todos los presentes sonrieron al ver lo responsable que era. Parecía un muchacho de veinte años. Su viejo debía de estar mal de la cabeza si le había acarreado tantos problemas. Todos estaban de acuerdo en que, si hubieran tenido la suerte de tener un hijo como ése, le hubieran dado gracias al Señor por ello. Era un Brahma, un diamante, un pez gordo en potencia.
Mientras se dirigía a la parte de atrás, Danny se percató del buen sentimiento que emanaba de todos los que estaban reunidos en la barra, un sentimiento que él avivaba. Frankie Daggart le esperaba fuera cuando salió algo más de una hora después.
Jonjo quería con todo su corazón a su hermana pequeña, pero le sacaba de sus casillas. Otra vez estaba llorando. En realidad, si hubiese llorado, al menos sería diferente, pero lo único que hacía era gemir. Ahora, casi a las once y media, le estaba dando otra rabieta y, al entrar en el dormitorio, su madre casi la tumba de espaldas.
Entró en la habitación muy malhumorada y gritó:
– ¿Y ahora qué coño te pasa?
Annie gritó en cuanto la mano callosa de su madre entró en contacto con su piel. Después de cinco minutos dejó de abofetearla y, enderezándola, señaló con el dedo a la aterrada niña y le dijo:
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