Big Dan hizo un esfuerzo por levantarse, a pesar de que su cuerpo se estremecía de dolor. Sus músculos y tendones estaban tan rígidos que el crujido de sus huesos se oyó con toda claridad en la habitación.
– Tú me serviste en bandeja y lo acepto, porque sé que lo hiciste por tus hermanos. Yo os dejé a todos en la estacada, sé que lo hiciste por eso. Pero no creas que los Murray te respetarán por eso, porque no son ese tipo de personas. Ellos se aprovechan de todos. Louie es un santurrón al lado de ellos y se puede confiar en él plenamente. Louie tiene algunos de la pasma a sueldo -continuó-, por supuesto que sí. No le queda otro remedio. Yo no me arriesgaría a poner en duda nada de lo que dijera, así que, si te ha advertido de algo, ten cuidado.
Danny Boy asintió en señal de acuerdo. Era la respuesta que esperaba. Había confiado en Louie, pero debido a la juventud necesitaba que alguien le confirmase lo que pensaba. Tenía que ir aprendiendo cómo funcionaban las cosas. Pronto cumpliría los catorce años y quería que lo viesen como el cabecilla del equipo ganador, pero era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que no gozaba aún de la experiencia necesaria. Aunque su instinto había acertado y Louie no era un soplón, eso no significa que lo supiese todo.
– ¿Te das cuenta de que ésta es la conversación más larga que liemos tenido en la vida, papá? ¿No te parece triste? A mí sí.
Big Dan lo miró a los ojos; era como mirarse en el espejo. Ver las cosas desde cierta perspectiva era algo extraordinario, ya que, a pesar de haberlos perdido a todos, se había dado cuenta por fin de lo maravillosos que eran y de la suerte que tenía de que fuesen sangre de su sangre. Ahora, sin embargo, era demasiado tarde para tratar de enmendar nada, demasiado tarde para decirles lo afortunado que se sentía de que formasen parte de su vida. Sintió deseos de echarse a llorar al darse cuenta de cómo eran sus hijos en realidad, algo que jamás se había molestado en averiguar porque estaba demasiado ocupado apostando y yéndose de putas, demasiado ocupado tratando de olvidarse de su existencia porque eso significaba asumir responsabilidades.
Danny Boy observaba a su padre esforzarse por controlar sus emociones. Suspiró una vez más. Ese hombre representaba todo lo que él detestaba, todo lo que jamás llegaría a ser por muchos derroteros por los que lo llevara la vida. Ahora que ese momento había llegado, no podía permitir que se marchase. Al fin y al cabo, la gente le admiraba porque había permitido que ese viejo cabrón viviera bajo su techo a pesar de lo que les había hecho. La familia, al fin y al cabo, era la familia. Ése era el principal lema del East End, una mentira tan grande como un piano, la reina de todas las mentiras.
Además, si lo dejaba marchar, ¿quién sabe de qué hablaría cuando se emborrachase de nuevo, cuando empezase a jugar, cuando necesitase dinero para apostar y beber? Era una carga, de eso no había duda, pero también era una fuente de sabiduría en lo que respecta a los peces gordos que andaban en circulación. Por esa razón, sólo por ésa, lo soportaría y lo utilizaría.
– Te agradezco lo que me has dicho, padre, así que puedes quedarte. Mejor dicho, te quedarás, porque así lo quiero yo.
Big Dan cerró los ojos y aceptó su destino. A diferencia de él, su hijo tenía la cabeza muy bien puesta y, aunque era tan sólo un muchacho, pensaba como un hombre y, lo que es más importante, todo el mundo lo trataba como tal. Todos los años que Big Dan había estado avasallando y controlando a su familia, o ignorándola cuando le apetecía, ahora se volvían en su contra para morderle el culo, y no podía hacer nada para evitarlo. Había creado un monstruo y, por tanto, no iría a ningún lado hasta que éste se lo permitiese.
