Robert Wilson - La ignorancia de la sangre

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Una oscura noche de septiembre, Vasili Lukyanov, un mafioso ruso que se dirige a Jerez de la Frontera, muere en un aparatoso accidente de tráfico. El inspector Javier Falcón se persona en el lugar del siniestro: además de la terrible visión del cadáver ensartado en una barra de hierro, encuentra en el portaequipajes del coche una maleta que contiene casi ocho millones de euros en billetes usados, champán Krug y vodka helado. A Falcón no le será difícil seguir el rastro del muerto hasta la mafia rusa que opera en la Costa del Sol, donde el tal Lukyanov había sido acusado de violación, pero nunca juzgado.
Entre tanto, la vida de los allegados al inspector jefe de Homicidios sevillano va transformándose en una pesadilla: su amante, Consuelo Jiménez; su ex mujer, Inés, y su marido, el juez Esteban Calderón parecen víctimas de una maldición. Demasiada casualidad, porque Falcón sigue empeñado en cumplir su promesa de detener a los autores del atentado del 6 de junio en una mezquita de Sevilla y ha encontrado una conexión, aparentemente improbable, entre éste y el trágico destino de Lukyanov. Poco a poco se va acercando…
Nunca habría imaginado lo que aún le esperaba: algún que otro fantasma del pasado, fanatismo y dolor. La verdad tiene a veces un precio muy alto.

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– Esto no tiene buena pinta.

Capítulo 13

Estudio de Marisa, calle Bustos Tavera, Sevilla. Domingo, 17 de septiembre de 2006, 00.55

De nuevo blanco y negro, a la luz de las linternas, pero esta vez el auténtico género negro. Líquido en el suelo, como petróleo derramado con virutas grises flotantes. La torre de alta tensión del banco de trabajo se alzaba sobre un pozo de crudo. Un bosquejo garabateado en papel, un cuadrado descolorido en el lago de alquitrán. Un pie, veteado, color hueso, surcado de mugre. El taburete a su lado, con patas de cromo, la laguna de brea lamiendo hasta la zona plateada. Los lápices como una flotilla de lanchas dispersas por un puerto. ¿Un pie?

La luz de su linterna retrocedió.

¿Está tallado en madera? Las arrugas del trabajo y la edad meticulosamente grabadas.

Falcón se inclinó, pulsó el interruptor de la luz. Dos destellos de horror, dos gritos ahogados mentales, el cerebro necesitaba dos intentos para transformar el blanco y negro en pleno tecnicolor. Luego el neón sólido, firme, penetrante, rumoroso, para mostrar la masacre en toda su magnitud.

La sangre había alcanzado la viscosidad terminal a medio metro de la puerta. No era una talla. Era un pie humano tumbado de lado, con la planta tensa ante la resaca de la orilla. El cuerpo de Marisa estaba tendido sobre el banco de trabajo. El caramelo de su piel mulata era ahora la única parte gris de la imagen. El brazo sin mano pendía recto como una cañería hacia el charco de sangre. No tenía cabeza. El único detalle que distinguía la carne como humana eran las bragas, que estaban empapadas. El monstruo que había perpetrado esta carnicería se apoyó en unos bloques de madera paralelos al banco de trabajo. El gancho de carnicero seguía donde estaba, ahora vacío. Los dientes de la motosierra estaban obstruidos de sangre. A su lado, el horror final. Las esculturas de los dos hombres a cada lado de la joven, que ahora tenía cabeza. Los ojos cerrados. La cara fláccida. El pelo cobrizo apelmazado de sangre. Marisa: parte de su propia obra.

Captaron el olor de la escena. El metal de la sangre de Marisa. La fosa séptica de sus tripas. El sulfuro de su incipiente putrefacción. Y tras este hedor venía el terror de Marisa, retorciéndose como un gusano vivo en el cerebro, tocando todos los puntos atávicos, sacudiendo los viejos miedos de la agonía imparable con una sola salida posible. Falcón se dio la vuelta con la imagen de la masacre marcada a fuego en su mente. Tenía gotas de sudor en la cara. La saliva se espesó hasta formar una bazofia pastosa de huevo en la boca. Respiró el aire nocturno, denso como el betún.

– No mires -dijo.

Ya era tarde. Ferrera ya había visto bastante para perder otra loncha de fe. Le flaqueaban las rodillas. Se desplomó en las escaleras y tuvo que agarrarse a la barandilla, jadeando bajo la fina blusa de algodón, que ahora pesaba como una gabardina. La linterna pendía de un lazo de cordón atado a su muñeca, y la luz titilaba sobre las hierbas y la basura que había debajo. Permaneció mirando al vacío, boquiabierta, hasta que la linterna se quedó completamente inmóvil y sólo entonces recuperó el equilibrio.

El sudor le irritaba los ojos a Falcón mientras llamaba al centro de comunicaciones de la Jefatura para informar de lo ocurrido. Colgó, se secó la cara con la mano y salió corriendo a la oscuridad. Se encorvó en el escalón superior y extendió la mano hacia Cristina Ferrera y le estrechó el hombro. Le reconfortaba pensar que todavía existían buenas personas en este mundo. Ella apoyó la cara en la mano de Falcón.

– Estamos bien -dijo.

– ¿Tú crees? -replicó Falcón, pero ya estaba pensando que las personas que habían hecho esto eran las mismas que habían secuestrado a Darío.

