La lluvia se alejó. El aire que entraba en la habitación era frío y limpio, y llevaba con él la frescura de la tierra mojada y la hierba segada. Su madre hizo un esfuerzo por incorporarse. Anne la apuntaló con los cojines. Llevaba en la mano el otro trozo de papel de la caja.
– Así que ésa era mi historia llena de ruido y de furia. Shakespeare tenía razón. Al final todo queda en nada. La pizarra se borra constantemente -dijo, y le pasó a Anne una carta-. Esta es la primera, última y única carta que me escribió… desde la cárcel. Me la llevó uno de los hombres del cabecilla hindú. Léela. Léela en voz alta para mí.
Querida Audrey,
Me siento limpio por primera vez en muchos días. Tengo el cuerpo mugriento, porque no me permiten lavarme, pero por dentro estoy impoluto, con las paredes recién blanqueadas y el sol tan brillante al reflejarse en ellas que apenas soporto mirar. Soy feliz como no lo era desde pequeño.
Debes creerme cuando te digo que lo que he hecho es por nuestro bien. ¿Qué habría sido de nuestro amor con la muerte de ese hombre entre nosotros? Es mejor que lo tengamos como algo que fue bueno y sincero aunque no pudiera ser. Sé que en estas escasas líneas tal vez no pueda convencerte de que nada de lo sucedido es culpa tuya. Sufro las consecuencias de mis propios errores. Debes levar ancla desde este punto rumbo al resto de tu vida con la mente tranquila y la certeza de que has sido mi único amor verdadero.
Joaquim
– No es una excusa -dijo su madre-, pero sí una explicación.
Otoño de 1968, Orlando Road, Clapham, Londres.
Los días fueron acortándose palmo a palmo hacia finales de verano. El número de «días malos» fue en aumento. Si Audrey se levantaba de la cama era sólo durante unas breves horas por la tarde. Conversaban en sus momentos de lucidez antes de que el dolor se apoderara de ella y la morfina lo aplacara.
Anne reconvirtió en estudio la habitación contigua a la de su madre, situó un escritorio frente a la ventana y puso una de sus muchas fotos de Juliáo en una esquina; leía libros de Teoría Numérica de día y Jane Austen de noche. Cuando no leía, pensaba, fumaba y contemplaba el modo en que el humo se escurría por la pantalla de la lámpara hacia la oscuridad.
Una tarde había niños jugando en la calle, todos reunidos en torno a un chico que explicaba las reglas, y se vio a sí misma años atrás observando en el jardín de Estoril a Juliáo y sus amigos. Sólo tenía ocho años y aun así todos le prestaban atención, con caras embelesadas de admiración, y no pudo por menos que pensar en Julius y su última carta desde el Kessel de Stalingrado. Sus hombres. Le provocó un dolor en el pecho. Fue en los tiempos en que estaban lanzando O Camponès y entonces se dio cuenta de que Juliáo era una pasión que podría haberse permitido, una pasión más limpia y cálida que la política por la que había optado, con la salvedad de que era una pasión que no creía merecerse y que además le daba miedo. Jamás iba a poder liberarse de esa sensación de pago debido. Sacaba fotos de Juliáo a todas horas, a pesar de que un vago recuerdo le advertía que los pueblos primitivos lo consideraban un robo del alma. Para ella había sido una confirmación constante de la existencia de su hijo pero en ese momento, al acariciar el marco de la esquina de su escritorio, se preguntó si no sería su manera de amarlo a distancia.
No durmió gran cosa durante esa temporada. Su madre la llamaba a todas horas de la noche y Anne se sentaba a su lado hasta que volvía a adormecerse. Recorrían antiguos territorios y su madre aportaba detalles a las escenas incompletas.
La tía abuela que tras la muerte de los padres de Audrey había heredado y habitado la casa de Clapham con su sobrina y su hija ilegítima, había muerto y se lo había dejado todo a Audrey cuando Anne tenía apenas siete años. Su madre había trabajado cinco años como secretaria en Whitehall. El puesto se lo había procurado su tía, y cuando ésta murió no quedó nadie para cuidar de la criatura, por esa razón la enviaron tan pronto a las monjas.
