– ¿Una figura paterna?
– No, pero eso era lo que me decía continuamente el sargento, sólo porque todos interpretaban mal al pobre desgraciado. Falk era tan puñetero que estaban seguros de que nunca lo conseguiría. Cualquier tipo de actitud paternal le irritaba. Lo que necesitaba era un hermano mayor, alguien que le enseñara a tratar con las autoridades mediante el ejemplo, no con más autoridad.
– Parece alguien que se había hartado de sus padres.
– ¿Te ha hablado alguna vez de ellos?
– Una pareja de borrachos, por lo que he deducido. Murieron cuando él era adolescente. Bastante grave cuando tu padre te pone un nombre por puro resentimiento.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Nunca te ha contado cómo le pusieron el nombre? -Pam se ruborizó con la alegría de una victoria menor.
– Claro. Le pusieron el nombre por Paul Revere. Su padre era hincha de los Red Sox, empeñado en cualquier conexión con Boston, y su madre ya había rechazado «Yaz».
– Eso es parte de la historia. Pero también tenía cierta conexión con Maine. Parece ser que durante la guerra de independencia, Paul Revere dirigió su desastrosa expedición naval Penobscot arriba. Perdió una flotilla de barcos y huyó por el bosque como un cobarde. Así es como le conocían en Deer Isle, al menos los mayores. Valiente bromita para gastársela a tu hijo, ¿eh? Claro que a Falk eso se lo contó su madre, así que vete a saber.
– Curioso. ¿Te contó él todo eso?
Ella asintió.
– Entonces supongo que también te habrá contado lo de su compromiso. -Pam se quedó boquiabierta-. Creía que sí. No te preocupes. Fue hace siglos. Acababa de terminar la universidad. Hubiera sido un gran error, y supongo que al final se dio cuenta. Desde entonces, sólo intima realmente con las mujeres cuando sabe que no se quedará mucho tiempo. Como en Yemen durante la investigación del Cole . O en Sudán, después de los atentados de las embajadas.
– O en Gitmo. No es que fueras a decirlo. Qué amable en avisarme.
– No quiero decir que vaya a ocurrirte a ti, por supuesto. Pero ¿sabes cuáles son los tres factores decisivos de las relaciones? Emplazamiento, emplazamiento y emplazamiento. Igual que los inmuebles.
– Así que ahora soy una propiedad costera, ¿eh? -esbozó una sonrisa tallada en hielo-. ¿Una ventaja del destino actual?
– ¿No has sido tú quien me ha explicado el sistema de puntos de Gitmo? Otra variación del mismo tema, eso es todo. Yo sólo digo que no debes descartar ninguna posibilidad, porque él nunca lo hace.
– ¡Valiente amigo estás tú hecho! Creía que los marines os ateníais al Semper Fi .
– Pues claro. Haría cualquier cosa por Falk. Si estuviera ahora mismo allí robando al camarero y viera a un policía militar alzar el arma para dispararle, me lanzaría sobre él. Sin vacilación.
– Eso es lealtad, ¿eh?
– Para siempre jamás.
– Tal vez sea porque nunca habéis estado en bandos opuestos cuando algo importaba de verdad.
Antes de que Bo pudiese contestar, volvió a la mesa Falk, seguido de cerca por Whitaker, que parecía haberse recuperado.
– Estaba diciéndole a Falk que regreso al rancho enseguida, si alguien quiere que le lleve -dijo Whitaker.
– ¿Tienes coche? -preguntó Bokamper.
– Con Falk. Dile a Fowler que si se porta bien se lo dejaré para que dé una vuelta.
– Si te acuerdas -dijo Falk-, pon el ventilador de mi ventana cuando llegues.
– Con un poco de suerte no tendré que hacerlo. El técnico pasó esta tarde, dos días antes de lo previsto. Te recuerda de la infantería de Marina. Me dijo que te saludara.
A Falk le dio un vuelco el corazón.
– ¿Entendiste su nombre?
– Harry. Lo cual tiene gracia, porque juraría que es cubano, uno de los viejos trabajadores que iban y venían a diario. De todos modos, me dijo que fueras a verle alguna vez.
