– ¿A partir de qué hora?
– Bien -dijo Zorrita-, empecemos por el momento en que salió de los estudios de Canal Sur y llegó al apartamento de su amante. De lo que pasó antes tenemos total constancia.
– ¿Mi amante?
– Es la palabra que Marisa Moreno ha utilizado para describir su relación -dijo Zorrita, mirando sus notas-. Se mostró tajante en que no quería que la llamaran su querida.
Esa admisión por parte de Marisa casi le hizo ponerse sentimental. Qué ridículo que una investigación policial le hubiera hecho decir eso. No había pensado en ella desde su detención, y de repente la echaba de menos.
– ¿Es esa una descripción exacta? -preguntó Zorrita-. ¿Desde su punto de vista?
– Sí, yo diría que éramos amantes. Hacía unos nueve meses que nos conocíamos.
– Eso explicaría por qué ella ha hecho todo lo posible para protegerle.
– ¿Protegerme?
– Intentó hacernos creer que salió del apartamento más tarde de lo que lo hizo, de modo que no habría tenido tiempo de asesinar a su mujer…
– Yo no maté a mi mujer -dijo Calderón, con toda la severidad de su voz de juez.
– …pero se le «olvidó» que llamó a un taxi por teléfono, y tuvimos acceso al registro de llamadas, así como al libro de servicios, y también hablamos con el taxista, claro. De modo que los intentos de Marisa Moreno por ayudarle han sido, me temo, fútiles.
El interrogatorio no seguía el modelo que Calderón había esbozado en su mentalidad de abogado mientras estaba echado en el camastro. En su época de juez había presenciado muy pocos interrogatorios policiales, de modo que no tenía mucha idea de cómo funcionaban. Por esa razón, tan sólo minutos después de que Zorrita comenzara a interrogarlo, ya no sabía por dónde tirar. Le animaba la idea de que Marisa le hubiera llamado su amante, pero le desanimaba pensar que ella considerara que él necesitaba su ayuda, lo cual tenía feas implicaciones. El efecto de esos dos estados de ánimo opuestos iba a socavar su equilibrio. Sus pensamientos no se alineaban con su orden habitual, sino que parecían dar vueltas como un tropel de niños corriendo por el patio de una escuela.
– Así pues, señor Calderón, dígame, por favor, a qué hora llegó al apartamento de su amante.
– Debían de ser las 12:45.
– ¿Y qué hicieron?
– Salimos al balcón e hicimos el amor.
– ¿Hicieron el amor? -dijo Zorrita, con cara de palo-. ¿Por casualidad practicaron el sexo anal?
– Seguro que no.
– Parece muy seguro -dijo Zorrita-. Sólo le hago una pregunta tan personal porque la autopsia ha revelado que su mujer parecía acostumbrada a ser penetrada de ese modo.
A Calderón el pánico le constriñó el pecho. Tras un breve intercambio de frases había perdido el control de la entrevista. Su arrogancia le había costado cara. Su suposición de que podría ganarle por goleada a Zorrita en cualquier enfrentamiento mental o de palabra había resultado infundada. Zorrita estaba acostumbrado a las artimañas de los delincuentes, y había acudido al interrogatorio con una estrategia clara, en la que la mente analítica de Calderón parecía no servir de nada.
– Hicimos el amor -dijo Calderón, incapaz de añadir nada más sin hacer que pareciera una especie de transacción biológica.
– ¿Diría usted que las dos relaciones que mantenía funcionaban por lo general de la siguiente manera? -preguntó Zorrita-. ¿Que trataba a su amante con respeto y admiración, mientras que maltrataba a su mujer como si fuera una puta barata?
El primer sentimiento que asomó en la garganta de Calderón fue de indignación, pero estaba aprendiendo. Comprendió que Zorrita utilizaba dos armas: la puñalada emocional, seguida de la porra de la lógica.
– Yo no trataba a mi mujer como si fuera una puta barata.
– Muy bien, de acuerdo, pero ni siquiera las putas baratas permiten que las aporreen y las sodomicen gratis.