– Fue tu tía abuela, mi tía G, G de Gladys, la que inauguró este régimen de disciplina. Era estricta con las dos y yo no hice más que recoger el testigo. No era propio de mí en absoluto pero se trataba de una buena imagen tras la que esconderse.
– ¿De qué te escondías?
– De tu curiosidad -respondió-. De mi culpa. En el trabajo era completamente diferente. Me parece que tenía un poco de imagen de chica de vida alegre, siempre lista para una copa, siempre dispuesta para una fiesta. Aprendí a reírme. Una risa sonora resulta muy útil en Inglaterra.
– Debiste de recibir… ofrecimientos.
– Desde luego, pero no quería que nadie se me acercara demasiado. Rawlinson era ideal. Debo decir que el que le faltara una pierna me atraía de algún modo. En ese momento no supe entenderlo, sobre todo porque el único hombre al que había conocido era físicamente perfecto. No fue hasta hace unos días cuando se me ocurrió que eso era lo que yo pensaba que me merecía. No quería el compromiso pleno de modo que no busqué un hombre completo. Además, yo no era su única amiga, desde luego.
– Le seguí hasta Flood Street.
– Ésa era su mujer. No se entendían muy bien. Ella nunca supo ni lo del vino. Son una cosa terrible, los secretos, ¿verdad? Rawly y yo éramos unos fuera de serie. Es curioso como lo saben siempre, ¿eh?
– ¿Quiénes?
– La Empresa. En cuanto empezó la guerra me transfirieron al Ministerio de Guerra Económica. Se me daban bien los números…, sólo los números, ojo, no esos jeroglíficos tuyos. En aquel entonces las secretarias se encargaban de la mayor parte del trabajo y era todo alto secreto. Yo les gustaba. Y cuando trasladaron la Sección V de St Albans a Ryder Street me enviaron allí para echarle un ojo al dinero.
– ¿Qué era la Sección V?
– Contraespionaje. ¿Y sabes quién la dirigía? Kim Philby. Sí, Philby estuvo allí desde el principio. Cuando se fue a Moscú no me lo podía creer. 1963. Hacía frío. Enero, no sé qué día. -Me hablabas de que siempre lo saben. -Eso. Saben quiénes pueden guardar un secreto.
– ¿Y?
– Encuentran a los que ya tienen algún secreto que guardar. Yo ahora no serviría de nada. Lo he echado todo a perder. Le contaría lo que fuera a cualquiera. Me llamarían Aspinall la Bocazas y me darían la patada.
– ¿Y seguiste trabajando para la Empresa después de jubilarte?
– Oh, sí, cosas de contabilidad, todavía. Los verás a todos en el funeral… excepto a él.
– ¿Te caía bien Philby?
– A todo el mundo. Era un encanto.
De repente le indicó que fuera a la cajonera, a la izquierda, bajo la ropa interior, había un estuche de cuero. Dentro había una medalla colgada de una cinta.
– Mi chatarra -dijo Audrey-. Mi Orden del Imperio Británico. -¿Por qué no me lo habías contado?
– ¡Mi gran triunfo! -exclamó su madre, alzando un débil puño-. No es gran cosa después de cuarenta años de servicio. -Me gustaría haberlo sabido.
– Ahora, sí. Ahora que hablamos -dijo-. Sabes, no fue sólo por Rawly por lo que te mandé fuera. Es verdad que quería que estuvieras a salvo pero… también te quería fuera de mi vista. Eras un recordatorio constante de mi debilidad, de mi cobardía. Te acordarás de que tampoco soportaba el calor. Me recordaba la India. Unos dolores de cabeza espantosos.
Esa noche Anne permaneció más tiempo aún frente a su escritorio, con la novela de Austen abierta pero sin leer; sólo su reflejo inmóvil en el cristal oscuro de la ventana y la estela de humo que surgía del cenicero. Tras las revelaciones de la tarde pensaba en su propia vida secreta, que se había prolongado después de graduarse por la Universidad de Lisboa y de que Joáo Ribeiro le ofreciera realizar una tesis de posgrado sobre el nuevo tema candente: la teoría de juegos.
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