Martina Cole - El jefe

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Danny Boy Cadogan era ese tipo de persona que hacía que hasta el más duro de los delincuentes se pusiera nervioso y paranoico, especialmente si le decía que quería hablar con él de algún asunto. Danny tenía la habilidad de convertir el más inocente comentario en una declaración de guerra y la frase más inocua en una amenaza real y terrorífica.” De la noche a la mañana, Danny Cadogan, a sus catorce años, tiene que abrirse camino en un mundo violento y peligroso. Debe proteger a su madre y a sus hermanos, después de que los haya abandonado su padre a las iras de los acreedores. Danny, en compañía de su inteligente amigo de infancia Michael Miles, se va a convertir con los años en uno de los más temidos capos del Smoke que llegará a extender sus negocios de tráfico de drogas y de armas hasta España. Sin embargo, el carácter despiadado de Danny no sólo se impone en las calles londinenses, sino también en el hogar familiar, condenando a una vida torturada a su mujer, Mary, y a sus hijas.

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Danny asintió en señal de acuerdo.

– Te comprendo, colega. Yo pienso lo mismo y me parece justo.

Sonrió con esa diabólica sonrisa que tantas puertas le había abierto en el mundo criminal.

– Sólo te pido una cosa, Eli. Quiero estar delante y quiero ver qué dicen al respecto.

Eli sonrió, mostrando sus dientes blancos por primera vez desde que se habían reunido.

– Sí, así me animas.

Danny asintió en silencio, mientras se devanaba los sesos pensando quién podía haber hecho semejante gilipollez. Fuese quien fuese, debía de estar enganchado a las drogas y haberse puesto hasta la gorra. Nadie con dos dedos de frente se habría atrevido a cometer una estupidez de ese calibre.

Danny Boy estaba tan intrigado como cabreado y deseaba ardientemente saber quién había sido y cómo se le había ocurrido tomarle el pelo de esa manera.

– ¿Sabes si eran blancos o negros?

Eli se encogió de hombros.

– No sabría decirte, Danny. Llevaban pasamontañas y guantes. No pronunciaron palabra alguna y se limitaron a encañonarnos con sus armas.

Danny asintió de nuevo. Fuesen quienes fuesen, lo habían llevado a cabo de forma muy profesional. Evidentemente, eran gente conocida, pues de no ser así no habrían sido tan cautos y astutos a la hora de guardar silencio. Estaba claro que no querían que se les reconociese la voz ni el acento. Era alucinante. No sabían nada de ellos y ni siquiera tenían la más mínima pista.

Danny Boy, sin embargo, sabía que había muy pocas personas que fuesen capaces de plantarle cara, tanto a él como a los hermanos Williams. Permaneció sentado en el asiento del coche. Se había quedado más de la cuenta porque era importante que lo viesen en casa de los Williams, así la gente pensaría que lo habían requerido para que resolviese el asunto. Y quería hacerlo, lo único que deseaba es hacerlo sin presión de ninguna clase. De momento, ninguno de sus trabajadores le había dicho nada. Nada de nada. Era un misterio que hasta la misma Agatha Christie se las hubiera visto negras para desentrañar. El, sin embargo, estaba dispuesto a llegar hasta el fondo aunque fuese lo último que hiciese en la vida.

Quienquiera que fuese la persona que había pensado que robar a los Williams era una opción viable debería de estar mal de la cabeza y necesitaba de un tratamiento psiquiátrico. Hasta él los tenía por buenas personas, hombres respetables que pagaban sus deudas y hacían todo lo posible para resolver sus problemas en privado, al margen de la opinión pública. Era una forma muy sensata de comportarse, especialmente en su mundo, donde la gente suele resolver sus asuntos a plena luz del día. No él, por supuesto. Eran los demás los que tenían que demostrar algo. Los don nadie siempre tenían que demostrar lo fuertes que eran, siempre convertían sus acciones en meras anécdotas de las que hablar en el pub y, si eran lo bastante afortunados, en algo que poder contar a sus nietos. Pensaban que con esos actos lograrían amedrentar a la pasma, pero lo único que conseguían era darle una razón para que se les echase encima y los jodiera legalmente. Así, todas las personas con las que se habían relacionado, incluso las que habían trabajado para ellos, eran vistas en la misma perspectiva. Era una auténtica gilipollez. Danny sabía que podía asesinar a una persona en plena calle y nadie se atrevería a abrir la boca, lo que no podía permitirse hacer ninguno de sus guardaespaldas, ya que, si llamaban la atención de la bofia, estaban perdidos.

