Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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– ¡Adnan!

Era un halcón. Abrieron la puerta de su madriguera y le lanzaron una ráfaga de palabras, incomprensibles todas menos la última, que se había convertido en una contraseña que significaba que era hora de ver al Lagarto.

– ¡Muévete, Adnan! Te quieren en interrogatorios.

Su primera parada fue en otra madriguera, una vacía donde esperaba siempre a la carretilla que le llevaba a las guaridas. Pero esta vez la rutina fue diferente. Le subieron a empujones a un furgón, uno verde grande como los que usaban los ejércitos en las marchas, con alerones de lona en la parte posterior. Le sujetaron con pernos y arrancaron. Y, lo más extraño, cruzaron una verja y luego otra. Adnan veía su avance por una rendija entre las lonas.

¿Sería posible? ¿Se marchaba de allí? ¿Se marchaba a casa, volvería al avión que le llevaría a la libertad, con su madre y sus hermanas?

El viaje prosiguió a oscuras, su primera experiencia de la caída de la noche desde hacía siglos. La oscuridad natural no era en absoluto alarmante, sino balsámica; el aire era más fresco y olía a plantas y a tierra, un mundo en el que sentías en los pies el terreno en vez del cemento. En su excitación creciente, Adnan se permitió suspirar aliviado. El vehículo subió una ladera y, cuando el conductor hacía pausas para cambiar de marcha, Adnan creía oír los coros de insectos del desierto nocturno, que le conmovieron más profundamente todavía.

Sus esperanzas se hundieron, sin embargo, cuando el vehículo se detuvo en otra verja, donde había halcones en menor número, que daban vueltas con linternas y se gritaban unos a otros, acompañando al furgón al interior. Adnan se dio cuenta de que conocía aquel lugar. Vivía en los recuerdos más vagos y confusos de su llegada. Había pasado allí meses antes de acabar en su madriguera actual. Era el lugar en el que habían amontonado las jaulas de un lado a otro. Pero ahora, incluso en la oscuridad, vio que estaban vacías y cubiertas de maleza, que las había invadido desde la ladera cercana, esta antigua casa odiosa entregada a la jungla.

Le sacaron del vehículo, con los pasos acortados por los grilletes de los tobillos, y le empujaron hacia una caravana como la que contenía las guaridas. Se abrió la puerta de una habitación iluminada, con una mesa, dos sillas y un espejo en la pared. Pero no veía por ningún lado al Lagarto.

Entonces llegaron las serpientes. Eran dos, y Adnan no las conocía. Una vestía el plumaje verdoso moteado de los halcones. La otra lucía un atuendo más típico de serpiente, aunque no la piel gris que les gustaba mudar a algunos. Hacía mucho frío. Unos cuatro grados, después del calor del exterior, y parecía que habían puesto al máximo la caja de la pared que echaba aire frío y resonaba.

Un halcón le encadenó los grilletes a la argolla del suelo. Entonces la serpiente verde moteada masculló una orden y el halcón le alzó la camisa sobre la cabeza. Adnan no era tan estúpido como para forcejear, aunque sintió un frío congelante sin la camisa. Parecía haber cierta confusión en cuanto a lo que tenían que hacer a continuación, hasta que al fin el halcón le soltó los grilletes para sacarle los pantalones y los calzoncillos, volviendo a sujetarle rápidamente. Adnan se movió para recostarse en la silla, pero la serpiente gris le empujó en la espalda hasta que se cayó al suelo. El halcón le esposó y sacó una cadena, que enganchó a los grilletes, apretándola hasta que la segunda serpiente le gritó una orden. Adnan se quedó allí, encorvado y helado; le picaba la garganta y notaba los senos nasales obstruidos. Le pusieron una capucha en la cabeza, y él empezó a ofrecer resistencia entonces, pero ya era demasiado tarde. Le echaron algún tipo de cuerda al cuello, lo bastante prieta para impedir que se le cayera la capucha. Oyó entonces que movían los muebles y arrastraban las sillas. A los pocos segundos pusieron música, como el chillido de algo electrónico y chirriante, un sonido palpitante como los latidos del corazón, que se fundía todo en una especie de dolor en los oídos. Luego subieron más el volumen. Adnan apenas oía las voces de las serpientes con aquel estruendo.