Silencio. Calderón se agarró con tanta fuerza al borde de la mesa que las uñas se le pusieron blancas de la presión. Zorrita se mostraba indiferente.
– Al menos no ha cometido la temeridad de negar que trataba a su mujer de manera tan vergonzosa -dijo Zorrita-. Imagino que su amante no conocía los dos lados de su personalidad.
– ¿Quién cono se cree que es para suponer que tiene la menor idea de cuál era mi relación con mi mujer, o con mi amante? -dijo Calderón. La rabia le había dejado los labios sin sangre-. Un inspector jefe de los cojones, venido de Madrid…
– Ahora entiendo por qué tenía aterrorizada a su mujer, señor Calderón -dijo Zorrita-. Bajo esa brillante mente de abogado, hay un carácter muy colérico.
– Y una mierda colérico -dijo Calderón, dando un puñetazo tan fuerte en la mesa que se le despeinó un mechón de pelo-. Me está acosando.
– Si le acoso, lo hago sin gritarle ni insultarle. Sólo le hago preguntas basadas en hechos probados. La autopsia ha revelado que usted sodomizaba a su mujer y que la golpeaba con tal fuerza que algunos de sus órganos internos estaban dañados. También hay un historial de humillación, en el que se incluye mantener una aventura con una mujer el mismo día que anunció su compromiso.
– ¿Con quién ha hablado? -preguntó Calderón, incapaz de controlar su furia.
– Como sabe, sólo he tenido el día de hoy para trabajar en este caso, pero he podido charlar con su amante, en lo que ha sido una conversación muy interesante, y con algunos colegas suyos y otros colegas de su mujer. También he hablado con algunos de los secretarios del Edificio del los Juzgados y del Palacio de Justicia, y con los guardias de seguridad, claro, que lo ven todo. De las más de veinte personas con las que he hablado, ninguna se ha mostrado dispuesta a defender su comportamiento. La descripción más fría que me han hecho de sus actividades ha sido que era «un mujeriego incorregible».
– ¿Qué ha sido tan interesante de su conversación con Marisa? -preguntó Calderón, incapaz de resistirse al cebo de ese comentario.
– Me ha comentado una conversación que mantuvieron sobre el matrimonio -preguntó Zorrita-. ¿La recuerda?
Calderón parpadeó mientras se le agolpaban los recuerdos. Habían pasado demasiadas cosas en muy poco tiempo.
– La razón por la que se casó con Inés… Maddy Krugman. ¿Hasta qué punto Inés representó la estabilidad tras esa… catastrófica aventura?
– ¿Qué pretende, inspector jefe?
– Refrescarle la memoria, señor Calderón. Usted estaba allí, yo no. Yo sólo he hablado con Marisa. Usted mencionó «la institución burguesa del matrimonio», y que a ella, a Marisa, no le interesaba. Usted estaba de acuerdo con ella, ¿verdad?
– ¿A qué se refiere?
– A que no era feliz en su matrimonio, pero no quería divorciarse. ¿Por qué? -preguntó Zorrita.
Calderón no se lo podía creer. Había vuelto a caer en la trampa para elefantes. Esta vez logró mantener la calma.
– Creo que cuando se contrae un compromiso ante Dios, en la iglesia, hay que mantenerlo -dijo.
– Pero no fue eso lo que le dijo a su amante, ¿verdad?
– ¿Qué le dije?
– Le dijo: «No es tan fácil». ¿Qué quería decir con eso, señor Calderón? Imagino que no tenía miedo de que lo excomulgaran. Lo que le preocupaba no era romper sus votos. ¿Qué era, entonces?
Ni siquiera el poderoso cerebro de Calderón fue capaz de computar en menos de un minuto las numerosas respuestas posibles a esa pregunta. Zorrita se reclinó en su silla y contempló cómo el juez le daba vueltas a todo menos al meollo del asunto.
– No es una pregunta tan difícil -dijo Zorrita, tras un largo minuto de silencio-. Todo el mundo sabe cuáles son las repercusiones de un divorcio. Si uno quiere desvincularse de un compromiso legal, tiene que perder algo. ¿Qué le daba miedo perder, señor Calderón?
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