Falk supuso que tendría que hacerlo. Ahora parecía evidente que el mensaje de Elena era más urgente de lo que había pensado. Pero con un soldado muerto, arrestos en perspectiva y un equipo de fisgones de Washington sueltos, el momento no podía ser más inoportuno. Gitmo seguía encogiéndose a cada minuto.
Lo que menos le apetecía a Falk después de aquella conversación era mirar a Bo a los ojos, así que se volvió hacia Pam y detectó cierta cólera latente. Se preguntó qué le habría contado Bo en su ausencia.
– Creo que os dejaré hablar de vuestras cosas -dijo ella, con una sonrisa forzada-. Encantada de conocerte, Bo.
Su tono era indiferente, pero Bo le devolvió la sonrisa.
Whitaker, ajeno a todo, volvió al tema de Fowler y Cartwright en cuanto se marchó Pam. Pero también él se despidió a los pocos minutos.
Falk se sentía inclinado a hacer lo mismo.
– ¿Quieres que te lleve en coche? -le preguntó a Bo.
– Mejor no. Parece que el autobús sigue esperando. Seguro que Fowler quiere verme regresar así.
– ¿Desde cuándo te importan las apariencias? Esta misión tiene que ser verdaderamente importante.
– Ojalá supiera cuál es la misión. -Se inclinó sobre la mesa y añadió en voz baja-: Tenemos que volver a hablar. Pronto. En algún sitio donde tengamos intimidad. Voz y demás.
– Bueno, a ver. ¿Qué te parece mañana después del desayuno, un paseo por la playa?
– Perfecto.
– Te enseñaré dónde apareció Ludwig.
– Todavía mejor.
– Es un asunto grave, ¿verdad?
– Mañana, Falk. Mañana después del desayuno.
Adnan Al-Hamdi había aprendido a pensar en sí mismo como si fuese un ratón en una madriguera, que sobrevivía en un desierto lleno de tigres y serpientes. Era un paisaje abrasado, donde el sol blanco no se ponía nunca.
Los halcones eran una presencia permanente, sus sombras revoloteaban sobre la cabeza de Adnan a intervalos perfectamente cronometrados, como si giraran al ritmo de un tambor. El toque eran sus pisadas, el paso de las botas de los guardias que se acercaba incesante y se perdía luego en los corredores del Campo 3. Una vez por minuto. Dos veces por minuto. A todas las horas todos los días.
A veces los observaba desde su litera, el ratón enterrado debajo de las sábanas con el hocico al aire, moviéndose sólo lo suficiente para verles pasar: garras, pico y plumaje envueltos en camuflaje militar, el arma lista; una vista amenazadora, pero inofensiva siempre que no gritara ni se moviera como solía hacer al principio. La atenta observación había revelado una debilidad en su porte. En el lugar de sus uniformes donde se suponía que tenían que aparecer sus nombres, llevaban tiras de cinta adhesiva. Al parecer, ellos también temían este lugar.
Adnan no sabía a ciencia cierta cuánto tiempo llevaba allí, sobre todo porque los primeros días (¿meses, tal vez? ¿años incluso?) eran ahora un borrón, y sólo recordaba algunos.
Le habían capturado en el campo de batalla cuando llevaba pocos meses en Afganistán, tras haber dejado su patria con un sentido de fervor y espíritu aventurero. Para unirse a la yihad. La obra de Dios llamaba allende los mares y desiertos. Aterrizó en Pakistán, donde los santos varones de las montañas le llevaron al norte desde Karachi, y luego al oeste, al otro lado de los desfiladeros yermos. No había suficientes fusiles para todos, y la nieve y el terreno de las elevaciones más altas le habían sobresaltado y entumecido. Durante semanas hicieron poco más que esperar o marchar; y entonces, aparecieron los bombarderos. En una semana murieron la mitad de los hombres. Explosiones enormes por doquier, y luego un viaje caótico hacia el sur. Les pilló una banda de tayikos. Los amontonaron en un camión pintoresco y luego los metieron a todos en un calabozo hediondo en medio de un naranjal, donde permanecieron semanas, hasta que le sacaron a la luz del sol delante de dos hombres con pantalones planchados y gafas de sol. Hablaban por aparatos emisores receptores y bebían agua clara de botellas de plástico. Uno hablaba algo de árabe, pero no muy bien.
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