Ali había sido un serio oponente en otro tiempo, pero ahora se veía reducido a ser justo eso, un mierda que tenía que utilizar a su hija para protegerse. Resultaba increíble.
Eli se dirigió hacia el hombre que estaba en el pequeño balcón. Ali era diminuto a su lado y parecía un hombre incapaz de hacer ningún daño si no tenía un arma encima. Eli se percató de la diferencia de tamaño, de la diferencia de fuerza. Vio el miedo que emanaba de los ojos de su oponente y disfrutó con ello, del poder que ahora tenía sobre ese hombre que le había causado tantos problemas. El muy capullo había tenido el descaro de creer que era tan débil que podía robarle, intimidarle y salirse con la suya. El muy cabrón, además, había tenido la desfachatez de ponerle una pistola en la cara mientras sostenía en brazos a su hija. Una hija por la que él hubiera dado la vida sin pensarlo, no como ese mamón que estaba dispuesto a matar a la suya con tal de salir bien librado de esa situación. Una situación que él había provocado sin pensar en las consecuencias.
Cuando Eli levantó el machete por encima de la cabeza de Ali, éste levantó los brazos instintivamente para protegerse la cara y la cabeza. Ese gesto, al igual que el de utilizar a su hija como escudo, irritaron más a Eli. El turco no tenía agallas ni para defenderse ni para intentar arrebatarle el machete de las manos. Al parecer, no estaba dispuesto a morir peleando, sino protegiéndose como una mujer que consideraba al hombre que la estaba golpeando superior en fuerza y, sobre todo, en intelecto. Eli le estampó el machete con toda su fuerza y observó con fascinación cómo le cortaba el brazo a la altura de la muñeca. Vio caer la mano al suelo produciendo un sonido sordo y la sangre manar de la muñeca. Ali se quedó mirando la mano completamente perplejo, como si perteneciese a otra persona, incapaz de pronunciar palabra. Ver su mano tirada en el mugriento suelo le resultaba increíble. Luego lo abrasó el dolor. Con cada latido de su corazón, salía un borbotón de sangre, como si un hombre invisible se la estuviera ordeñando. Ahora había gente presenciando la escena. Las luces de otros balcones se habían encendido y ya empezaban a encenderse las de los restantes pisos. La humillación de Ali se convirtió en un espectáculo público.
– Negros hijos de puta.
– Vaya, encima racista. ¿Y qué pasa con nosotros, los blancos hijos de puta? -dijo Danny Boy.
Hasta Eli se rió. Ali no cesaba de llorar.
– Sois todos unos hijos de puta, cabrones…
Gritaba, con la voz impregnada de odio. Cayó de rodillas, sintiendo el tacto pegajoso de su propia sangre empapándole los pantalones. Había sangre por todos lados y no dejaba de brotar con cada latido del corazón. Había formado un charco tan grande que se escurrió cuando intentó apoyarse en los codos para levantarse. Era como una pesadilla ver su mano tirada en el mugriento suelo. Se quedó más consternado aún cuando oyó las voces que procedían de los pisos colindantes; abucheaban animando a sus enemigos para que utilizasen más violencia, así como una cacofonía de insultos por parte de un completo extraño que estaba disfrutando de verlo en esa situación. Danny Boy y los demás, sin embargo, no estaban interesados en la escena que estaban representando y lo único que querían era terminar lo antes posible. Aun así, ninguno creyó que llamasen a la policía. Nadie sería tan estúpido de hacer semejante cosa, porque si eran capaces de hacerle eso a un turco, entonces ¿qué serían capaces de hacerles a ellos? Especialmente a un chivato. Danny Boy sabía que sus identidades estaban a buen recaudo y que aquello quedaría como otra leyenda urbana que luego sería adornada y exagerada por todos los que habían tenido la suerte de presenciarla. Era una anécdota más que añadir a las otras. Ese anonimato lo entristeció en cierto sentido, aunque por otro lado le alegrara. La brutalidad del ataque sería suficiente para mantener a raya a la pasma.
– Venga, Eli, termina de una vez. No nos vamos a pasar aquí toda la noche.
