– Yo antes compraba la mercancía a los italianos -dijo el Pulmón-. Con esos tíos, al menos sabía dónde estaba. Hablaban mi mismo idioma. Pero en marzo apareció el ruso fornido y empezó a darme una mercancía diferente, muy pura. Miguel, el cubano, venía con él para traducir.
– ¿Y por qué fueron ayer a verle? -preguntó Falcón.
– Había una entrega prevista.
– ¿Y el arma? ¿Su Beretta? -preguntó Ramírez.
– Yo seguía vendiendo mercancía italiana. No quería dejar de comprar a mis antiguos proveedores porque no sabía cuánto tiempo iba a durar la cosa rusa. Los rusos querían que vendiera su género en exclusiva. Hace unas semanas, el tipo grandón me colgó por la ventana para advertirme que pondría a otro camello si no dejaba de vender mierda italiana. Así que me preparé.
– ¿Pero no le dijo a su novia que se largase, verdad? -preguntó Ramírez.
– No pensé que vinieran a matarme -respondió el Pulmón-. Sólo era una entrega, pero estaba nervioso y decidí tomar precauciones. Y joder, ojalá le hubiera dicho a Julia que se fuera.
– ¿Y qué pasó?
– Uno de mis clientes me delató -dijo el Pulmón-. Les dijo a los rusos que seguía vendiendo producto italiano.
– ¡Aja! -dijo Ramírez-. Ahora tenemos el dato que nos faltaba. ¿El soplón fue Puerta?
– ¿Cómo lo sabe?
– Lo pescamos por un asunto relacionado -dijo Falcón-. Describió a los rusos. Vio todo lo que pasó desde fuera de su edificio.
– Ese capullo. Sigue loco por Julia. Y luego se enganchó mucho más. Necesitaba más dosis y se le agotó el dinero.
– Y apareció el ruso y le untó un poco -dijo Ramírez-. Puerta ha muerto. Se suicidó esta mañana. ¿Contento?
– Joder -dijo el Pulmón, agachando la cabeza.
– Tenemos que encontrar a Nikita Sokolov -dijo Falcón-. ¿Cómo entró en contacto con él?
– Llamé a Miguel, el cubano. Era mi único contacto.
– ¿Sabe cómo encontrar al oso ruso? -dijo Ramírez.
El Pulmón negó con la cabeza.
– Querido -dijo Ramírez-. Lo vamos a cubrir de miel y atarlo ahí fuera al sol a esperar a que aparezca Nikita.
La mirada del Pulmón osciló entre Ramírez y Falcón para ver si éste podía ser más cordial.
– Cuando llevemos a Sokolov a los tribunales -dijo Falcón, más razonablemente-, usted va a identificarlo.
– Está de coña.
– O eso o el tratamiento de miel -dijo Ramírez.
– Y supongo que le gustaría atrapar al tío que mató a Julia, ¿no? -preguntó Falcón.
El Pulmón bajó los hombros. Miró fijamente el suelo del coche y asintió.
* * *
Las cinco menos cuarto y Falcón iba camino de la plaza mayor de Osuna. Una ciudad extraña y poco pretenciosa, vista desde el exterior, pero las casas bajas, encaladas, de rojos tejados, daban paso a mansiones opulentas del siglo XVI, de los tiempos en que la riqueza del Nuevo Mundo entraba a espuertas en lo más profundo de Andalucía.
La Plaza Mayor tenía unas palmeras colosales que daban sombra a unos pocos bares, el casino de los años veinte y la plaza vacía. Yacub llegó pronto y Falcón lo vio sentado solo al sol en una mesa de la terraza. Tenía delante un café solo y un vaso de agua. Fumaba y parecía curiosamente impasible, en comparación con sus dos últimos encuentros.
Una vez terminados los cumplidos de rigor, Falcón se sentó delante de la mesita redonda de metal y pidió una ración de calamares y una cerveza, y después un café.
– Pareces más relajado -dijo Falcón.
– He pasado otra prueba de lealtad -dijo Yacub-. El GICM dice que Abdulá todavía no está preparado. Lo ponen a prueba en los entrenamientos y el comandante de su sección dice que necesita endurecerse mentalmente. No quieren perder a alguien de su inteligencia y potencial por falta de preparación. No piensan encargarle misiones durante al menos seis meses.
