Se hizo una pregunta. ¿Por qué no casarse con Luís? Que no lo quisiera no era una respuesta, era el motivo de que quisiera estar con él. No tenía sentido seguir enamorada de Voss. Richard Rose se había mostrado brutal en su pronóstico. La razón de ser de su relación con Luís era sobrevivir a su culpa. Llevar dentro el embrión de Voss constituía el impedimento que descartó en el momento en que se le ocurrió. La asustaba pero no con escalofríos de pánico, sino con un profundo miedo moral. Sólo la religión te hace esto, pensó. Toda la palabrería sobre la culpa y el mal con que las monjas le habían llenado la cabeza la sacudía y la desorientaba. Paseó por la habitación para confirmar que el suelo seguía bajo sus pies, para calmarse, para amarrarse a lo que por fin entendía, que era que tenía que casarse con Luís precisamente porque llevaba dentro el hijo de Voss.
Se sentó en la cama y se inspeccionó las manos. Había sido joven. Había sido verde y flexible, pero ahora notaba la penetración sigilosa de la fragilidad de la edad, la capacidad de quebrarse que la acompañaba. Sola en su cama individual en el calor intenso de agosto, con las células multiplicándose en su interior, se estremeció ante la sombra fría de la sociedad, la Iglesia, su madre. Tomó la decisión y en el momento mismo de tomarla su interior católico supo que iba a haber un coste, un precio atroz que pagar más adelante. Se casaría con Luís da Cunha Almeida y su secreto acompañaría al otro, se unirían como gemelos siameses, individuales pero dependientes el uno del otro.
La luz de la mañana presentaba una nueva claridad. Un brote fresco y salino del Atlántico atajó el espeso calor de los últimos días y noches. El sol seguía brillando en el cielo despejado pero los cuerpos se sentían menos como carcasas. La Serra da Sintra ya no era un borrón en la calima y las palmeras aplaudían en la plaza. Salida del momento crucial de la noche, Anne veía las cosas de otra manera. Había esperanzas de solución. Hablaría con Dorothy Cardew. Las mujeres, entre ellas, pondrían las cosas encima de la mesa, donde podrían ser examinadas.
La doncella se llevó a las hijas de Cardew a la playa a media mañana y Anne encontró a Dorothy sola con su costurero en el salón. Trabajaba en una labor, y abordaba la «r» de «Hogar». Meredith leía en el jardín y la pipa indicaba su disfrute. Anne paseó por la habitación, volando en círculos antes de aterrizar, buscando una entrada. El bordado chocaba con lo que le rondaba la cabeza. Dorothy Cardew le echó un vistazo, cometió un error y dejó la costura.
– Luís me ha pedido que me case con él -anunció Anne, lo cual hizo que Dorothy se dejara caer en los cojines.
Anne captó el alivio rotundo que reflejaba el rostro de Dorothy. Buenas noticias, al fin y al cabo.
– Es maravilloso -dijo-. Una noticia fantástica. Es tan buen hombre, Luís.
Y eso era todo. No hacía día para problemas. El aire límpido, la brisa en los pinos, los trinos de los pájaros… Todo lo que no fuera buenas noticias habría parecido de mala educación.
– Sí -dijo Anne; la palabra se le cayó de la boca como un borracho de una barra.
– Tienes que dejar que se lo cuente a Meredith.
La escena se desarrolló y se transformó en algo diferente a lo que Anne preveía. Dorothy fue dando brincos a la cristalera y llamó a su marido dando saltitos sobre una pierna.
– Buenas noticias, cariño -anunció.
Meredith cerró el libro y se levantó como un piloto de caza. Se unió a su mujer en la cristalera, sin aliento, ansioso.
– Luís le ha pedido a Anne que se case con él.
Un atisbo de decepción. Hitler no se había rendido, al fin y al cabo.
– ¡Enhorabuena! -rugió-. Es un sujeto estupendo, el bueno de Luís.
– Sí -dijo Anne, otro camorrista que lanzaban a la calle.