Danny gritaba y la urgencia de su voz hizo que Eli levantara el machete y se lo clavara en la cabeza al hombre partiendo el cráneo por la mitad. Todos se quedaron mirando absortos cuando Eli trató de arrancárselo, pero no podía porque se le había quedado clavado en la cabeza.
En ese momento el hombre empezó a gritar de verdad, balbuceando palabras en turco que se oían a distancia, pues aullaba como un animal atrapado en un cepo. Intentaba levantarse de nuevo y caminar mientras Eli continuaba esforzándose por desclavarle el machete del cráneo. Eli estaba empapado en la sangre de Ali y éste no terminaba de darse por vencido. Era un tipo duro, de eso no cabía duda.
Danny Boy se dirigió hasta donde se encontraban los dos y, levantando a Ali del suelo como si fuese un mosquito muerto, le arrancó el machete de la cabeza. Luego, sin dudarlo un instante, lo cogió en brazos y lo tiró por el balcón como si fuese un balón de rugby. Devolviéndole el machete empapado de sangre a Eli, dijo:
– ¿Cuánto tiempo vas a tardar? Sois tres y él sólo uno. Ni que fuese tan difícil.
El enfado de Danny resultaba patente. Su cuerpo musculoso les recordó a todos lo fuerte que era. Era capaz de vencerlos a todos juntos sin sudar siquiera. Luego, cambiando de tono con sorprendente rapidez, como siempre, añadió:
– ¿Habéis encontrado lo que buscabais? ¿Habéis cogido vuestro dinero?
Los hermanos de Eli asintieron afablemente. Los acontecimientos los habían dejado sumidos en un total silencio.
– Entonces, vamos. Volvamos al desguace.
Cuando salían del piso, Danny cogió los kebabs y se los llevó. Ya en el ascensor, los miró y, alegremente, dijo:
– No había necesidad de desperdiciarlos, ¿verdad que no?
Los gemelos aún estaban consternados y Eli no sabía cómo sentirse por la interferencia de Danny Boy en ese asunto. Por un momento pensó que todo había sido un montaje, como si él no hubiera tenido todo el control de la situación. Habían recuperado el dinero, pero todo parecía planeado y un tanto artificial. El turco ni tan siquiera disponía de un guardaespaldas que mereciese la pena. Cuando por fin lo tuvo delante, se dio cuenta de que era un mierda que no tenía ni un par de hostias. ¿Cómo narices se le había ocurrido pensar que se la podía jugar a ellos?
Cuando salieron del bloque, oyeron la sirena de la ambulancia a lo lejos. Danny se rió de nuevo y, dándole un buen mordisco al kebab y con la boca llena de carne y ensalada, dijo:
– Como siempre, llegan tarde. Vaya servicio tiene la seguridad social.
Todos rieron; de pronto, se sentían contentos de que todo hubiese acabado.
Arnold Landers no dormía bien y eso le estaba afectando en su vida cotidiana. A veces se sentía tan cansado que no sabía cómo se las arreglaba para desempeñar su trabajo. Que Annie se hubiera percatado de ello también suponía un motivo de preocupación. Danny Boy la había acogido de nuevo en el seno familiar y, aunque jamás lo habían hablado entre ellos, sabía que éste había estado sumamente molesto con su hermana durante mucho tiempo. También sabía que su relación con él era lo que le había hecho cambiar de actitud, pues le mencionaba constantemente lo mucho que le agradecía que se hubiese encargado de su hermana, que la hubiese metido en cintura y que la hubiese convertido en una mujer respetable. Para Arnold, esos cumplidos eran una verdadera carga, especialmente porque no creía merecerlos. Además, suponían un obstáculo en caso de que quisiera dejarla, aunque de momento no era su intención. Sin embargo, saber que semejante cosa estaba fuera de toda duda suponía una barrera en su relación. Arnold quería a Annie, pero la presencia de Danny Boy estaba por todos lados, acechando desde el trasfondo de su vida diaria, recordándole lo precaria que podía ser su posición si Annie decidía ponerse en su contra.
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