Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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– No te preocupes. Seguro que sólo intentaba ligar.

– ¡No me tomes el pelo!

– ¿Por qué? ¿Porque está casado?

– Para empezar.

– Eso no significa nada para los tipos como él. Ni tampoco la «caza furtiva». Te lo aseguro.

– Sólo es un poco fanfarrón. Siempre lo ha sido.

– Y apuesto a que lo seguirá siendo. No es que él quiera que lo sepa su hermano pequeño. Así que no seas ingenuo. Sobre todo, no hasta que sepamos lo que se proponen realmente esos desgraciados. Recuerda que es uno de ellos.

– Bo dice que él no está en el círculo interno.

Ella puso los ojos en blanco, destellos blancos a la luz de las estrellas.

– ¡No me digas! -exclamó, pero menos tensa.

Se inclinó para acariciarle la mejilla, atrayéndole sobre el asiento de vinilo, con un crujido de los muelles. Volvían a ser escolares adolescentes, concentrados en un prolongado besuqueo junto a la acera. Falk casi esperaba oír los gritos de un papá irritado en el porche.

– ¿Así que esto es sólo otra parte de mi número de «chica dura»? -susurró ella, debatiéndose para respirar.

– Eso te sacó realmente de quicio, ¿verdad?

– El único que me saca de quicio eres tú.

Otra caricia, una ráfaga de sudor y jazmín, así que Falk lo dejó. Aunque aún le preocupaba, porque había visto la misma reacción antes con Bo: la cólera inicial, las mujeres afirmando que le aborrecían. Y luego daban un giro de 180 grados y se enamoraban de él, cruzando la línea entre la cólera y la pasión de un solo paso ligero.

Falk dormía profundamente cuando sonó el teléfono pocas horas más tarde. Whitaker llamó a la puerta del dormitorio para decirle que preguntaban por él. Eran las seis de la mañana. Falk se dio cuenta de que había soñado con La Habana, el perfume de Elena se había mezclado con el de Pam. Una habitación de hotel con un ventilador en el techo y el sonido de tambores que llegaba de la calle. Todo eso se fundía en su mente cuando se levantó vacilante. Recorrió el pasillo confuso, reprochándose no haber visto a Adnan. Demasiado preocupado por mujeres y amigos. La cocina estaba congelada, notó el linóleo gélido en las plantas de los pies descalzos. Gritó la inconfundible voz de Bokamper:

– Hay que cancelar nuestro paseo por la playa, amigo. Tengo una guerra urgente a la que asistir.

Falk se despertó al instante.

– Así que ha empezado. ¿Tenéis un nombre?

– Como te dije, yo sólo estoy aquí para observar.

Y ahora, mientras Falk permanecía sentado en la mesa del desayuno en el comedor, se preguntó si Bo había sido franco con él. Pam no lo creía, desde luego, pero ella no le conocía, ni conocía la historia de ambos, las tormentas que habían capeado, la confianza que habían establecido. Fuera cual fuese el caso, Fowler debía haber decidido por la noche tomar medidas de inmediato, pues, de lo contrario, Bo no habría cancelado su cita en la playa, para empezar. Tal vez toda la charla irreverente del Tiki Bar hubiese convencido a Fowler de que tenía que actuar enseguida.

– ¡Vaya! ¿Qué os parece eso? -se asombró LaFarge.

Tres recién llegados al comedor se dirigían a grandes zancadas hacia el equipo. Fowler hizo las presentaciones mientras Cartwright acercaba sillas para todos. Según todas las apariencias, eran invitados.

– ¿Qué os parece? ¿Víctimas o colaboradores? -preguntó Whitaker.

– El capitán Rieger no es ninguna sorpresa -dijo LaFarge-. Walt es el jefe de contraespionaje del ejército de la JTF, así que tienen que contar con él. Protocolo.

– Pero, ¿Van Meter y Lawson? -preguntó Falk.

Se refería al capitán Carl Van Meter y a Allen Lawson. El primero vestía uniforme. El segundo no.

– Lawson es de la organización. Global Networks.

– Eso no tiene nada de extraño -dijo Whitaker-. Lawson es competencia de Boustani. Seguro que consigue un bono por ayudar a enviarlo a chirona.

– O tal vez haga sólo lo correcto -terció Stu Sharp, un investigador de las Fuerzas Aéreas-. Van Meter es el único que no me encaja. ¿Cuál es su título oficial?