Esto se prolongó lo que le parecieron horas, hasta que al fin bajaron la música. Le zumbaban los oídos, doloridos por la música y el frío. Notó entonces que una de las serpientes se acercaba más y se inclinaba, y sintió su aliento en el oído, casi agradable aunque sólo fuese por el calor.

La serpiente hablaba su propio idioma y uno de los chacales repitió sus palabras en árabe distorsionado:

– Háblame de Hussay, Adnan. Háblame de él y de todos los demás con los que trabajaba. ¿De dónde era Hussay, Adnan? Lo sabes, ¿verdad? ¿De dónde era? ¿Dónde estaba su hogar?

Adnan ni siquiera se molestó en negar. La serpiente esperó un rato y le repitió las mismas preguntas. Y luego otra vez. Adnan permaneció callado e inmóvil, y notó que la serpiente se apartaba de él. Y entonces empezó de nuevo la música, más fuerte que antes. Y alguien agarró la cadena sujeta al suelo y la apretó más. El dolor de las articulaciones y de la espalda arqueada hizo sentirse a Adnan como si alguien le estuviese retorciendo como un trapo húmedo, y el frío le producía dolores punzantes en los huesos.

¿Cómo había llamado a aquella información sobre Hussay, el recuerdo que le había ofrecido al Lagarto ayer mismo? Su gran regalo. Sí, un regalo del que ahora se arrepentía. Creía que alguna serpiente tenía que haber entendido lo importante que era, aunque el Lagarto no lo hiciese. Y si eso era cierto, probablemente no hubiese ningún medio de que interrumpieran aquel tratamiento pronto. No lo harían hasta que consiguieran todos sus secretos.

Pero Adnan decidió que no los tendrían nunca. Ya no. Ninguno de ellos, ni las serpientes ni el Lagarto. Aunque le mataran. Ya no era un ratón. Ahora era un topo, ciego a sus luces y a aquel mundo exterior.

Y cada minuto que transcurría, cavaba más profundamente.

10

«Nuestros enemigos intentan sacarnos información a diario, empleando toda suerte de medios. A veces, pueden preguntaros directamente después de haber hablado […] Si alguien, aparte de un compañero, os aborda y os pregunta sobre nuestra misión, unidades, o cualquier cosa relacionada con nuestra operación general, tenéis la obligación de comunicarlo de inmediato. Mientras tanto, recordad que vuestras conversaciones no son nunca confidenciales en público ni por teléfono, sobre todo en nuestro medio. Así que desempeñad vuestro papel para anular la capacidad de obtener información de nuestros adversarios. "Pensad en la OPSEC."»

De la columna «OPSEC Corner», semanario The Wire de la JTF-GTMO

El primer arresto se produjo antes del desayuno, cuando un estruendoso convoy de vehículos Humvee llegó a la puerta de una casa de Villa Mar. Buscaban a Lawrence Boustani, un lingüista árabe empleado por United Security, una de las dos grandes empresas contratistas de seguridad. Le esposaron en pijama, mientras sus compañeros de vivienda observaban desde la cocina, parpadeando soñolientos.

Boustani trabajaba habitualmente en el equipo de Pam, que se vio rodeada de curiosos en cuanto llegó a desayunar aquella mañana. Todos querían saber los detalles, pero no los conocía nadie, al parecer.

– Su padre es libanés, tal vez ése sea el vínculo -dijo Pam.

Los habituales, entre los que se contaba Falk, se inclinaron más para no perderse una palabra. Todos inclinaban la cabeza en todas las mesas del comedor, y todos hablaban en voz baja. Y todos parecían convencidos de que aquélla sólo era la primera de muchas detenciones similares.

– ¿No es de la Marina? -preguntó Whitaker-. ¿Retirado o algo?

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