Martina Cole - El jefe

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Danny Boy Cadogan era ese tipo de persona que hacía que hasta el más duro de los delincuentes se pusiera nervioso y paranoico, especialmente si le decía que quería hablar con él de algún asunto. Danny tenía la habilidad de convertir el más inocente comentario en una declaración de guerra y la frase más inocua en una amenaza real y terrorífica.” De la noche a la mañana, Danny Cadogan, a sus catorce años, tiene que abrirse camino en un mundo violento y peligroso. Debe proteger a su madre y a sus hermanos, después de que los haya abandonado su padre a las iras de los acreedores. Danny, en compañía de su inteligente amigo de infancia Michael Miles, se va a convertir con los años en uno de los más temidos capos del Smoke que llegará a extender sus negocios de tráfico de drogas y de armas hasta España. Sin embargo, el carácter despiadado de Danny no sólo se impone en las calles londinenses, sino también en el hogar familiar, condenando a una vida torturada a su mujer, Mary, y a sus hijas.

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El descansillo también estaba a oscuras; alguien había quitado las bombillas o las había roto. Danny Boy se sentía indignado al ver que había gente que consideraba esa forma de vivir como algo normal y aceptable. Los hombres que vivían en esos pisos deberían preocuparse de que sus casas fuesen un lugar seguro para sus mujeres y un lugar poco propicio para los merodeadores. Suspiró abochornado y llegó hasta el final del pasillo; una vez allí sonrió y, mientras miraba a los hermanos Williams, derribó la puerta de un puntapié.

Nadie de los pisos de al lado se molestó en salir para ver qué sucedía, tal como habían presagiado Danny y sus colegas. Las visitas de esa índole eran algo rutinario en los pisos de ese barrio. Cuando todos entraron en el vestíbulo, Danny vio al hombre que debía ser el guardaespaldas del turco hacerse a un lado con rapidez. Por su cara se veía que bajo ningún pretexto pensaba entrometerse en ese asunto y que nadie podía culparle por ello. Aunque era un tipo grande y fuerte, se veía que debía de haberse olido el asunto porque no parecía nada sorprendido de verlos. Se limitó a salir del piso lo más rápido y en silencio posible. Danny, en voz alta, le gritó:

– Gordo. Los ascensores apestan a meaos, te lo aviso.

Todos se rieron de él. Al abrir la puerta del salón, vieron a Farhi de pie, en la terraza, con el rostro aterrorizado y un bebé en los brazos.

Danny Boy levantó la mano para detener a los hermanos Williams.

– Dame el bebé, colega.

Farhi negó con la cabeza violentamente.

– Si me quieres a mí, te la tendrás que llevar a ella por delante.

Parecía estar regodeándose, como si creyera que el bebé que sostenía en los brazos iba a impedir que limpiasen el suelo con él. Danny retrocedió y le hizo señales a Eli para que hiciera lo mismo.

– ¿Dónde coño tienes mi dinero, cabrón de mierda?

Eli hablaba sosegadamente, pero con una frialdad que debería haber alertado al hombre de que estaba a punto de perder los estribos. Sus hermanos ya habían empezado a registrar el piso y estaban poniendo todo patas arriba buscando el dinero y las armas. No se vieron defraudados. Al retirar el sofá de la pared, vieron un montón de dinero apilado. Era el suyo; aún llevaba las fajas que ellos utilizaban. Había miles de libras que no habían sido tocadas. El sofá estaba viejo, raído y apestaba. En sus tiempos, debía de haber sido de dralón color verde, como se podía ver en el borde de abajo, pero la mugre y la suciedad acumulada por los años impregnaba sus brazos. El piso estaba hecho un asco, desde la moqueta hasta las marcas negras que había alrededor de los interruptores. Era uno de esos escondites que utiliza la gente que se quiere quitar de en medio por un tiempo. Uno de sus inquilinos seguro que había sido un yonqui porque las paredes estaban salpicadas de sangre, algo muy normal en los yonquis primerizos, ya que los experimentados procuran que no se les pierda nada de caballo. Era una casa de protección oficial que había sido subarrendada, pero fuese quien fuese el inquilino original estaba residiendo en otro lado y utilizando la renta que le pagaban como recurso hasta que le llegase el subsidio. Sucedía con frecuencia y solían convertirse en la residencia principal de mucha gente, especialmente de la que deseaba perderse por un tiempo. En las casas de protección oficial eso se convertía casi en una norma. Por esa razón muchas personas lograban quitarse de en medio y desaparecer.