Cuando su hijo se levantó para salir de la habitación, sacó media botella de whisky Black & White del bolsillo y la colocó con suavidad encima de la mesa:
– De ahora en adelante, ten en cuenta una cosa: tú fuiste el primero en sacarnos la sangre.
– ¿Te encuentras bien, hijo?
La voz de Louie sonó calmada, pero Danny detectó la inquietud que reinaba últimamente. El tono que empleaba últimamente mostraba un titubeo que sólo resultaba evidente para aquellos que le conocían bien. Danny no sabía cómo reaccionar, no tenía la experiencia suficiente para resolver la situación de forma propicia y eso le fastidiaba. Encogió sus enormes hombros y sonrió amablemente.
– Estoy bien, Louie, pero dame un respiro.
Louie guardó silencio durante un rato y sirvió un par de tazas de té. Danny miró alrededor y, como siempre, su mirada terminó por posarse en las fotos de las mujeres semidesnudas que estaban pegadas en la puerta. Las habían colocado allí por la simple razón de que eso era lo que se esperaba, ya que Danny sabía de sobra que Lou no tenía ningún interés en el sexo débil; su mujer y sus hijos le bastaban. Además, le hacía sentirse incómodo que algunas de las chicas que salían en las fotos fuesen más jóvenes que sus cinco hijas. Por otro lado, Danny sabía que había que cuidar la imagen, ya que la mayoría de los hombres con los que trataba se pasaban la vida mirándolas, soñando o hablando de ellas. A él le gustaban esas fotos, pero él era sólo un muchacho. Sin embargo, que les gustasen a esos viejos era una vergüenza. A él se le ponía tiesa con sólo imaginar tirárselas, pero esos carcamales sólo podían tener una erección si sus esposas se llevaban el bote del bingo. Lo único que sabían hacer era hablar, lo único que les quedaba era su imaginación, y a Danny le inspiraban lástima tan sólo por eso. A él no habría mujer que le dijese lo que tenía que hacer, ni en qué ocupar su tiempo, ni en qué gastar su dinero, pues se consideraba demasiado astuto para caer en ese juego. Una de las razones por las que se ocupaba de su familia era precisamente por eso: porque su padre había considerado más importante su mundo que el de sus hijos y el de su familia, sus deseos y sus necesidades.
Mientras Danny observaba a la morena que aparecía en la foto, con las piernas separadas y esa capa de maquillaje que resaltaba aún más su juventud, pensó en el mundo de los hombres. De los hombres como su padre, como los Murray, de esos que sólo se preocupaban de sí mismos. Esa chavala sólo servía para hacerse una paja, para echarle un polvo, alguien a quien usar una y otra vez, incluso cuando ya fuera una pensionista. Esas fotos se verían hasta la llegada del próximo milenio, pues, al fin y al cabo, unas buenas tetas y un buen culo son eso, unas buenas tetas y un buen culo. Pero ella tenía al menos una razón para hacer valer su peso en oro: sus hijos. Las mujeres eran capaces de hacer por sus hijos muchas cosas que resultaban detestables dentro de la comunidad en la que vivían. Los hombres, sin embargo, eran perdonados por todos sus infames crímenes.
Eso de mirar fotos estaba bien, pero no se podía comparar con la vida real. Le encantaba el mundo que había descubierto: chicas ardientes y deseosas dispuestas a ponerse de rodillas. La falta de aliento antes y después del acto, incluso ese sentimiento de disgusto que sentía cuando luego la chica trataba de entablar conversación y se acurrucaba a su lado, especialmente cuando él ya no deseaba otra cosa que marcharse lo antes posible.
Louie lo miró y sonrió. Recordaba la facilidad con que se le empalmaba hacía años, cuando la vida sólo era algo que merecía la pena gozar y todo se veía a mucha distancia.
– Es posible que no lo creas, pero llegará un día en que las chicas no se rendirán a tus pies, que todas ellas estarán fuera de tu alcance hasta en sueños, pues serán una fantasía que hasta tú mismo detestarás. Un día te despertarás y te darás cuenta de que han pasado treinta o cuarenta años. Un día, si no tienes cuidado, serás igual que yo.
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