Una mirada intrigada de Cardew. ¿Había visto algo? ¿Había notado algo que no fuera lo que se había dicho en la habitación?
– ¿Se lo has contado a alguien?
– Todavía no.
– Será mejor que hables antes con Richard… Podría ser complicado. -Sí.
– Es una noticia estupenda, de todos modos… No hay mejor tipo que Luís. Y es un jinete fantástico -concluyó, como si eso supusiera una ventaja impresionante para el matrimonio.
La sonrisa de Anne acudió a su puesto con un chasquido. Eso era el futuro: palabras que le arrebataban y se expresaban en un lenguaje común, el del receptor, nunca el suyo. Notó una comezón en los ojos porque ése era uno de los talentos de Voss: el dominio de muchos idiomas pero sobre todo el de los silenciosos.
El martes siguiente Anne estaba sentada en los Jardines de Estrela mirando a los niños, dejando pasar el tiempo antes de encaminarse a Lapa para su cita con Rose. Los niños correteaban sobre las mil formas cambiantes del suelo mientras la brisa agitaba el sol que atravesaba los árboles. El ritmo por fin aflojaba. Seguía siendo implacable pero ya no tenía aquella velocidad frenética. En ese momento imperaba la sensación de que había grandes fuerzas que maniobraban, algo que quizá tuviera que ver con lo que pasaba en Europa, donde rusos, estadounidenses e ingleses acometían los escombros del Reich.
Fue hasta las puertas de delante de la basílica y levantó la vista hacia la habitación donde había esperado hacía tan sólo unas semanas. Una criada limpiaba la ventana; una mano sin cuerpo apareció y tiró un cigarrillo. A sus pies las vías plateadas del tranvía incrustadas en los adoquines se dirigían colina abajo por la Calçada da Estrela hacia Sao Bento y el Bairro Alto, donde se cruzarían y conectarían con otros raíles pero sin desviarse nunca de su trayecto fiel. Lo que una noche había parecido un hilo exquisito que tiraba de ella hacia un futuro lleno de esperanza ahora se le antojaba una terrible certeza de la que sólo podía escaparse mediante el descarrilamiento y la catástrofe.
Se sentó una vez más frente a Richard Rose, que no hacía caso omiso de ella pero que, puesto que acababa de comer, estaba repantigado en la silla con un cigarrillo en la mano y los ojos velados bien por el humo o bien por un desprecio atenuado sólo por la sagacidad. -Cardew me contó sus noticias -dijo.
«Mis noticias», pensó Anne, que ya se había disociado de ellas, mensajera de otra persona.
Rose sacudió la cerilla ante sus ojos y la tiró a un cenicero. Eso la puso furiosa sin saber por qué.
– Cuando la adiestramos como…
– Con el debido respeto, señor, no me adiestraron como traductora. Ya tenía esa habilidad al incorporarme.
– Cuando la adiestramos como agente y el correspondiente análisis de su adiestramiento llegó aquí a Lisboa, yo…, nosotros no la percibimos como una persona que se dejara llevar por las emociones. Todo apuntaba a que era usted lógica, racional, clínica incluso. Por eso nos gustó.
– ¿Les gusté?
– Sobre el papel era perfecta para la misión -prosiguió él mientras se recostaba y blandía su cigarrillo con el extremo humeante dirigido hacia ella, aguijoneándola-. Era mujer, muy inteligente, excelente para improvisar situaciones, de apariencia… cautivadora pero también decidida, lúcida, distante… En fin, perfecta para el trabajo.
Silencio mientras Rose inspeccionaba su pitillera y esperaba a comprobar si aquello había bastado para suscitar una reacción.
– Llegó -continuó- y de inmediato nos impresionó el modo en que asumió su personaje. Buena información. Fuerte implicación social. Excelente manejo de ciertas personalidades difíciles. Todo de maravilla hasta que…
Rose soltó el humo en un chorro exasperado.
– También la gente lógica, racional y clínica se enamora -dijo Anne. -¿Dos veces? -preguntó Rose.
El filo frío y cortante de la pregunta se le clavó como una espada. Su injusticia la puso a la defensiva.
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