Ali vio la cara de asco que ponían al ver cómo vivía y se sintió dolido en su orgullo. Que lo hubieran localizado personas que no eran nada amistosas ya resultaba una vergüenza, pero que encima lo hubieran apresado en un lugar tan pestilente como aquél lo sacaba de quicio, pues se consideraba un hombre de dinero y prestigio. También era un típico turco y, como tal, consideraba a la chica que estaba con él como su compañera de cama y la niña que le había dado como una forma de conservarla a su lado. Tenía hijos por todos lados, pues era su forma de adueñarse para siempre de una mujer. Tener un hijo con ellas le proporcionaba una ventaja, ya que era la forma de dejar su sello en las mujeres con las que se acostaba. Detestaba pensar que lo habían sorprendido en ese lugar, como si estuviese acostumbrado a vivir en ese antro, cuando era tan sólo un escondite. Sintió una vergüenza inmensa al ver que esos hombres lo despreciaban en lugar de respetarlo por sus hazañas pasadas, y no deseaba en lo más mínimo ser recordado como alguien que vivía como un cerdo. En Turquía vivía como un rey.

Ali apretó la niña contra su pecho. Se había convertido en su rehén, en su rescate. Su carácter agrio y odioso había salido a relucir y gritaba, incapaz de asumir lo que le había sucedido, lo que le iba a suceder ahora que lo habían pillado in fraganti.

– Fuera de mi casa, negros de mierda. Os mataré a todos. Ninguno de vosotros me dais miedo. Hablo en serio, Danny Boy, tú sabes que soy capaz de saltar con la niña en brazos.

Hablaba rápido y no decía nada más que tonterías. La cara y la calvicie le sudaban por el nerviosismo. Se dio cuenta de que el guardaespaldas lo había dejado solo con sus problemas. Sabía que era hombre muerto, pero estaba dispuesto a luchar por su vida. I labia sobrevivido en prisión y había soportado el aislamiento, por eso creía que también podría sobrevivir a esa situación.

Mientras lo miraban con desprecio, una chica entró en el piso. Al ver la puerta principal tirada en el suelo, se dio cuenta de que algo malo debía de pasar y su reacción instintiva fue correr en ayuda de su bebé. Entró en el salón y tiró los kebabs que acababa de comprar encima de una mesita de café. Al ver a los hombres que había dentro, se dio cuenta de que la situación era muy seria. Sabía que Ali estaba en apuros. Lo había visitado en la cárcel, había disfrutado de los vis a vis y había utilizado su embarazo como pretexto para poder salir de allí. Estaba claro que había esperado que le diese una vida decente, pero ahora veía que sus sueños se desvanecían y se quedaban en nada.

Los hombres se la quedaron mirando, ya que ninguno la esperaba. Todos se preguntaron qué hacía con ese mierda que bien podía ser su padre, con un tío que utilizaba a su hija como escudo para protegerse. El frío aire de la noche los había despertado a todos y se estaban dando verdadera cuenta de a quién se enfrentaban, lo que resultaba deprimente. La chica era una joven delgada con el pelo teñido de rubio y una buena capa de maquillaje para ocultar las numerosas cicatrices de acné que tenía en la cara. Tenía tanto colorete que parecía una extra de la película Trumpton. Era realmente joven y los hombres se quedaron consternados al verla llegar. De hecho, estaban fastidiados, pues sólo querían arreglar cuentas con él. Le dijeron que cogiera la niña y se fuese. Ella reaccionó dando tal grito que los dejó ensordecidos. Danny Boy, que empezaba a cabrearse de verdad, salió disparado al balcón, le arrebató la niña de los brazos a Ali y se la arrojó a la chica.

– Vete de aquí. Coge a la niña y vete de aquí. El muy cabrón estaba amenazando con tirarla por el balcón y, si te vuelvo a ver esta noche, te juro que lo haré yo.

La niña empezó a llorar y la joven, que no tenía un pelo de tonta, no se lo pensó dos veces. Quería marcharse y quería hacerlo de una pieza.

Ali vio cómo la chica salía del piso a toda prisa, olvidándose de los kebabs que aún estaban enrollados encima de la mesita. El aroma de la carne impregnaba el ambiente, haciendo la habitación al menos habitable. Los hermanos gemelos seguían registrando el lugar, tratando de encontrar el dinero que les faltaba y las armas que habían utilizado en el atraco. Ninguno de los dos quería formar parte de la matanza y se alegraron de dejar esa parte del entretenimiento a Eli; después de haber hablado tanto, ahora comprendían lo efímera que podía ser la vida si uno no cuidaba de sus intereses. Estaban consternados al ver cómo la vida de un hombre se derrumbaba en un santiamén y eso les daba mucho en qué pensar.

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