Robert Wilson - En Compañía De Extraños

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Lisboa, 1944. Bajo el tórrido calor veraniego, mientras las calles de la capital bullen de espías e informadores, el final de partida de la guerra del espionaje se libra en silencio. Los alemanes disponen de tecnología y conocimientos atómicos. Los aliados están decididos a que los rumores de un «arma secreta» no lleguen a materializarse.
Andrea Aspinall, matemática y espía, entra en este mundo sofisticado a través de una acaudalada familia de Estoril. Karl Voss, agregado militar de la Legación Alemana, ha llegado, reconcomido por su implicación en el asesinato de un Reichsminister y traumatizado por Stalingrado, con la misión de salvar a Alemania de la aniquilación.
En la placidez letal de un paraíso corrompido, Andrea y Voss se encuentran y tratan de encontrar el amor en un mundo donde no se puede creer en nadie. Tras una noche de terrible violencia, Andrea queda atrapada por un secreto que le provocará adicción al mundo clandestino, desde el brutal régimen fascista de Portugal hasta la paranoia de la Alemania de la Guerra Fría. Y allí, en el reino helado de Berlín Este, al descubrir que los secretos más profundos no obran en manos de los gobiernos sino de los más allegados, se ve obligada a tomar la decisión más dura y definitiva.
Un thriller apasionante que abarca desde la Europa de los tenebrosos días de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín.

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– Siento haber sido una madre tan inútil -dijo, y sus palabras se arrastraron y se arremolinaron en la garganta.

Anne fue a la puerta, apagó la luz y se descubrió pensando en lo que había empezado en el avión: en su propia inutilidad, en cómo amaba a Juliáo pero lo mantenía siempre a distancia.

– Te lo explicaré todo -dijo su madre en la oscuridad-. Te lo explicaré todo mañana.

28

11de agosto de 1968, Orlando Road, Clapham, Londres.

Anne se sentó a oscuras en la repisa de su ventana; la suave brisa calaba en el algodón de su camisón, mecía las hojas de los árboles del fondo del jardín y ahogaba el lento estruendo de la ciudad. Una media luna iluminaba la hierba de azul, y de un tocadiscos varias casas calle abajo llegaban leves compases de música. De haber podido extraer la aguzada esquirla de ansiedad por el bienestar de Juliáo, Anne se habría considerado feliz. Estaba en casa y, después de la mala sangre derramada entre Luís y ella, se descubría cerca de alguien que de repente se había hecho de fiar, y todo por las palabras, unas cuantas horas de palabras. Unas cuantas horas para romper un punto muerto de cuarenta y cuatro años. Su madre no era la persona a la que había conocido, y se comportaba como si nada hubiera cambiado, como si siempre hubiese sido de esa manera. ¿Se debía a la perspectiva de la muerte? ¿Le había dado una sensación de libertad, de no tener que perder? Se estremeció. El bueno de Rawly había sido la punta del iceberg, algo que había salido a la superficie en ese momento. Había más. «Te lo explicaré todo.» Ese era el problema de convertirse en otra persona, o de volver al estado original: que todos los que te rodeaban también han cambiado. Un principio de malestar se apoderó de su estómago, un aleteo en la garganta. El despegue de la náusea de la verdad.

Trataba de no recordar pero era imposible, en esas circunstancias, no volver la vista atrás. Intentó concentrarse en los detalles sencillos: que había seguido trabajando incluso después de la guerra para gran disgusto de los Almeida, que Cardew había dejado la Shell a finales del 45 para retomar una carrera diferente en Londres y que eso la había animado a empezar a estudiar para sus exámenes de séptimo año y aspirar a una plaza de profesora de Matemáticas en la Universidad de Lisboa, puesto que ninguna de las cualificaciones que ya ostentaba resultaban aceptables. Pero enquistadas en esos hechos anodinos estaban las otras verdades, afiladas e innegables. Luís había atraído hacia sí a Juliáo, hasta hacerlo hijo suyo, y no de ella; Anne no había opuesto resistencia y, en ese momento, no sabría por qué.

Se había volcado en sus matemáticas y sus observaciones políticas. El duro trato destinado a los ganhòes, los jornaleros, contratados por jornales de hambre por los capataces de los Almeida, difería muy poco del que los obreros de la ciudad padecían en fábricas y obras. Bajo el régimen fascista de Salazar las condiciones eran terribles y los bufos se enteraban de cualquier comentario sedicioso sobre sindicación, con lo que los alborotadores pasaban a manos de la rebautizada, pero igualmente brutal, PIDE. Ser testigo de tales injusticias la endureció y no sólo hacia los perpetradores. Luís se hizo menos marido, una figura más distante porque pasaba mucho tiempo fuera, pero también porque ella pensaba en él como en el padre de su hijo: una ocupación cuya ironía nunca dejaba de hacerla sentirse incómoda.

