– Si necesitas algo más, dímelo.
Su padre miraba al suelo, pero Danny lo obligó a levantar la cabeza. Luego, mirándolo a los ojos, le dijo:
– Por cierto, los Murray te envían recuerdos.
Jonjo observaba ese pequeño juego desde la entrada, al igual que su hermana, que por fin permanecía callada. Annuncia se excitaba con cualquier cosa y en ese momento sus ojos brillaban contemplando la humillación de su padre.
– Vamos, muchacho, tienes que irte ya -dijo su madre empujándole hasta la puerta principal.
Cuando Danny se marchó, toda la familia respiró aliviada.
Frankie Daggart estaba en su coche junto a Upney Station, escuchando la radio y mirando a las chicas que pasaban por la calle. Los jóvenes de hoy en día no sabían lo afortunados que eran, ya que las chicas iban medio desnudas y siempre parecían dispuestas a pasar un buen rato. En su época había que saber adónde ir para echar una canita al aire, pero aun así nadie te garantizaba que fueras a follar. Lo único que te lo garantizaba era un buen fajo de billetes y una ingente cantidad de alcohol. Sin embargo, él se enorgullecía de no haber tenido que pagar nunca por ello, pues jamás lo había hecho.
Mientras imaginaba una serie de escenarios pornográficos con varias chicas, Danny Boy Cadogan lo sacó de su ensimismamiento al abrir la puerta del copiloto y dejar entrar una ráfaga de aire gélido en él.
– ¿Todo bien, colega?
– Sí, ¿y tú?
Frankie se sentía desconcertado porque le habían cogido con sus metafóricos pantalones por debajo de los tobillos, pero arrancó el coche y se dirigieron a la cercana Railway Tavern.
Una vez dentro del establecimiento, Danny observó intimidado las muchas personas que saludaban a Frankie, trataban de invitarle y, finalmente, lo dejaban sentarse cerca del fuego, donde podían hablar tranquilamente, donde nadie podía escucharles y donde todos los miraban como si fueran peces gordos.
El lugar estaba abarrotado y todos le estrecharon la mano automáticamente, a él, a Danny Cadogan, por la sencilla razón de que iba acompañado de un héroe local. Era una sensación embriagadora y Danny se regodeaba en aquella gloria, esperando ser él quien algún día la suscitara. Sabía que Daggart era un capo, pero aquella recepción era algo que nunca había experimentado.
– Lo siento, muchacho.
Frankie se dio cuenta de la admiración y la ambición que había despertado en el muchacho y se rió para sus adentros. Si no se equivocaba en sus presunciones, ese pequeño cabrón iba a dejar una huella que duraría generaciones. O eso, o lo sentenciarían a perpetua por asesinato, y entonces se desperdiciaría toda su inversión. En cualquier caso, era un riesgo que estaba dispuesto a correr.
– Hablemos de ese chulo que le está dando la tabarra al chico de mi hermana.
Danny escuchó sin reprimir la emoción que sentía mientras Frankie le explicaba la lamentable situación y le describía gráficamente lo que él consideraba la única solución posible.
Danny Boy ansiaba resolver esa ridícula situación, pues era su pasaporte, su garantía de aprobación. Con eso ganaría algo más que unas cuantas libras, ya que obtendría las credenciales que necesitaba y quería.
Louie Stein se sentía contento por fin, la primavera había llegado y los días comenzaban a alargarse. El desguace funcionaba a pleno rendimiento y sus otros negocios marchaban viento en popa. Hasta los chatarreros estaban más contentos, ya que lo pasaban realmente mal recogiendo metales en el frío invierno. Se les conocía por ser muy poco constantes en todo.
Louie se encontraba en el despacho, observando al joven Danny mientras trabajaba a la intemperie. La fuerza del muchacho resultaba sorprendente, su cuerpo se había ensanchado a base de levantar aquella pesada carga. Cuando Louie le vio hacer un gesto grosero a un policía que pasaba, se echó a reír a carcajadas. Era un caso y, por lo que oía, se estaba dando a conocer en los sitios adecuados. Era muy joven, no se preocupaba de nadie más que de él y eso, en su mundo, era una baza.
