Obviamente, por alguna razón, lo echaba de menos. Pero ¿por qué? No echaba de menos su elocuente conversación, de eso no cabía duda. Ni tampoco su esplendorosa generosidad porque sólo se le veía la cara cuando ya no le quedaba ni un penique en el bolsillo, cuando ya se había gastado hasta el último centavo, cuando ya se lo había dejado todo en las apuestas o jugando. Luego, molesto por su suerte y loco por armar bronca, se presentaba en casa, y se presentaba como si fuese el ángel vengador. Entonces todo eran golpes y miedo; la insultaba y, a golpes, la llevaba hasta la cama, mientras sus hijos lo oían todo y se escondían bajo las mantas esperando que llegase su turno.
Por tanto, sólo podía ser por satisfacer sus necesidades, por esa mierda de polvo que le echaba por las noches. En lo que a él respecta, era una desgracia. Por primera vez en su vida su madre tenía dinero de sobra, no tenía que pedírselo a nadie, no se tenía que arrodillar ante nadie y, sin embargo, no era suficiente porque no podía proporcionarle lo que más necesitaba. Tener calefacción, luz, comida de sobra y algo de dinero para ir al bingo, todo eso resultaba secundario; lo único que quería era tener a su marido, sin importarle lo que les había hecho a sus hijos o a ella. Las mujeres, ahora se daba cuenta, no eran dignas de confianza. Durante toda su vida había escuchado cómo su madre denigraba a su padre, lo inútil que era y lo mucho que debía intentar no parecerse a él.
Había escuchado a su madre durante años; para él era como la fuente de sabiduría, al menos en lo que a su padre se refería. Además, todo lo que le había dicho lo había visto con sus propios ojos, no necesitaba que se lo recalcara, pues sabía de sobra el cabrón de padre que le había tocado. Jamás había tenido tiempo para ellos, excepto para su hermana pequeña, pero eso no contaba. Nadie ponía en duda el amor que sentía por ella, pues ése fue el único signo de bondad que vieron en él.
Ahora, sin embargo, su madre pretendía convencerle de que era una persona diferente, de que estaba arrepentido de todo, de que era un pobre hombre que siempre había tratado de vencer las adversidades de la vida. ¿Qué pensaba su madre? ¿Acaso creía que él se acababa de caer de una higuera?
Ahora era él quien pagaba las facturas, algo que su padre jamás había hecho. En lo que a él respecta, eso significaba que era el que llevaba todo el tinglado. Por tanto, que su madre volviera a sentirse mujer no era razón para que ellos saltasen de alegría.
Un tullido, un inválido, fuese lo que fuese, él se lo había buscado. Su marido se quedaba en casa por la sencilla razón de que no podía ir a ningún lado, por mucho que lo desease, pero eso no significaba que ellos tuvieran que agradecérselo. Ellos tenían sus recuerdos, y el que ella hubiera decidido reescribir la historia no implicaba que ellos tuvieran que hacerlo también. Había utilizado al viejo estúpido, pero si pensaba que iban a empezar a jugar a la familia feliz estaba muy equivocada. Tenía que dejarle eso bien claro, hacerle ver que si dejaba que el viejo estuviera en casa no era porque estaba dispuesto a convertirse en su perrito faldero.
– Ya te he dicho que puede quedarse, madre, y lo hago por ti. Pero no trates más de jugar a ese puñetero juego conmigo. Los chicos son ahora mi responsabilidad, al igual que tú. Y quiero que eso quede bien claro, a ti y a él. A mí no me pesa la conciencia y no creo que tú puedas decir lo mismo. Él no significa nada para nosotros, lo conocemos demasiado bien y, por mucho que digas, no vas a conseguir que le apreciemos ahora. Ya es demasiado tarde, ¿no te parece?
La cara pálida de su madre ya no le afectaba lo más mínimo, su rabia aumentaba a cada momento. Estaba harto de ella, de sus cambios de humor, de que intentara convencerle de que su padre era quien no era.
– No me pidas más de la cuenta, madre, porque tú no has sabido cuidar de tus hijos y, por eso, he tenido que hacerlo yo por ti. No te olvides de eso, ¿de acuerdo?