Se desvió de la derrota de aquellos pensamientos, encendió un cigarrillo y paseó por la habitación; evocó su primer día en la universidad, en otoño de 1950. La reunión con su tutor y mentor, Joáo Ribeiro, un monigote hecho de limpiapipas, un individuo de palidez mortal que no comía nada, bebía café sin parar en forma de bicas cortas y fuertes, y fumaba paquete tras paquete de Tres Vintes. Padecía un constante dolor de dientes, de los cuales sólo dos eran de un blanco amarillento, mientras el resto eran marrones, negros o estaban ausentes. Desde su primer encuentro, desde que la entrevistara para la plaza, supo que tenía enfrente a una estudiante brillante, y se hicieron buenos amigos. Cuando, unos meses después, al mirar por su ventana, vieron que la PIDE arrestaba a varios estudiantes y a un profesor, intercambiaron una mirada y después aventuraron algunas observaciones al respecto. El se sentía seguro porque Anne era extranjera, pero se estaba arriesgando, sobre todo sabiendo que su marido era oficial del Ejército. Tras aquel primer momento pionero sus tutorías se convirtieron en simposios sobre matemáticas y política y al cabo de unas semanas Joáo Ribeiro obtuvo permiso para presentarla a unos cuantos dirigentes del Partido Comunista de Portugal.

Estaban interesados en su curriculum vitae, aunque la versión escrita no incluyera sus servicios en la guerra; dado que los comunistas portugueses habían colaborado con los Servicios Secretos de Inteligencia Británicos en aquel periodo, estaban al tanto del papel que había desempeñado y les interesaba su adiestramiento. Los comunistas se habían visto diezmados por una serie de infiltraciones exitosas de la PIDE y los subsiguientes arrestos habían incluido el de uno de los principales líderes de la resistencia, Alvaro Cunhal. Querían aprovechar su adiestramiento en el SIS para inculcar ciertas medidas de seguridad en sus dirigentes.

Se convirtió en algo rutinario que después de las tutorías Joáo Ribeiro y ella se enfrascasen en labores del Partido. Anne introdujo un sistema de protección en virtud del cual los miembros de las células nunca sabrían la identidad de su controlador, y todo nuevo miembro recibía contraseñas que se cambiaban con regularidad. Con Joáo Ribeiro desarrolló nuevos códigos de cifrado para documentos que, incluso cuando la PIDE hizo una redada en una casa franca en abril de 1951, se mostraron indescifrables puesto que no hubo más detenciones. En primavera introdujo el nuevo concepto de tapadera y dio inicio a un programa de adiestramiento en situaciones improvisadas.

Tras el arresto de Alvaro Cunhal, el comité central había empezado a sospechar que entre sus filas existía un traidor muy bien situado. Anne y Joáo Ribeiro tramaron una serie de operaciones señuelo en las que se puso a prueba la discreción de cada uno de los miembros del comité central mediante la filtración de fragmentos específicos de información. Manuel Domingues, uno de los miembros del partido de más alto rango, suspendió la prueba. Si Anne todavía pensaba que estaba envuelta en simples juegos intelectuales, esa noche cambió de idea. Interrogaron a Domingues y lo destaparon como espía y provocador del gobierno. A Voz, el periódico salazarista, informó del hallazgo del cuerpo al día siguiente, 4 de mayo de 1951, en el pinar de Belas, al norte de Lisboa. Le habían disparado, o más bien ejecutado, como Anne se había obligado a aceptar.

En 1953 lanzaron el periódico rural del Partido Comunista, O Camponès, cuyo objetivo declarado tanto se acercaba a los deseos de Anne: hacer campaña por un jornal mínimo de cincuenta escudos. Los trabajadores obtuvieron sus exigencias tras una serie de duras huelgas y batallas encarnizadas entre campesinos y policía, pero no antes de que una joven embarazada de Beja, Catarina Eufemia, cayera por los disparos de un teniente de la GNR y se convirtiera en mártir y símbolo de la brutalidad del régimen. Su imagen apareció en la portada de O (Zampones a lo largo y ancho del país.

Anne detuvo su órbita por la habitación, hizo un ejercicio de introspección y descubrió que la acerada obsesión había regresado. Al sucumbir a esos recuerdos, había olvidado o más bien había podido dejar de lado los momentos de… ¿cómo lo llamaba? Dolor doméstico. Dicho así sonaba a cortes pelando patatas y dedos pillados, que era posiblemente lo que había sido, pero se sumaban, quizá fuera eso, se sumaban.

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