Casi podía oírlo parpadear. La agarró con fuerza del brazo, apretando.
– No parece creíble que alguien como Beecham Lazard se molestase en leer a Shakespeare.
– ¿Shakespeare? -preguntó él, confuso.
– Otelo -aclaró ella-. No parece un tipo muy culto, ¿verdad? Me parece que debió de tratarse más bien de una comprensión innata del… del poder manipulador de los celos. Supongo que si lo hubiera hecho al revés, si le hubiese dicho primero que era una espía, no habría obtenido tanto control sobre usted, ¿o sí? Y eso es lo que persigue Lazard en todos sus tejemanejes, ¿verdad? Control. ¿De quién fue la idea de que me instalara aquí, suya o de él?
– Sé lo que estás haciendo -le advirtió él.
– Me hace daño en el brazo -dijo ella, con.más confianza.
Wilshere dejó de estrujar y empezó a acariciarla.
– Lo que va a pasarte ya ha sido planeado -dijo él-, pero sigue hablando, me diviertes.
– Pero no me responde, ¿eh? -replicó ella-. No me parece que esté siendo justo.
Estiró el brazo hacia su copa. Él la agarró, después dejó que cogiera la bebida. Fumaron.
– Al principio me sentí aliviado -dijo Wilshere. -¿De que fuera espía?
– Lo explicaba todo -aclaró él, y su confirmación echó a rodar las ramificaciones.
– Excepto una cosa, desde luego.
– Sí… -corroboró él, y nunca la afirmación había sonado tan desesperada.
– ¿Cómo salió a la luz… que ella estaba trabajando?
– Beecham la pilló. Un día se descuidó y cambió de sitio las cosas de su escritorio, y eso lo puso sobre aviso. Hasta que un buen día se fue de la oficina y volvió de improviso para descubrirla… in fraganti.
– ¿Qué buscaba?
– La pista de los diamantes. Hay dos modos de evitar que caigan cohetes sobre Londres. Uno es bombardear los puntos de lanzamiento, aunque no es un método preciso y la reconstrucción de los daños resulta relativamente fácil. El otro es impedir que se construyan los cohetes desde el principio. Cortado el suministro de diamantes, se acabaron las herramientas de precisión… adiós al programa de cohetes.
– ¿Cómo sabían los americanos que Lazard era el intermediario entre usted y los alemanes?
Wilshere pareció al borde de responder al instante pero se paró a pensar. A lo mejor no era tan evidente.
– Lo tenían fichado de cuando trabajaba de ejecutivo en American IG.
– Me refiero a los diamantes.
– Supongo que la cosa fue… Ellos sabían que se encargaba de muchos de los negocios de los alemanes… de modo que la colocaron con él. -Pero ¿quién le dijo que la chica iba tras la pista de los diamantes? -Lazard, por supuesto.
– Pero ¿cómo llegó ella hasta usted? Estoy segura de que Lazard no deja notas por su oficina que pongan «Cuatrocientos quilates de diamantes recibidos de Wilshere, 20 de mayo de 1944», ¿verdad?
– Me parece… Me parece que fue… que nos vio juntos a Lazard y a mí en el casino.
– ¿Una de sus pequeñas transacciones con las fichas de valor alto?
– Sí.
– ¿Y la única manera que se le ocurrió de acercársele fue enamorarse de usted?
El cigarrillo de Wilshere viajó hacia sus labios entre dedos temblorosos. Bebió con ansia de su copa y volvió a llenarla hasta el borde.
– Lazard la pilló, como he dicho. Ella escurrió el bulto de forma brillante. Era tan… encantadora… tan vivaz. Resultaba imposible no creer todo lo que decía hasta la última palabra. Lazard aceptó su tapadera y esa noche vino a verme. Me dijo… -Wilshere tragó saliva con fuerza-, me dijo que había que… ¿cuáles fueron sus palabras? Neutralizarla, eso es… había que neutralizarla antes de que pudieran llevársela. Yo me opuse con vehemencia. No podía… no quería creérmelo. Y, ¿por qué matarla? ¿Qué sabía de verdad, al fin y al cabo? «Que se vaya», le dije. Pero Lazard me dijo que no era así cómo funcionaban las cosas, que tenía que enterarse de lo que sabían ella y los americanos sobre su operación, para proteger sus negocios. Yo seguía sin poder aceptarlo. Me dijo: «Ya verás, Paddy, te vendrá mañana con que se tiene que ir… que su madre se muere o algo por el estilo, y se acabó. Quedaremos al descubierto». ¿Qué más? Sí, eso es: «Ya sé que te tiene loco, Paddy -me dijo-, pero es una espía. Sea lo que sea lo que existe entre vosotros, no es real, al menos no desde su punto de vista. Vamos a tener que extirparla». Dios mío, como si fuera un cáncer o algo así.