Ange miraba a su hijo, preguntándose de dónde procedía toda esa rabia, a sabiendas de que no podía esperar otra cosa. En lo más profundo de su corazón sabía que, como siempre, estaba dando de lado a sus hijos, anteponiendo a su marido a todos ellos, poniendo su matrimonio por encima de su bienestar. Ella sabía que tenían razones sobradas para odiarlo, pero eso no cambiaba sus sentimientos.
Asintió con tristeza.
– ¿Puede quedarse entonces?
Danny asintió, con los puños apretados, manifestándole su disgusto y dando el asunto por zanjado. No quería hablar más de ello. Sin embargo, justo en el momento en que ella le daba la espalda, se percató de que estaba embarazada de nuevo, y esa traición tan descarada estuvo a punto de hacerle perder los estribos.
Louie sabía que algo le preocupaba al muchacho, pero por muchas preguntas que le hiciera no había forma de sonsacarle nada. Se había preguntado si era alguna chica, pues, según tenía entendido, era muy activo en esos menesteres. Además, atraía a las chicas, que solían pasearse por allí vestidas con sus mejores atuendos y sonriéndole, sin que la mayoría de las veces él les diera la más mínima respuesta. Era de ese tipo de personas que tiene poco trato con las mujeres, pero que suscita siempre su interés. Al menos, ésa era la impresión que daba. Mientras Louie observaba cómo hablaba con un chatarrero y llegaba a un acuerdo para comprarle unas tuberías de cobre, se percató de que, fuese lo que fuese lo que le pasaba, estaba afectando a su vida. Parecía más mayor, como si llevara el peso del mundo sobre sus jóvenes hombros. Louie sabía que las cosas no podían seguir así por mucho tiempo. En las últimas semanas había observado que había cambiado mucho, y no precisamente para bien. Cualquiera que lo conociera se daba cuenta de eso.
Y él conocía a Danny Boy mejor que nadie. A pesar de su entereza y de ese carácter luchador que tenía, seguía siendo un niño, un niño que estaba cargando con la responsabilidad de sacar a su familia de la penuria, tratando de ofrecerles a sus hermanos mejores oportunidades que las que él había tenido. Además, si los rumores eran ciertos, otro niño venía en camino y, con su padre hecho un tullido, sus probabilidades de encontrar un trabajo decente eran tan remotas como que el Papa diese clases de contracepción. Le hizo señas al muchacho mientras reflexionaba acerca de cómo se lo iba a preguntar, cómo reaccionaría a sus preguntas y si él tenía derecho a inmiscuirse en sus asuntos personales.
Michael estaba calculando cuánto estaban sacando de sus nuevos negocios; durante las últimas semanas habían estado cobrando algunas deudas pequeñas que se podían solventar sin necesidad de utilizar una violencia extrema. Danny Boy estaba empezando a ser considerado un nuevo y prometedor pez gordo porque los hombres a los que se les acreditaba el dinero se daban cuenta de que aceptaba con agrado cualquier encargo. Después de todo, el muchacho necesitaba algunas libras para sacar a su familia adelante, por lo que su gesto se veía como si le estuviesen haciendo un favor. En realidad, sin embargo, estaba recuperando un dinero que no habrían cobrado de no haber utilizado la fuerza bruta, lo que implicaba exigirle al acreedor más dinero; el resto era ya historia. Por tanto, era un asunto en el que ganaban todas las partes.
Michael sabía que si se manejaban bien las pequeñas cantidades, los peniques se convertían en libras y las libras se multiplicaban a un ritmo increíble, especialmente cuando se les daba su merecida importancia.
Los dos se habían convertido en chicos duros, en la respuesta a las oraciones de todos. Danny Boy Cadogan era uno de esos tipos que le machacaría a alguien la cabeza por un billete de veinte libras, algo que, a los ojos de todo el mundo, lo convertía en un ganador. Después de darle unos mamporros, la persona que debía el dinero ya no se sentía tan dispuesta a retrasarse en sus pagos.
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