– Oficial de inteligencia para las Fuerzas de Seguridad -dijo Whitaker-. Informador del J-DOG.

– Sólo en lo tocante a los árabes -dijo Sharp-. Se cabrea cuando ve a uno de los lingüistas rezando. Debe creer que están recitando el juramento a la yihad o algo parecido.

– Reconozco que a mí también me pone los pelos de punta -dijo LaFarge-. Sé que no debería, pero cuando ves a los prisioneros haciéndolo todo el día y luego uno de tus intérpretes empieza también… -negó con la cabeza.

– Van Meter me dijo una vez que cree que estamos en una guerra por la supervivencia de nuestra cultura -dijo Whitaker riéndose.

– Tiene razón -sentenció LaFarge.

– ¿También con Boustani? ¿Es él el enemigo? Diablos, Boustani se crió en Brooklyn.

– Eso no tiene nada que ver en cuanto te haces religioso. Pero reconozco una cosa. Van Meter tiene tirria a Boustani. Cree que es demasiado amable con los saudíes. Debe de haber presentado un montón de quejas sobre ello a Rieger.

– Pues parece ser que han dado resultado.

– Vamos, tíos, ninguno de nosotros sabe qué más tienen. Ni lo que han encontrado en casa de Boustani.

– Pareces un fiscal -dijo Falk-. ¿Seguro que no eres el fiscal del distrito, LaFarge?

– Bueno, os garantizo una cosa -dijo Whitaker-. Este arresto tendrá mucho éxito entre los soldados. Seguro que habéis visto las miradas que echaban a Boustani los policías militares cuando se ponía a hablar de la paz y la belleza del islam.

Falk recordó su época de joven pardillo. También a él le habrían irritado las oraciones y las lecturas. Si su carrera hubiese seguido otro rumbo u otro idioma, podría seguir siendo igual. Y sabía por su experiencia en el ejército que muchos soldados de las fuerzas de seguridad no cambiarían nunca de punto de vista, ya fuese por pereza intelectual o por ciega lealtad a su forma de vida. Era una opinión fácilmente reforzada cuando la otra parte empezaba a lanzar aviones contra los edificios.

– ¿No creó problemas Boustani a un policía militar? -le preguntó Sharp.

– Sí -contestó Whitaker-. Por tirar al suelo el Corán de un prisionero. Le riñó delante del prisionero, nada menos. Lo presenciaron muchos y no sentó nada bien.

– Inteligente. Discreto, además.

– Lo mismo que los policías militares. En cuanto Boustani se marchó, unos cuantos le llamaron «negro».

– Estupendo -dijo LaFarge-. Pero eso no significa que él esté libre de culpa.

– ¿Ya no rige lo de inocente hasta que no se demuestre lo contrario?

– Perfecto. Siempre que apliques la misma norma a Van Meter. Que, por cierto, no está acusado de nada.

– Excepto de ser un pendejo.

Más risillas nerviosas, todos empezaban a sentir cómo retumbarían las réplicas en el lugar dentro de unas semanas, creando nuevas tensiones y fisuras, sobre todo si había más detenciones.

– Esto favorecerá muchísimo al trabajo en equipo -dijo Sharp con un suspiro cansado.

– Habrá que acostumbrarse -dijo Whitaker-. Con esos seis sueltos, la cosa sólo puede empeorar.

Curioso, pensó Falk, cómo habían decidido ya algunos que los seis individuos que ocupaban la otra mesa formaban parte del mismo «equipo». Otra forma de culpabilidad por asociación.

– Bueno, a mí no me incluyáis entre los negativistas -dijo al fin LaFarge-. Por lo que sabemos, esos tipos nos están haciendo un favor inmenso. No olvidéis para qué estamos aquí.

Era cierto también, y Falk asintió con los demás. La posibilidad de que hubiera auténticos espías entre ellos quizá fuese la más aleccionadora de todas las perspectivas posibles. Tal vez fuese la razón de que algunos desearan tanto tomársela a broma o imaginar una investigación exageradamente celosa. Las consecuencias de una verdadera quiebra de la seguridad podrían ser atroces. Por unos minutos, sólo se oyó el repiqueteo de los cubiertos en los platos. Luego se acercó Mitch Tyndall con un plato de huevos humeante.

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