Los Williams eran como él en ese aspecto; jamás cagarían en el mismo lugar donde se acostaban. Si tenían que llevar a cabo algún acto violento, lo hacían en privado y de forma decente y aceptable. De vez en cuando cometían algún crimen en público, pero sólo cuando era necesario sentar precedentes o dar ejemplo. Aun en esos casos, procuraban que los presentes fuesen las personas adecuadas; es decir, personas que hablarían de ello, lo comentarían, pero tan sólo entre los de su círculo. Sin embargo, lo sucedido resultaba un enigma. Fuese quien fuese quien lo hubiera planeado, o bien deseaba morir o bien se sentía tan seguro de sí mismo que no creía que sus acciones fuesen cuestionadas. Danny se inclinaba más por esto último, lo que convertía al sujeto en un gilipollas redomado, porque los Williams no eran personas que aceptaran ese tipo de bromas, ni él tampoco.

Michael estaba cansado, además de preocupado por los últimos acontecimientos. El sabía mejor que nadie lo temerario que era Danny Boy cuando se le antojaba. Además, estaba seguro de que con ningún pretexto permitiría que nadie interfiriera en sus negocios, por lo que no cesaba de buscar a los cabrones que se habían atrevido a meterse en su territorio. Era un ultraje que no podía pasar por alto.

Michael, lo mismo que Danny, tampoco tenía la más mínima intención de olvidarse del asunto. Había llegado el momento de darle a alguien una lección ejemplar y ambos estaban dispuestos a ser quienes la impartieran. Desgraciadamente, nadie parecía saber nada del robo, lo cual resultaba indignante, pues alguien tenía que saber algo. No cabía duda de que había sido perpetrado por personas que conocían bien las prácticas financieras de los Williams. Danny Boy, sin embargo, lo consideraba un insulto personal, una puñetera conspiración contra él, por eso estaba más paranoico que de costumbre. No obstante, estaba dispuesto a solucionarlo porque, si robarle a los Williams ya resultaba de por sí ultrajante, más lo era teniendo en cuenta que estaban bajo su protección.

Mientras Danny servía un par de tazas de té, Michael preguntó:

– ¿Quién crees que puede haber sido, Danny? ¿Quién coño puede atreverse a semejante cosa?

Danny suspiró profundamente. Exasperado y lleno de rabia respondió:

– Si lo supiera, ¿crees que estaría aquí sentado? He puesto a todos mis hombres a trabajar, pero ninguno sabe nada, por lo que deduzco que ha sido planeado por algún tío muy listo o por una nueva banda. Sea quien sea, cuando le ponga las manos encima, puede darse por muerto.

– Esto me da mala espina, Danny. Presiento que es un puñetero montaje. ¿Quién se iba a atrever a ponerse en tu contra?

Aquello era lo que Danny necesitaba oír, y Michael lo sabía muy bien. Lo único que pretendía era realzar su ego, como había hecho en otras ocasiones cuando deseaba llevar a cabo algo. Danny Boy tenía que darse cuenta de que aquello era un asunto muy serio, no sólo un juego en el que estaba involucrado su insaciable ego.

– ¿No te has parado a pensar que haya podido ser una amenaza directa contra nuestra empresa? Quien sea cree que estamos fuera de nuestra jurisdicción, que puede hacer lo que le dé la gana y nosotros nos quedaremos callados.

Danny Boy no respondió. Estaba asimilando lo que acababa de escuchar y no se sentía impresionado por ello. Luego, con suma tranquilidad, respondió:

– O sea, que tú piensas que lo han hecho para desafiarnos personalmente.

Parecía a punto de echarse a reír, pero Michael notó un ápice de preocupación en su voz. Finalmente lo había conseguido: había hecho que se tomase el asunto más seriamente que al principio. A Danny Boy jamás se le hubiera ocurrido pensar que nadie quisiera jugársela, pues se consideraba inmune a la opinión pública y, por tanto, aquello suponía una nueva forma de ver las cosas. Michael, sin embargo, había puesto el dedo en la llaga. Vio que Danny Boy se quedaba reflexionando unos minutos antes de preguntar:

– ¿Has oído hablar de los Farhi?

Michael dejó la taza de té en el escritorio con sumo cuidado, porque la pregunta lo dejó de lo más sorprendido.

– Ahora que lo dices, una chavala pronunció ese nombre en el casino. ¿Por qué?

– Louie me dijo algunas cosas sobre ellos. Son una familia de locos. Unos jodidos turcos. Ali, el mayor de los hermanos, acaba de salir de la trena. No aquí, sino en Bélgica. Por eso ha estado apartado un buen tiempo. Ahora, al parecer, está de nuevo en el Smoke y creo que si atamos los cabos… Louie dice que es un cabrón de mucho cuidado, un tipo que se cree el dueño del mundo.

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