Voss había vuelto a sentarse y descubrió que en ese momento estaba doblado sobre sus rodillas como si padeciera un cólico terrible. Se incorporó, volvió a encorvarse, le dio una calada a su cigarrillo, bebió. Le vino a la cabeza aquel otro mundo, aquel planeta distante a menos de cincuenta kilómetros en el que habían existido certezas: un tórax tembloroso en sus manos y, más allá de los barrotes, de las rejas, una especie de esperanza, una posibilidad muy remota.
– ¿Se encuentra bien, Voss, compañero? -preguntó Rose.
Voss volvió a incorporarse, otro intento de apartarse de aquello, de desprenderse de ese cascarón seco, esa costra de piel, los nervios llenos de nudos y los estúpidos huesos que había debajo.
– Un dedo de whisky, tal vez, ¿le iría bien? -ofreció Rose; se le acercó con la petaca y le salpicó de licor frío la mano al servírselo. Voss se la lamió, descubrió el sabor de Andrea en la red que formaban el pulgar y el índice y se aferró a él.
– ¿Sigue aquí, amigo?
– No veo el momento -dijo Voss, pensando que ella se enorgullecería de él- de presenciar cómo besan a Stalin en sus labios rojos y bigotudos.
– Mire, Voss… -dijo Rose, y Voss lo hizo, con ademán desafiante, pensando «¿dónde está ahora tu sentido del humor, Richard verdammt Rose?».
Sutherland alzó la mano entre los dos.
– Somos la sección de Lisboa, Voss. He aquí quiénes somos y todo lo que somos. Se lo comunicamos todo a Londres. No estamos en condiciones de tomar decisiones políticas ni de hacer concesiones. Tan sólo podemos hacer lo que nos dicen. Londres agradece mucho su información…
– Les estamos ayudando a ganar la guerra -interrumpió Voss-. Una guerra que ya casi ha terminado, que provocará cambios en Europa, que podría provocar -si persisten en su relación romántica con el Este- que la mitad de ella fuera agavillada por la hoz y golpeada por el martillo. ¿Es eso lo que quieren?
– Muy poético -comentó Rose, inexpresivo.
– No es decisión nuestra -insistió Sutherland-. Exponemos sus razones, créame. Las exponemos con vehemencia.
– ¿Y mi recompensa? -preguntó Voss, con las manos extendidas-. Lanzarán un ingenio atómico sobre Dresde. Les doy las gracias.
– Tenemos una larga noche por delante, ¿sabe, Voss? -dijo Rose, mientras se acercaba a la chimenea por detrás de Sutherland.
– Lo que sí podemos hacer -dijo éste-, es cuidar de usted.
– ¿Cuidar de mí?
– Aquí en Lisboa -explicó Rose-. Ya sabe lo que pasa cuando se empieza a perder una guerra. Hora de ensartar a los traidores en el asador.
– Por el amor de Dios, Richard -dijo Sutherland.
Rose cruzó los tobillos y realizó un galante ademán digno de Noel Coward con la mano del cigarrillo.
– ¿Es que no es así?
– Podría estar a gusto en Lisboa -dijo Sutherland.
– Siempre y cuando le gusten las mujeres morenas -añadió Rose, mirándole fijamente.
Su discusión estaba provocando un temblor en la mente de Voss. Sabían algo. Wallis debía de haber visto algo. Pero ¿cuándo?
– ¿Creen que mi seguridad personal ha tenido alguna importancia en todo esto? -preguntó Voss-. ¿Creen que juego a esto para salvar el pellejo?
Sutherland se sintió rastrero al instante, asqueado. Rose, no.
– Es una opción -dijo, ligero como plumón de pato.
«Estos hombres no son mejores que el coronel de las SS Weiss de Rastenburg -pensó Voss-. No sólo no se dispone nunca de crédito con ellos, sino que se les paga… se les paga no tanto para que abran un resquicio hacia la luz, sino más bien para descubrir la grieta viscosa que lleva a la caverna sudorosa de las vergonzosas necesidades humanas.»
– Lo que quiere decir -apuntó Sutherland, él mismo asqueado de Rose-, es que nos aseguraremos de que no caiga. Si se le echan encima y nos enteramos, lo sacaremos.
