Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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– Ejército de Tierra -corrigió Pam-. Aerotransportado 82. Bragg y algunos destinos en el extranjero. Lo dejó en 1999. Es un buen tipo.

– Muchos buenos tipos nos han fastidiado antes -comentó Phil LaFarge, miembro del equipo tigre de Falk y psicólogo del Servicio de Inteligencia del ejército.

– O sea que se da por sentado que es culpable, ¿no? -dijo Whitaker-. Recordad que ésta es una operación del Pentágono.

– Bueno, yo sé que Tyndall nunca ha confiado en él.

– A Tyndall no le gustaba. Nunca le oí decir nada sobre confianza.

– Tal vez porque no se fía de ti, por ser de la Oficina.

– Entonces supongo que seré el siguiente.

Risa nerviosa. Humor negro. Era fácil predecir cómo transcurriría el día. A la hora del almuerzo, habría chistes recién acuñados y una nueva serie de conjeturas. A la hora de la cena, ya habrían enviado los chistes por correo electrónico a colegas de Washington y de varias bases militares en Estados Unidos. En algunos círculos considerarían a Boustani la mayor amenaza para la seguridad nacional desde Osama bin Laden. En otros, sería un chivo expiatorio, el nuevo Dreyfus.

– Supongo que esto te quita de la primera plana -le dijo Whitaker a Falk, refiriéndose al revuelo del día anterior por Ludwig.

– Como si todo esto apareciese alguna vez en The Wire .

– Pensad en la OPSEC, amigos -gorjeó Whitaker-. ¡Vaya! Hablando del rey de Roma…

Allí estaban los tres miembros del equipo, que entraron en el comedor, recién llegados de la cacería. Tan extraños como siempre, desde luego no tenían pinta de cazaespías. El uniforme de Cartwright parecía haber sido almidonado y planchado durante la noche. Fowler vestía un polo dorado y pantalones caqui de sport, y parecía un agente inmobiliario. Bokamper se rezagó unos pasos, a propósito en opinión de Falk. Calzaba mocasines sin calcetines, y asintió mirando a Falk desde el otro extremo de la estancia, mientras se dirigía a una mesa en un rincón lejano. Desayuno de negocios.

– Tramando el siguiente movimiento -dijo LaFarge-. Con un poco de suerte, podrás tomar el de las diez diez a Jacksonville, Whitaker.

– Contrataré a un abogado especialista en demandas por daños e invocaré la Quinta.

Falk captó la mirada de Pam. Tenía la misma expresión que los demás, una parte de preocupación y dos partes de entusiasmo. Igual que la agitación de cualquier oficina o gran organización. Incluso cuando la noticia era mala, provocaba una descarga de adrenalina, una ráfaga de energía que se consumía en cotillear, escribir a mano y en una frenética fascinación. La productividad se iría por el desagüe el resto de la semana, que seguramente era lo que más temía Trabert de este destacamento. Falk se preguntó si los prisioneros advertirían la diferencia en el sutil cambio de presión del aire. La idea le recordó a Adnan. Tenía que encontrar tiempo como fuese para una sesión complementaria con él, aunque otros asuntos figurasen primero en su apretada agenda. Ya se había atrasado en el caso de Ludwig. Y estaba también el acuciante asunto de «Harry», a quien tendría que visitar.

Notó que Pam seguía mirándole y alzó la vista. Después de salir del Tiki Bar la noche anterior, había parado en casa de ella para recogerla y habían pasado una agradable velada tardía. Fueron en coche a casa de él, donde competían los ronquidos de Whitaker y el zumbido del aparato de aire acondicionado reparado, que mantenía la casa tan fresca como un hospital. Tomaron otra copa en el sofá y luego pasaron una hora agradable en la cama. Falk descubrió que echaba de menos la agilidad habitual de sus cuerpos, aunque jugar en el frío le recordó el aparcamiento de Maine una noche de otoño: el ulular de los búhos en los árboles mientras vigilabas por si aparecía el único poli nocturno de Deer Isle.