Louie llamó al muchacho y lo hizo entrar en su oficina, recibiéndole con una taza de té. Danny la aceptó de buen grado y, tras acomodarse en el mugriento asiento que ahora consideraba suyo, sopló con fuerza antes de darle un buen sorbo. Desde que trabajaba con Louie, jamás había pedido un té, siempre se había limitado a esperar hasta que se lo diesen o le dijesen que se lo preparase. Se veía que tenía buenos modales; otra cosa que a Louie le gustaba de él.
– Estás fuerte como un roble, muchacho. Te he visto arrojar piezas de chatarra como si fuera poliestireno.
Danny sonrió, aceptando el cumplido como si fuese su deber.
– ¿Cómo van las cosas con los Murray?
Lo preguntó como si fuese un tema de conversación normal, pero había un interés subyacente que procedía de la experiencia personal, algo de lo que ambos eran plenamente conscientes.
Danny encogió sus enormes hombros y respondió:
– No van mal. Yo gano y ellos ganan.
Louie asintió.
– Bien, recuerda lo que voy a decirte.
Encendió un par de cigarrillos y le pasó uno al muchacho. Luego prosiguió:
– Ese par se protegerán el uno al otro sin dudarlo, pero los demás corren peligro. He oído rumores de que van a ser arrestados, así que no te dejes ver por un tiempo, ¿de acuerdo? Invéntate una excusa, pero no vayas a verlos en unas cuantas semanas.
Danny escuchó a su amigo y mentor y luego respondió con tranquilidad:
– Gracias por el aviso, Lou.
Sin embargo, saber aquello le perturbó. ¿Por qué le advertía Louie y no les advertía a los Murray? Después de todo, él sólo era un muchacho. Además, ¿cómo es que Louie sabía una cosa así? Y lo más importante: ¿qué se suponía que debía hacer él ahora que lo sabía? Era un asunto escabroso que merecía ser considerado seriamente antes de tomar cualquier decisión. Deseaba reflexionar sobre ello antes de decidir qué sería lo más beneficioso para él a largo plazo. Era una decisión crucial y, por tanto, no debía tomarse a la ligera.
Louie, al darle ese aviso, le había hecho sentirse paranoico. Era tan sólo un muchacho y los Murray unos tipos a tener en cuenta. Sólo tenía que ver a su padre para no olvidarse de ello. Por tanto, debía pensar largo y tendido antes de dar el siguiente paso.
– Vamos, Dan, termínate la comida.
Ange estaba sumamente asustada y la voz le temblaba de miedo. Quería que se quitase de en medio y le estaba metiendo prisa por si el rey de la casa regresaba temprano. Pues bien, su hijo, el rey de la casa, podía irse a tomar por el culo, pues ya estaba más que harto de sus tonterías.
– Por favor, Dan, no hagas que se enfade…
Su esposa vivía asustada de un adolescente y, lo peor de todo, él también. Big Dan apretó los puños hasta que el dolor se hizo agudo y luego terminó por explotar:
– ¿Por qué no cierras la maldita boca, Ange?
Jonjo y Annuncia estaban a la expectativa, atentos al curso de los acontecimientos. Su padre empezaba a hablar como el chulo que siempre había sido.
– Eres como un puñetero disco rayado, todo el día repitiendo la misma cantinela. Pues bien, ya me he enterado. Ahora vete a tomar por el culo.
Jonjo, con nueve años, ya estaba hecho un muchachote y, al ver la cara de dolor y vergüenza que ponía su madre, soltó de golpe el cuchillo y el tenedor y respondió:
– No le hables a mi madre de esa manera, maldito cabrón.
Estaba a punto de echarse a llorar y los ojos de color azul intenso le brillaban en la oscuridad.
Angélica se dio cuenta repentinamente de la similitud que había entre su hijo pequeño y Danny. Ambos eran la viva imagen del hombre que despreciaban. Sentándose con cuidado, se llevó la mano a la boca, como si fuese a vomitar y tratara de retener las ganas, con las lágrimas a punto de brotarle.
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