Al retornar a Lisboa en el pasado, de las diversas guerras africanas, había vuelto siendo la misma persona y lo había encontrado todo cambiado. A su regreso de Angola en 1964 se había encontrado con el movimiento de la resistencia encallado. Alvaro Cunhal se había ido a la Unión Soviética. Joáo Ribeiro había pasado dos años en la cárcel, su esposa había muerto, había perdido su trabajo en la universidad y vivía en un estudio del Bairro
Alto con muy poco dinero. El PCP lo había repudiado y le dijo a Anne que todo había acabado.
Tal y como fueron las cosas, no tuvo mucho tiempo para asimilar la situación porque estalló la rebelión de Mozambique y Luís, dada su experiencia, fue destinado de inmediato a Lourenço Marques. En esa guerra de tácticas más brutales fue cuando Luís empezó a venirse abajo. El comandante de Mozambique introdujo técnicas empleadas por los ingleses en Malaya y los estadounidenses en Vietnam, que consistían en ofrecer a los nativos una descarnada elección: colaborar o afrontar muerte y sufrimientos sin cuartel. A Anne le llegaron noticias de las atrocidades al complejo militar. Sostuvo discusiones violentas y vanas con Luís. Le tiró cosas. Le hostigaba hablándole de la justicia de las guerras coloniales, de si unas guerras destinadas a mantener a Salazar como emperador le parecían apropiadas para su hijo. Luís pasaba más tiempo en el comedor de oficiales. Anne bebía coñac barato y despotricaba en la veranda.
Recordó la ira de esa época mientras acometía su primer gintonic de la tarde, con la respuesta de Louis Greig sobre el escritorio ante sus ojos, y supo que no iba a regresar a aquello. Había dado el salto. Había tenido todo ese tiempo para cambiar, sentada en verandas africanas, pero le habían hecho falta unas semanas con su madre, en pleno centro de una ciudad que avanzaba hacia al futuro, para sacudirse de encima media vida de inercia.
El 30 de agosto se sentó junto a su madre por última vez. El padre Harpur le había administrado la extremaunción. No había pronunciado una palabra coherente en veinticuatro horas y estaba claro que se acercaba el final. A las 2:00 a.m. Anne ya no podía aguantar más despierta. Se levantó para irse. Su madre le apretó la mano y abrió los ojos de golpe.
– Vendrán a por ti -dijo-. Pero tú no debes ir con ellos.
Cerró los ojos. Anne le comprobó el pulso mientras se estremecía al pensar en las visiones morbosas de su madre. Seguía allí, con la respiración entrecortada. Se fue a la cama y durmió hasta el mediodía. Se despertó embotada, con la cara chafada y llena de arrugas. La habitación de su madre parecía más silenciosa de lo normal y supo que al otro lado de la puerta no vivía nadie.
Estaba tumbada boca arriba, con los ojos cerrados y un brazo fuera de las sábanas. Las azucenas ligeramente marchitas que había traído el padre Harpur de su iglesia no llegaban a enmascarar el olor a fluidos vitales cuajados. Tenía la cara muy fría. Anne contempló el cadáver con total ausencia de dolor y reparó en que el cuerpo no significaba nada para ella, que era algo que podía enterrarse.
Llamó al médico y al padre Harpur. Hizo café y fumó un cigarrillo en la cocina. Llegó el médico, dictaminó la muerte y redactó el certificado de defunción. El padre Harpur llamó a unas pompas fúnebres y se quedó hasta la hora del té, cuando llegaron los hombres y se llevaron el cuerpo. Se fue diciendo que diría una misa por su madre a la mañana siguiente. Cuando se hubieron ido Anne subió a la habitación de su madre. La cama estaba hecha. Las zapatillas de Audrey, cedidas por la forma de sus pies, estaban junto a la cama y fue eso lo que le recordó que la había perdido.
El funeral se celebró en un día frío y ventoso. Había seguido las instrucciones de su madre de celebrar una gran fiesta después. La casa estaba bien surtida de jerez, ginebra y whisky, y al amanecer había preparado cien sandwiches. Seguía asombrada por lo cuantioso de la herencia de su madre, que incluía la casa de Clapham y un poco más de cincuenta mil libras en metálico e inversiones. El abogado le dijo que no había llegado a tocar el capital que le dejara su tía. También le hizo entrega de la llave de una caja de seguridad, número 718, que estaba en el Arab Bank de la Edgware Road.
