Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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En los primeros días, las serpientes le extendían, le desnudaban y le mantuvieron bien expuesto a su silbido. Daban vueltas y se balanceaban como las cobras, ensanchando sus cuellos para enseñar sus capuchones, mientras las ruedecillas de sus asientos emitían chillidos ratoniles que se hacían eco de los suyos cuando daban vueltas hacia él para atacar. Hombres ceremoniosos que hablaban árabe se sentaban a un lado (chacales, los llamó Adnan después), y traducían al árabe las palabras de las serpientes. A veces los que hacían las preguntas se levantaban de las sillas para estar muy por encima de él, y le traspasaban con el diente y el veneno. Otras veces intentaban tragárselo entero, aplastándole los huesos con sus cuerpos hasta que absorbían en sus sistemas todos sus jugos.

Adnan recordaba vagamente que había empezado a balbucear en defensa propia, a hablar disparatadamente, pero ellos se limitaron a apretar más fuerte, hasta que ya no sabía lo que decía. O tal vez no dijera nada en absoluto, con la mandíbula rígida por el veneno, cerrada. Tenía que haber sido así, porque al final llegó el día en que le dejaron en paz, arrojándole otra vez a su madriguera para unas semanas de descanso bajo las sombras de los halcones revoloteantes, que ya no iban a buscarle en la noche iluminada.

Precisamente en aquel periodo había empezado a recuperar el sentido del orden, el reloj de sus días, y entonces empezó a poner nombres y a clasificar. Y más o menos por entonces también había llegado la última criatura. Que reclamó también la presencia de Adnan en la guarida de las serpientes, aunque él era diferente. Más tranquilo. Más lento. Daba vueltas a cierta distancia, y no silbaba en la lengua de los otros ni dependía de un chacal para que interpretara sus palabras. Adnan se asustó al oírle hablar árabe, como si hubiese entrado sigilosamente en el hogar de Sana, hubiese robado las palabras a sus padres y a sus hermanas y las retorciera luego hasta hacerlas casi irreconocibles con su acento de serpiente. Formulaba las vocales yemeníes y pronunciaba las palabras de moda del bazar, pero el acento lo delataba como intruso. Claro que al menos él nunca enseñaba los colmillos. A veces incluso decidía dar vueltas con los halcones, sobre todo de noche, en las horas tranquilas en que la luz permanente era más cruda, o en la penumbra que precedía a las primeras oraciones, cuando la noción del tiempo de Adnan era más débil.

No le había dicho su nombre, lo mismo que los otros animales que habitaban el mundo exterior de la madriguera de Adnan. Así que tuvo que idear él uno, y eligió Lagarto. También un reptil, pero sin la mordedura de serpiente. Se parecía más a las grandes criaturas verdosas que había visto Adnan al otro lado de las vallas, y que seguramente eran también intrusos disfrazados que esperaban a mudar la piel para adoptar forma humana.

Adnan decidió entonces que su vida mejoraría un poco si complacía al Lagarto, y así empezó su diálogo, cauteloso y vacilante al principio, pero lo bastante inofensivo para que empezara a recibir casi con alegría sus sesiones, pues ahora le resultaba un alivio salir de la madriguera. El Lagarto no decía nunca mucho de sí mismo, pero no hacía falta. Podías saber mucho de una criatura como él si prestabas atención. Había sido soldado una vez, Adnan estaba seguro. Y había vivido en aquel lugar antes, hacía mucho tiempo. El hecho de que no vistiese uniforme significaba que ahora trabajaba para algún servicio de seguridad de los que había oído hablar casi todo el mundo, incluso en Sana: la CIA o el FBI. Todo eso despertó la curiosidad de Adnan por razones que aún no estaba dispuesto a revelar. Cuando volvió a la madriguera de uno de sus encuentros, hizo algo que no había probado nunca (que él recordara): gritó a los otros ratones de las celdas que le rodeaban.

– ¡No les he dicho nada! -gritó, porque había oído a otros gritar lo mismo.

Se oyeron aplausos, algunas palabras de ánimo en árabe.

Allahu Akbar! -dijo alguien, sin comprender nada.

Ya no se trataba de Dios. Se trataba de hacer correr la voz, de poner al corriente a los demás comunicando la noticia de este mundo nuevo que Adnan estaba empezando a comprender al fin.