* * *

El patio estaba congelado bajo el halógeno portátil. Falcón se sentó, ladeado, en una silla rota. Los forenses hicieron su trabajo, desplazándose de un lado a otro delante de él con las bolsas y cajas de pruebas. Aníbal Parrado, el juez de instrucción, estaba allí de pie, observando el pelo de pincho del inspector jefe. Habló con su secretaria en un grave murmullo. Los párpados de Falcón estaban somnolientos y se le nublaba la visión. Ramírez atravesó los arcos desde la calle Bustos Tavera con una bolsa de basura de plástico negro.

– Encontramos esto en unos cubos de basura en la esquina de la calle Gerona -dijo-, lo que probablemente significa que los forenses no van a encontrar gran cosa ahí arriba.

Todavía con los guantes de látex puestos, sacó un mono de papel blanco cubierto de dramáticos tajos de sangre, que ya se había secado y era de un color castaño rojizo.

– Primero compara la sangre con la de Marisa -dijo Falcón, en modo automático-. Luego envíalas al laboratorio… averigua lo que se pueda desde dentro.

– Vete a casa, Javier -dijo Ramírez-. Duerme un poco.

– Tienes razón -dijo-. Necesito algo más que dormir.

Ramírez llamó a un coche patrulla, metió a Falcón en el asiento trasero, le dijo al conductor y a su compañero que llevasen al inspector jefe hasta su cama.

Falcón se despertó momentáneamente, suspendido como un borracho entre los hombros de los dos hombres a mitad de las escaleras de su casa. Luego volvió a la inconsciencia. El único lugar donde se podía estar.

* * *

Nikita Sokolov había llegado a las once. Le dijo a Marisa que bajase a la calle, le dijo que iban a dar un paseo. Ella se encontraba fatal. No estaba acostumbrada al alcohol. Le dolía el estómago y le repetía el cubalibre, lo que le llenaba las cavidades de la cara del viejo hedor pegajoso. Vomitó en el váter, se lavó los dientes. Se desplomó en el ascensor. A través de los barrotes del portal vio el brillo del cigarro de Nikita Sokolov, que estaba apoyado en el muro posterior de la iglesia. Bajito, ancho, oscuro, horriblemente musculoso y peludo, con la piel blanca muy pálida. A ella le resultaba repugnante. Esquivaron a los borrachos que había delante de los bares. Él la agarró por el codo y la guió al estudio. Marisa trastabillaba por los adoquines en la oscuridad del arco de entrada, sintió náuseas por la vibración de la escalera metálica de su estudio. Abrió la puerta, encendió la luz. Con dos destellos cobró vida su trabajo. Se sentó en el taburete, pues estaba demasiado débil para mantenerse en pie. Él se quedó de pie en la entrada, formuló preguntas. El polo que llevaba marcaba los músculos del pecho y de los hombros. Tenía manchas oscuras bajo las axilas. El vello asomaba por el cuello abierto del polo. Unos cuádriceps colosales se encogían bajo los pantalones. A Marisa le habían dicho que Nikita Sokolov era levantador de pesas antes de dedicarse a pegar a las chicas.

Ella le habló de las visitas de la policía. Las preguntas. Lo del niño. ¿Qué te dijeron sobre el niño? Él quería oír lo que sabían. Todo. Ella habló. Los brazos de Marisa, sin ornamento alguno, pendían a los lados. Parecía que nada de lo que decía le satisfacía. Parecía que no encontraba suficientes detalles para que él la creyera. Nikita Sokolov le ordenó que se desnudara. Salió al rellano para tirar un cigarrillo al patio. Al quitarse la camiseta y la falda, Marisa se quedó exhausta. Llevaba todavía las bragas del bikini. Captaba su propio olor. No le gustaba.

El ruido de las pisadas subía por las escaleras. Él volvió a bloquear la puerta y se apartó rápidamente a un lado para dejar entrar a dos hombres en la habitación. El pánico se apoderó de Marisa y le agarrotó la garganta cuando vio los trajes y capuchones blancos, las caras enmascaradas, los guantes de látex azul. Él le hizo señas con la cabeza desde la entrada, ¿o era a ellos? Ya no tenía nada en las piernas. Uno de los hombres cogió la motosierra, la descolgó, examinó los dientes y la grasa de la cadena. Conocía el trabajo. A Marisa le vibraba la lengua en la cabeza, con la boca seca como pergamino. Más preguntas sobre lo que les había dicho. Sus respuestas no eran más que los cloqueos de un pollo picoteando por la tierra. Más asentimiento desde la puerta. El que llevaba la motosierra desenredó el cable, lo enchufó, quitó el seguro, encendió el motor un segundo. El ruido recorrió la espina dorsal de Marisa, le dejó el estómago temblando. El otro mono de papel vino hacia ella. La giró. Le estiró el brazo sobre el banco de trabajo, le retorció la cabeza para que tuviera que mirar. La motosierra era un recuerdo borroso que venía hacia su fina muñeca. ¿Había dado algún nombre? No salía nada de su garganta. Intentó negar con la cabeza. La motosierra temblaba sobre su piel. Sintió la excitación sexual del hombre que la sujetaba. Perdió el control de la vejiga. Ya no había respuesta que pudiera salvarla. Cerró los ojos, deseó haber hablado con la monjita.

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