En la iglesia se sentó sola en su banco. El padre Harpur leyó un sermón conmovedor sobre el servicio a Dios, a la patria y a uno mismo. Después, cuando la congregación se encaminó hacia la tumba, Anne sintió el inconfundible tirón del hilo de plata. Mientras hombres, mujeres y unos cuantos niños mayores atravesaban las viejas lápidas de camino al agujero oblongo y oscuro, de repente se sintió parte de la raza. Eso es lo que hacemos los humanos. Vivimos y morimos. Los vivos rinden homenaje a los muertos, por insignificantes que fueran, porque hemos recorrido todos el mismo sendero inhóspito y conocemos sus dificultades. Todos seguiremos ese camino, hacia la tierra o el aire, presidentes o mendigos, y todos habremos tenido éxito en una cosa.
Cuando bajaron el ataúd se puso a llover, como si el tiempo hubiera superado el momento oportuno. Los paraguas estallaron por encima de sus cabezas y se formaron gotitas sobre la madera barnizada. El padre Harpur pronunció la bendición. Anne lanzó el primer puñado de tierra y recordó algo, pero de forma incorrecta: «En tu final estuvo mi principio».
De vuelta en casa empezó a ver las caras, en vez de las gabardinas y los sombreros. Se presentaron: Peggy White, asistente en Banca. Dennis Broadbent, Archivos. Maude West, Biblioteca. En ocasiones la gente se limitaba a dar un nombre y Anne sabía que no debía pedir más. En todo momento un hombre no dejaba de escaparse del rabillo de su ojo. Un tipo gordo y calvo. Alguien que esperaba su momento. Anne fue a la cocina a por más sandwiches. El hombre la siguió, se plantó en el umbral y se alisó las hebras de pelo que le cruzaban la coronilla calva con la mano.
– No me reconoces, ¿verdad?
– ¿Debería?
– Deberías… Fuimos amantes una vez. ¿No te acuerdas? Pasamos juntos una noche en Lisboa -dijo con una sonrisa.
– De eso me acordaría.
– Lo hicimos -explicó él-… sobre el papel.
– Jim Wallis -dijo ella.
Se besaron en las dos mejillas.
– Gordo y calvo -comentó él-. No envejezco bien. Tú estás igualittt. -Pata de gallo más o menos.
– Te casaste -dijo él-, justo después de que me sacaran. -Sí. ¿Y tú?
– Voy por el segundo. Pasé demasiado tiempo en Berlín para conservar el primero. Pero ahora estoy en Londres. ¿Niños? -Un chico. Juliáo. -¿Está aquí?
– No. Es soldado… en África. -Ah, sí, con su padre. -Conque eso lo sabías.
– Siempre estuve interesado, Anne -reconoció él-. Y no sólo sobre el papel.
– Pero ahora estás casado… otra vez.
– Sí, y con dos hijos del último matrimonio. Niño y niña.
– Y conocías a mi madre.
– Todos conocíamos a Audrey. Era muy importante entrarle por el ojo, sabes, cuando presentabas los gastos y esas cosas. Era un pelín tiquismiquis. Pero nunca dejó que eso interfiriera. Después de acribillarte siempre se apuntaba a una copa en el pub. Sí, éramos habituales del The French, en el Soho, ella y yo. Muy triste. La echaré de menos. Todos la echaremos de menos. Sobre todo Dickie.
– ¿Dickie?
– Me sorprende que no se haya acercado a empinar el codo. Dickie Rose.
– ¿Te refieres a Richard Rose?
– Luimème. No sé si te acuerdas, se puso al mando cuando a Sutherland le dio el ataque en el 44, en Lisboa. Ahora Dickie apunta a las alturas. Hubo un poco de limpieza cuando Kim nos dejó en el 63. Ése fue un mal año, con Profumo y todo eso. Pero le dejó vía libre. Dentro de poco será sir Dickie y todos tendremos que hacer reverencias a su paso.
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