– Pero también un trabajador fascinante -dijo Bokamper-. Dale tiempo, Whit. Te convencerá.
A Whitaker no le gustaba que le llamaran Whit, pero esta vez no le importó, al parecer.
– ¿Lo conocéis muy bien?
Bokamper se encogió de hombros.
– Al estilo de Washington. Trabajaba al fondo del pasillo en la Secretaría antes de dar el salto a Seguridad Nacional. De los de la nueva generación, que salvan al mundo conquista a conquista. Estuve en su casa una vez. A una cena, seguramente idea de su mujer. Conversación incesante sobre el trabajo. El hombre más culto del mundo, a juzgar por los libros. Prácticamente los había catalogado por el sistema decimal Dewey.
– A lo mejor se los había hecho enviar por un asesor. Uno de esos clubs con encuadernación de cuero y las páginas en blanco. El Palacio de los Libros sin Leer.
Bo sonrió, negando con la cabeza.
– No es su estilo. Es más probable que se los aprendiera todos de memoria, de la primera a la última página. Lo que no debes hacer es subestimarlo. Además, es bastante fácil ver por qué está desquiciado. Quiero decir, mira este sitio. Es asombroso. Yihadistas en el interior, Fidel en el perímetro. La mitad de los jóvenes robustos del Medio Oeste en su cuartel a orillas del mar, sentándose a comer en uniforme de camuflaje y diciendo «Obligados por honor» cada vez que saludan. Al menos eso es lo que leí en el Washington Post . Para cualquiera con un poco de patriotismo es un paraíso de paranoicos. Y no es que no estén todos dispuestos a entendernos.
Sólo Bokamper podía mezclar reverencia y subversión tan ingeniosamente y luego rematarlo con una palmada verbal en la espalda. Al parecer, Cartwright lo consideró bastante laudatorio y se unió a las risillas. El único que no se reía era Whitaker, que seguía dolido por el desaire de Fowler.
– Entiendo que las cosas sean muy distintas con el general Trabert -dijo Cartwright, en un tono que parecía deseoso de confirmación-. El volumen de información ha aumentado, de todos modos. Tengo entendido que ahora se hacen más de cien interrogatorios a la semana. Bastante impresionante.
– Se trata de forzar los límites -dijo Whitaker-. El lema del mes. Yo soy un tipo de la Oficina. ¿Y qué sé?
– No todos están de acuerdo con la técnica -explicó Falk-. Sobre todo los que nos hemos formado para ser un poco más sutiles. Y no hablo de leerles sus derechos. Me refiero a los desafueros que en Estados Unidos desestimarían sin contemplaciones la confesión.
Cartwright dio un capirotazo a otra mosca que le estaba picando la rodilla.
– Bueno, no es que no exista algún precedente bastante noble de forzar las normas. Lincoln suspendió el habeas corpus , cerró los periódicos secesionistas y arrestó al alcalde y al jefe de policía de Baltimore para restaurar el orden. Incluso encarceló al nieto de Francis Scott Key en Fort McHenry. Y parece que todo salió bien. Estamos en guerra, aunque muchos se nieguen a aceptarlo. Y supongo que todavía hay más motivos de paranoia ahora que los cubanos están robando a nuestros soldados. Al menos eso es lo que me han dicho en el viaje.
– Sí, ¿qué pasa con eso, Falk? -preguntó Whitaker-. Todos dicen que las corrientes tenían que haberlo arrastrado a nuestro lado.
Falk frunció el entrecejo.
– En realidad, eso depende de donde entrara. O tal vez todos estén mirando las cartas de navegación equivocadas. ¡Demonios, no lo sé! A lo mejor le llevó a dar una vuelta un delfín. Preguntádselo al general Trabert. Creo que me lleva la delantera en esto. -Se volvió hacia Cartwright-. Eso sin contaros a vosotros, por supuesto. Me han dicho que tendréis algunas noticias para nosotros por la mañana.