– Pero no es por eso por lo que estoy aquí. Pensaba que lo entendían -le dijo Voss, directamente a Surtherland-. Estoy aquí… Estoy aquí…
– ¿Sí? -preguntó Rose.
¿Por qué estaba allí? ¿Cuál era su motivo? Jamás lo había meditado para exponerlo con palabras. Tan sólo lo había dado por supuesto. ¿Su país? No, eso no era cierto. No era exacto.
– ¿Por qué está aquí? -insistió Rose, que se deleitaba por la turbación de Voss.
– Estoy aquí por mi padre -dijo Voss, a punto de llorar al pensarlo-. Estoy aquí por mi hermano.
Sutherland parecía muy avergonzado. Rose esperaba algo más grotesco: «Estoy aquí para salvar a mi país del oso ruso», eso habría sido satisfactorio. En eso podría haberse cebado.
Voss volvió a sentarse, paseó la mirada por la habitación y sintió la calidad de su silencio. ¿Rose? Al diablo con él. Sutherland. Se lo contaría a Sutherland.
– A finales del mes que viene lanzarán un nuevo tipo de cohete -dijo, antes incluso de darse cuenta de que hablaba-. Es de largo alcance y, a diferencia del Vi, que tengo entendido que llaman «el abejorro», es completamente silencioso. Y pesa catorce toneladas.
– ¡Catorce toneladas! -exclamó Sutherland.
– Venga ya, Voss -dijo Rose-. ¿Qué carga explosiva va a llevar un trasto como ése? No nos cuente…
– Se lo estoy contando, si es que quieren escucharme. Es a esos cohetes a los que Hitler llama sus armas milagrosas, pero -añadió, mientras señalaba con el dedo- seguirán llevando explosivos convencionales.
– ¿Dónde están los cohetes? -preguntó Sutherland, cortando en seco a Rose.
– Bajo tierra. Se encuentran en las montañas de Harz, no muy lejos de Buchenwald. Resultarán casi imposibles de destruir desde el aire. -No me puedo creer… -empezó Rose. -Tendrá que creerme.
– ¿Y qué le compra Wolters a Lazard? -preguntó Rose-. No nos venga con que Lazard regresará con un millón de dólares en TNT.
– Ahora Lazard no está en nuestras manos. Sólo lo descubrirán cuando lo cojan en Nueva York. Dudo, si tiene un ápice de sentido común, que se pasee con una maleta de material atómico.
– Se trata de una coincidencia interesante, pese a todo -dijo Rose-. El cohete nuevo, más grande, y el viaje de Lazard.
– Por eso deben tener cuidado… de no perder a Lazard -dijo Voss-. En cualquier caso, quizá les apetezca bombardear los laboratorios de investigación de Berlín-Dahlem. No les dará una gran satisfacción. Les he dicho una y otra vez, y lo deben de saber por sus propias investigaciones, que la actividad industrial necesaria para producir la sustancia de una bomba atómica sería enorme. Imposible de pasar por alto. Alemania no dispone del dinero ni del material.
– Pero tienen a Hahn y a Heisenberg.
– Son científicos, no magos. Son iguales que Dornberger y Von Braun. -¿Los hombres de los cohetes?
– Pero se diferencian de Dornberger y Von Braun en que ellos sí disponen de los materiales necesarios para construir cohetes. Hahn y Heisenberg sólo tienen un pequeño ciclotrón a medio funcionamiento y un poco de agua pesada de Rjukan. Incluso su precioso uranio será lanzado al enemigo ahora que el suministro de volframio se ha interrumpido.
Sutherland miró el reloj.
– Ha comentado algo sobre el Alto Mando.
– ¿Qué hora es? -preguntó Voss.
– Medianoche pasada.
– Mañana, 20 de julio, antes de mediodía, Hitler será asesinado con una bomba que introducirán en su sala de mando del cuartel general de Rastenburg -dijo Voss, ya más calmado al respecto, aunque seguía esperando causar una honda impresión.
– ¿Cuántas veces le oímos lo mismo a Otto John en marzo? -se mofó Rose.
– Pero no a mí, ni ahora -dijo Voss-. El asesinato pondrá en marcha la Operación Valquiria. Yo arrestaré o mataré al general de las SS Wolters y a cualquier otro hombre de las SS de la Legación. A partir de ese momento, caballeros, espero y supongo que podremos dar inicio como corresponde a nuestras negociaciones.
Читать дальше