Hasta el momento, suponía, había sido un eslabón roto en la cadena de comunicación que propagaba las noticias entre las celdas del Campo 3. Los últimos que habían llegado les habían comunicado que estaban en Cuba. Otros les habían dicho que todo el mundo conocía su existencia. Cada información ampliaba su nueva noción de las cosas. Corrió la voz de que algunas docenas de hombres habían vuelto a casa realmente, habían cruzado de nuevo el mar en el mismo avión que los había llevado allí. Adnan, que siempre se había mantenido al margen de las conversaciones de una celda a otra, se enmendó y se incorporó a ellas, diciéndoles a los otros más incluso de lo que le había dicho al Lagarto. Porque él tenía secretos. Y ahora sabía instintivamente que si las serpientes y el Lagarto querían descubrirlos, tal vez les fuesen útiles también a los otros ratones.

La noche anterior, el Lagarto le había sorprendido, incluso le había asustado un poco, yendo a buscarle a la peor hora. Eso le había desconcertado, haciéndole desear acelerar la conversación. Quizá fuese eso lo que había desatado uno de los recuerdos más profundos de sus tiempos en Yemen, algo que hasta entonces había permanecido irremediablemente enterrado. Era el nombre de Hussay, el hombre que había pagado los viajes de Adnan a través de los mares. Agente de viajes y mecenas al mismo tiempo, Hussay era otro extranjero con un acento pésimo.

Pero, al parecer, la revelación de Adnan no había producido ningún efecto. Parecía que el Lagarto creía que Hussay era simplemente otro yemení, e indignó a Adnan insistiendo en preguntarle su apellido, como si la gente como Hussay lo dijeran alguna vez. Y para empeorar todavía más las cosas, una de las serpientes antiguas había irrumpido entonces en la habitación. Adnan reconoció de inmediato su gesto de reptil, la chaqueta gris que se quitaba como una piel vieja siempre que empezaba el apretón, despegándose en el respaldo de la silla para quedarse en el sitio cuando la serpiente se levantaba de su asiento dispuesta a atacar.

Así que Adnan se negó a decir nada más, aunque le parecía que el Lagarto estaba tan indignado como él con la serpiente, una rareza que no perdió un minuto en comunicar a sus vecinos en cuanto volvió a la madriguera.

Adnan seguía considerando aún las implicaciones del asunto cuando se levantó de la cama aproximadamente a las diez de la noche, según sus cálculos. Era hora de dar una vuelta, un paseo por Sana, su ciudad natal. Aquellos paseos eran otro añadido reciente a su plan. Caminaba a uno y otro lado de la celda e imaginaba su regreso a casa, paso a paso. Si acortaba los pasos sólo un poco, podía reducir a cuatro zancadas cada recorrido, y dar otras cuatro para la vuelta. Solía tardar unos diez minutos en dejar atrás la celda y encontrarse en las calles y callejuelas de su ciudad, cuya arquitectura extraña y atemporal daba a los edificios el aspecto de una tarta helada rellena de piedras claras y pintura blanca, con adornos en todas las puertas y ventanas. Adónde ir hoy, pues, a última hora de la tarde, con la luz del sol deslizándose al otro lado de las montañas, un caramelo refrescante que suavizaba todas las esquinas y los tejados. Cruzó los adoquines, y luego los caminos embarrados, abriéndose paso hacia poniente por las salas de qat , donde todos masticaban las hojas intoxicantes y escupían jugo marrón en el suelo. Los hombres se acuclillaban en las tarimas alzadas delante de cada tienda del camino. Adnan siguió adelante, subiendo ahora, primero colina arriba y luego unos escalones, hasta una tercera terraza, donde la vista de la ciudad, Sana, se extendía a sus pies, y los sonidos del mercado resonaban sobre los tejados. También le llegaba el olor a cardamomo y el aire puro de la montaña. Sentía los pies fríos sobre el yeso. Luego bajó al bazar, pasando por la carnicería de Ahmed, donde las cabezas cortadas de cinco cabritos sangraban en una tina de plástico junto a la puerta. Ahmed cantaba mientras despellejaba y troceaba a los animales, espantando las moscas con cada sacudida del cuchillo largo y brillante. Adnan oyó entonces una voz que gritaba a lo lejos. Se paró en seco y se vio frente a la pared de su celda.

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