»Esa noche la vi. Nos encontramos en el casino. Bailamos, jugamos a las cartas, un poco a la ruleta, tomamos unas copas. La acompañé a pie hasta su casa. Hicimos el amor en su cama individual y, ¿sabes?, no estaba sólo tranquila… estaba serena. Estaba serena y parecía profundamente feliz. Pensé que Lazard se equivocaba. Tenía que ser un error.
Wilshere abrazó a Anne contra su pecho. Apuró el cigarrillo, su mano más relajada ahora que la historia había salido a la luz. Encendió otro y bebió un poco más. Anne guardaba silencio, sus pensamientos desesperados se entrecortaban con el recuerdo de Karl Voss y el pensamiento de si eso era «real» y cómo se podía saber lo que es cierto de alguien en cualquier caso. Karl Voss no había estado al corriente del primer amor de su padre. Tuvo que tirar sus cenizas sobre la tumba de una desconocida. Y, de improviso, como un fragmento soñado la noche anterior que de repente cobra claridad, apareció la imagen de Mafalda, con la figurita de arcilla en las manos, la mujer con los ojos vendados: Amor é cego. El amor es ciego.
– Al día siguiente me llamó Lazard para decirme que la PVDE no le había renovado el visado a Judy. Tenía dos o tres días para partir. Los dos llamamos al capitán Lourenço pero nos aseguró que no estaba en sus manos. No podía hacer nada. Lazard fue a verle, le ofreció dinero… Nada. Entonces supimos que era un asunto político. Lazard le ofreció dinero a Lourenço sólo por decirle por qué no le daban el visado. Le respondió con una palabra: «Americanos». Era lo que Lazard había anticipado: la iban a sacar. Después descubrió que había un contrato de gasolina unido al trato. Me sentí enfermo. Llegué a vomitar de verdad. Lazard creía que teníamos que actuar. Me dijo que la convenciera para que fuésemos en su coche a Pé da Serra… que iba a ser nuestro último recorrido a caballo por la serra o algo por el estilo. Él se presentó allí.
Wilshere se detuvo un momento, con la mirada fija en algo tan lejano que tenía que encontrarse en pleno centro de su cabeza. Volvió a apretar con fuerza el hombro de Anne, que necesitaba el apoyo. Le estaban pasando cosas espantosas. No había parte de su cuerpo que no reaccionara a la atroz comprensión de lo que había sucedido, que sólo ella, en ese momento, entendía. La carne, la cobertura de su cuerpo, se le alejaba repelida por los cálculos de la mente. Resultaba difícil conseguir oxígeno, o no podía extraerle al aire el necesario. Wilshere siguió adelante, imperturbable.
– Primero hablé yo con Judy. Lo negó todo. Fue muy convincente, pero en cuanto empecé a preguntarle vi que tenía miedo. Hizo todo lo que pudo, todo. Me dijo lo mucho que me quería, que tenía que ir con ella a Estados Unidos, lo diferente que sería allí todo, lejos de la guerra. Y… y… no me creí ni una palabra. Su miedo en ese primer momento. Fue algo espantoso. Yo había alcanzado la cúspide, el cénit del… amor total y en ese momento se convirtió todo en polvo.
»Lazard tomó las riendas. Se la llevó a las cuadras. Me dijo que era mejor que yo no fuera. No fui. No podía presenciarlo. Lazard tenía que descubrir lo que quería saber. La ató, le pegó. Yo no…
Sacudió la cabeza, para negarlo todo. La parte que no había sucedido. Anne temblaba y el corazón le latía rápido y tenso, como dedos sobre una piel de tambor dura. Wilshere la consoló acariciándole el brazo, palpando la carne de gallina.
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