– Entonces tu estrategia ha funcionado.
– Es como hay que hacer con los radicales. Si no muestras el mismo fervor que ellos, te conviertes en sospechoso.
– ¿Te implicarán en la misión cuando esté preparado?
– No sé. Me han dicho que participaré, ¿pero quién sabe, con esta gente? -dijo Yacub-. En cualquier caso… eso no resuelve mi problema. He perdido a un hijo a manos del islam radical, sólo estoy en una posición ligeramente mejor para impedir que lo maten.
– Ahora tenemos tiempo -dijo Falcón.
– ¿Y de qué nos va a servir el tiempo? ¿Crees que voy a lograr que cambie de opinión? Y, aunque fuera posible, ¿qué? ¿Esconderlo el resto de su vida? ¿Esconderme yo? -dijo Yacub-. No, Javier, no estás pensando bien. Lo que he aceptado en la última semana es que éste es un compromiso de por vida. Por eso sufrí tanto. He estado pensando a corto plazo. No podía ver más allá del horror de que Abdulá fuese arrastrado a esta organización. Como tengo la mentalidad de un diletante, me engañaba pensando que había salida. Ahora sé que no la hay, y he empezado a pensar mucho más a largo plazo. No años, sino décadas. Mi mentalidad occidental siempre me ha inducido a creer que había un «arreglo rápido», como lo llaman los americanos. Y, por supuesto que lo hay, pero siempre se rompe. Así que ahora he vuelto a mi modo de pensar árabe y he reaprendido el arte de la paciencia. Mi objetivo es diferente ahora. Acabaré con ellos, pero… al final.
– ¿Y el problema inmediato que tenías con tu amigo saudí, Faisal?
– Sí, quería darte las gracias por ser tan discreto con los británicos-dijo Yacub.
– Me presionaron mucho -dijo Falcón-. Hasta han metido a Mark Flowers.
– No te acerques a él -dijo Yacub-. Huele a podrido.
– Dime cómo han ido las cosas con Faisal.
– Eso fue parte de la prueba. Por eso el GICM me envió a Londres. Quieren saber dónde están mis lealtades -dijo Yacub-. Una de las cosas que saben con seguridad del mundo occidental es que es blando.
– ¿Blando en el sentido de sentimental?
– Creen que los occidentales ya no tienen la resistencia necesaria para el deber. Lo atribuyen a una cultura decadente en la que el amor, el dinero, la familia, todas las cosas por las que un occidental sería capaz de traicionar, ahora tienen mayor valor que las creencias políticas, patrióticas, religiosas y morales. El occidental se ha convertido en víctima de la importancia del yo en sus mentes. Y por eso querían ver en qué lugar aparecían mi hijo y mi amante en mi escala integral, en comparación con lo que consideran creencias más varoniles.
– ¿Hubo alguna sorpresa? -dijo Falcón.
– Me han obligado a pensar -dijo Yacub-. Ha sido humillante y estimulante.
Llegó la comida. El camarero sirvió un plato de calamares, patatas fritas y ensalada, pan y un vaso de cerveza.
– Pareces abatido, Javier -dijo Yacub-. ¿Te preocupa lo que te digo?
– Si nos hemos vuelto blandos y, como dices, hemos perdido de vista nuestras creencias, ¿por qué luchas por nosotros? ¿Por qué luchas?
– Ésa es una buena pregunta. Todo soldado necesita saber por qué lucha -dijo Yacub-. Antes de entrar en esto, pensaba que lo sabía. Pero al estar dentro, al concentrarme en aquello contra lo que lucho, ha sido cuando lo he comprendido. No es Sadam Husein ni Osama Bin Laden. Ahora son como fantasmas. Sino que es lo que Bush intentó poner en lugar de esos ogros: esa ideología occidental suprema. Así que, al ver a jóvenes volándose por los aires, matando a sus hermanos musulmanes por una creencia religiosa intensa, me pregunté: ¿lucho por la libertad y la democracia?
– ¿Eso no forma parte de tu causa?
– ¿Sabes por qué luchan los soldados? -dijo Yacub-. Luchan unos por otros. Por los compañeros de sección. No se arrastran a rescatar a un camarada herido por la democracia. No organizan un asalto contra una posición enemiga por la libertad de expresión.
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