– Bueno, yo estoy donde todos los demás, en realidad, todavía intento encajar las piezas. -Dio una palmada a otra mosca y se quedó mirándose las rodillas nudosas. Se notaba que no estaba acostumbrado a mentir-. Cumpliremos nuestras pequeñas misiones y luego nos quitaremos de en medio del camino de todos los demás. Lo cual me recuerda que yo también tengo algo que hacer antes de acostarme. Más vale que me ponga en marcha si quiero servir para algo por la mañana.
Así que también él se marchó. El taciturno Whitaker se retiró a la barra, donde se entretuvo al lado de un grupo de juerguistas que en realidad incluía a dos mujeres, para variar, aunque ninguna era la que buscaba Falk. Bokamper los vio retirarse con evidente regocijo.
– Buen trabajo, Falk. Tú y tu compañero de alojamiento habéis despejado la mesa. Pero ahora que he conseguido una audiencia privada, dime. ¿Qué diablos pasa con este asunto de Ludwig?
– ¿Te refieres a que yo intente resolver un ahogamiento, o a la tormenta de mierda que está provocando?
– Ya me conoces. Lo segundo.
– Los cubanos no están contentos, eso es indudable. Ambas partes han colocado patrullas a lo largo de la alambrada. Supongo que ellos presentarán algún tipo de protesta oficial. No tengo ni idea de las razones que alegarán. La invasión de un hombre muerto no me parece una amenaza grave a la soberanía. Por otro lado, yo estoy cerca del fondo de la cadena alimentaria de Gitmo para saber algo más. Creía que tú tendrías algunas respuestas, viniendo de Washington.
– Estoy en el mismo barco que tú, al menos en esta delegación.
– ¿Entonces cuál es tu función en la «tribu de los Brady»? ¿O es que sólo has venido de carabina, para vigilar a Greg y a Marcia?
– Ojalá tuviéramos una Marcia. Digamos sólo que una parte interesada quería colocar un contrapeso.
– ¿Un contrapeso a qué? ¿O a quién?
– Ya lo verás. Si prestas atención.
– ¿Quién es la parte interesada?
– No es un tema abierto a la discusión.
– Vamos, Bo. Ya eres demasiado mayor para empezar a ser pelota.
Siguió una pausa, que se prolongó unos segundos más de lo necesario. Por sus muchos años de amistad, Falk sabía que era probable que siguiera a la misma algo importante.
– Lo siento, pero no puedo decir nada más. Órdenes del doctor.
Era cuanto necesitaba Falk. Desde hacía mucho tiempo, el benefactor de Bo en el Departamento de Estado era Saul Endler, un jefe de la alta política que había acumulado tantos doctorados que Bo le llamaba simplemente el doctor. Una parte Kissinger y dos partes alquimista, Endler parecía inmiscuirse sólo cuando se requería prestidigitación política y las apuestas estaban al máximo. E incluso entonces, su nombre no aparecía en la prensa, excepto en aquellas revistas poco conocidas que publicaban informes internos meses después de los acontecimientos, en larguísimas notas al pie que sólo leían los expertos.
– Entendido -dijo Falk.
– Sabía que lo harías.
– Así que en realidad no has venido por el secretario.
– Bueno, cumplo sus órdenes. Al menos oficialmente.
– Pero ¿también es algún tipo de tapadera?
– ¿Oficialmente? En absoluto.
– ¿Entonces por qué me lo dices?
– ¿Extraoficialmente? Porque necesito tu ayuda. -Se inclinó, acercándose más, y bajó la voz-. En una serie de cosas. Tal vez incluso en el asunto Ludwig, según a donde lleve. En cuanto al resto, ambos tendremos una idea más clara cuando se cierre el asunto mañana.
– ¿Arrestos? Es lo que se rumorea.
– Tú no pierdas de vista a Cartwright.
– ¿Y qué harás tú? ¿Vigilar a Fowler?
Bokamper negó, no como respuesta, sino como evidente negativa a decirle algo más.
– Piensa en OPSEC, Falk.
– Muy bien. Aprendes deprisa.
Pero la atención de Bokamper había pasado bruscamente a otro lado. Frunció la frente, con una expresión valorativa que Falk había visto suficientes veces para darse cuenta de que se acercaba una mujer. Falk estaba a punto de volverse para hacer su propia valoración cuando notó que le rozaban el hombro y oyó una voz conocida:
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