Falk había acompañado luego a Pam a casa. Era algo que formaba parte de la farsa en Gitmo. Todos de vuelta en su cama al amanecer. Recorrieron las calles estrechas y sinuosas, pasados los cactus, bajo un inmenso cielo estrellado; los faros les ofrecían destellos de barrios residenciales estadounidenses trasplantados.

Cuando pararon junto a la casa de ella en Windward Loop, en la que no se veían luces (las compañeras debían estar durmiendo), Pam se apoyó en la puerta y se estiró como un felino. Todavía olía como en la cama, y Falk sabía que cuando regresara a su habitación, todo el lugar estaría impregnado de su perfume. La brisa nocturna entraba por las ventanillas abiertas con el aroma a hierba seca de la tierra calcinada.

– ¿Así que es verdad lo que dicen? -preguntó Pam con una sonrisa traviesa-. ¿Que las amas y las dejas? ¿Una chica en cada puerto?

Falk sabía muy bien de dónde había sacado la idea; pero, teniendo en cuenta su historial, supuso que la pregunta era razonable.

– Así ha sido a veces. Hace unas semanas, habría dicho que sería igual ahora. Pero últimamente no es lo mismo. Me cuesta mucho creer que nos diremos adiós sin más en cuanto termine nuestro destino aquí.

– A mí me pasa lo mismo. Sería bastante doloroso. El tipo de dolor que procuro evitar si es posible.

Él supuso que era el momento de retirarse gentilmente si no estaba seguro de un futuro juntos. Sonrió, aunque no dijo nada.

– ¿Te incomoda hablar de esto? -preguntó ella-. Podemos hacerlo en otro momento.

– No. Sólo es falta de práctica. Han transcurrido años.

– Me parece bien la falta de práctica. Me preocupaba más que hubieras tenido demasiada, que esto fuera parte de la rutina.

Falk negó.

– Es curioso que tengamos esta conversación, si lo piensas, considerando lo que hacemos aquí. Nos ganamos la vida haciendo preguntas. Quiero decir que no es como si no supiéramos llegar al fondo. Pero estamos aquí sentados, esperando que el otro dé el primer paso.

– Tal vez yo sólo esté observando tus claves no verbales.

Falk esbozó una sonrisa forzada. Suponía que ambos se preguntaban el escrutinio que podían soportar en aquella etapa del juego. Siempre que un interrogatorio llegaba a un punto delicado, la norma primordial era la confianza. Se preguntó si estarían dispuestos a comprobar esa confianza revelando todos sus sentimientos, y recordó de pronto el antiguo consejo de Quantico, la parte acerca de «vencer la resistencia mediante la compasión». Pero ¿admitiría uno de los dos que ofrecía resistencia precisamente entonces?

– Bueno, considerando que somos una pareja de profesionales -le dijo Pam-, ¿puedo hacer otra pregunta indiscreta?

Falk asintió.

– ¿Existe alguien de quien debiera saber? ¿Alguien en Washington, o, bueno, en cualquier otro sitio?

Falk supuso que era su modo de preguntar por la carta perfumada. Tal vez fuese lo que había provocado la conversación.

– Nadie importante -dijo él, devolviéndole la mirada-. ¿Y en tu caso?

– Lo mismo.

– Bien, ¿qué más te contó Bo de mí mientras fui a buscar las bebidas?

– Que estuviste prometido una vez.

Él se ruborizó, y se alegró de estar a oscuras.

– Un error de juventud.

– ¿Que no se repetirá nunca?

– No puede repetirse. Ya no soy joven. Cualquier error futuro será el error plenamente consciente de un profesional maduro.

– Puedo soportarlo.

– Sin duda comprenderás que ahora tendré que pedir a Bo un informe detallado sobre el final de vuestra conversación.

– Por supuesto.

– Bien, porque será a quien vea primero esta mañana.

Pam frunció el entrecejo.

– Ten cuidado con él.

– ¿Con Bo? ¡Diablos! Nos conocemos hace años. Es como un…

– ¿Hermano mayor?

– Sí.

– Él también me lo dijo.

– Pues ya lo ves. -Aunque ahora se sentía un poco traicionado por su amigo, y, al parecer, Pam lo advirtió.

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