Infante y Patty, su segunda mujer, ni siquiera se tomaron la molestia de visitar a un asesor. Saltaron directamente al cuadrilátero, contrataron abogados muy caros que no podían permitirse, y acabaron endeudándose en la pelea por quedarse con unas propiedades irrisorias. De nuevo Infante se sintió afortunado por el hecho de que no hubiese hijos. Patty, que no era una experta en asuntos bíblicos ni, si vamos a eso, una estudiosa de absolutamente nada ,habría estado dispuesta a partir un crío por la mitad incluso antes de que Salomón se lo propusiera. Sólo que, en lugar de hacer un corte limpio desde la cabeza hasta el dedo gordo del pie, habría cortado por la cintura y le habría ofrecido a Infante la mitad inferior, la que caga y mea. Y la cuestión fue que él supo que era así, lo supo desde siempre. Incluso el día de la iglesia (porque Patty, pese a que cargaba a esas alturas con dos matrimonios anteriores, se empeñó en hacer una gran celebración), incluso ese día Infante supo que ella era así, y que la boda era un grave error. Viéndola avanzar hacia él por el pasillo tuvo la sensación de que era un camión a punto de atropellarle.
Pero follaban de cine.
Inmediatamente después de cruzar la frontera de Pennsylvania, la Interestatal 83 se convertía en una carretera vecinal, y el límite de velocidad bajaba en 15 km por hora. Pese a todo era fácil comprender por qué había gente de Baltimore que prefería vivir y hacerse sesenta kilómetros cada día para ir al curro en coche, y no era solamente porque los impuestos eran más bajos. Era un lugar bonito, con sus campos llanos de cereales ambarinos que parecían un mar de suave oleaje. Tomó la primera salida y, obedeciendo las instrucciones de Nancy, que le imprimió una hoja de ruta sacada de Internet, se metió por una carretera serpenteante que se dirigía al oeste y después giraba al noreste. Pasó delante de un McDonald's, un par de supermercados, ésa era una zona bastante habitada. Le pareció que los neumáticos del coche gemían de preocupación. Al atravesar esa parte tan urbanizada comenzó a comprender que las probabilidades de que lo que él buscaba estuviera tal como antaño eran bien pocas.
En realidad, nulas. Llegó a la manzana del número 13350, pero siguió conduciendo algunos kilómetros más, dejando a su espalda la urbanización Glen Rock, y un rato después dio media vuelta. Confiaba en haberse equivocado. No era así. Las señas que la mujer del hospital les había proporcionado correspondían ahora a una urbanización que prometía «un paraíso de exclusividad con casas para ejecutivos en parcelas enormes». «Enormes» significaba en ese caso concreto unos terrenos de unos 4.000 metros cuadrados, y las casas para ejecutivos de la publicidad eran edificios de hacía al menos dos o tres años, a juzgar por lo flacos y enanos que eran todavía los árboles, y la escasa eficacia del ajardinamiento. En cuanto a los ejecutivos, a juzgar por los coches que tenían aparcados junto a las casas, se trataba de gente más bien de nivel medio, pues los modelos eran Subaru, Camry y algún Jeep Cherokee como mucho. Si se hubiese tratado de una urbanización de ricos de verdad, se habrían visto Mercedes y Lexus. De hecho, la gente adinerada no necesitaba irse tan lejos de la ciudad para disponer de casas grandes con garaje parados coches.
¿Había por lo menos algún huerto? Si lo había habido, hacía tiempo que se lo habían cargado.
– Pues qué bien -se dijo a sí mismo en voz alta, imitando la entonación del conocido presentador del «Saturday Night Live».
La mujer le pareció más que convincente cuando mostró tanto miedo ante la idea de regresar a ese lugar, pero ahora Infante se preguntaba si no era miedo a tener que fingir sorpresa al ver que no había nada de lo que decía. Cogió un lápiz y anotó el nombre de la constructora que había creado la urbanización. Preguntaría a la policía local si se habían encontrado huesos en el curso del movimiento de tierras, y le pediría a Nancy que cruzara datos de varias fuentes para comprobar si había algún indicio al respecto. Por mucho que Baltimore y York fuesen condados vecinos, lo normal no era que si aparecían huesos en uno de ellos alguien comprobase si podían corresponder a un desaparecido del condado de al lado. Y mucho menos que alguien rastreara hasta el caso de una desaparición de dos niñas ocurrida treinta años atrás. Era un fastidio, pero no existía ninguna base de datos que cubriese el país entero, una web donde tecleando cierta información salieran en un santiamén todos los casos de personas desaparecidas. Llamó al móvil de Nancy.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó ella-. Porque yo tengo…
– Han urbanizado la zona. Pero se me ha ocurrido una idea. ¿Te importaría entrar en los archivos informáticos del condado de York y poner, no sé, algo así como «huesos» y el nombre y el número de la calle, a ver qué sale? Si había una tumba, al preparar los terrenos para hacer la parcelación, seguro que la tendrían que haber encontrado, ¿no?
– Ah, ¿quieres que haga una búsqueda de datos booleana?
– ¿Cómo dices? ¿Boole qué?
– Da lo mismo. Ya te he entendido. Pero déjame que te explique lo que he encontrado yo mientras estaba confortablemente sentada ante mi ordenador…
Infante prefirió no decir lo que pensaba que le ocurría a Nancy de tanto estar confortablemente sentada, es decir, que su culo estaba creciendo desmesuradamente.
– Cuéntame…
– Por fin he localizado los datos del registro de la propiedad. Ese terreno fue adquirido por la empresa Mercer S.L. en 1978, pero anteriormente residió en la casa un tal Stan Dunham. Y Dunham era, en efecto, miembro de la policía del condado. Llegó a ser sargento, y estaba especializado en atracos a mano armada. Se retiró en 1974.
Así pues, hubo alguien llamado Dunham que había sido policía, al menos hasta poco antes del momento de la desaparición de las niñas, aunque esa diferencia no tenía que ser significativa para una cría de tan poca edad. En cualquier caso, cambiaba un poco las cosas a la hora de que el departamento tuviese que digerir según qué mala noticia. Un poco, al menos.
– ¿Vive todavía?
– En cierto modo. Cobra su pensión en unas señas del condado de Carroll, por la zona de Sykesville. Vive en algún tipo de residencia asistida o algo así. A juzgar por lo que me han dicho en ese sitio, más que residir allí, está teniendo que ser asistido.
– ¿Qué quieres decir?
– Que le diagnosticaron un Alzheimer hace tres años. Ya no sabe ni quién es, la mayor parte de los días. No tiene parientes vivos y, según los que llevan la residencia, no hay datos de ninguna persona a la que dirigirse el día en que la palme, pero dio poderes a un abogado.
– ¿A quién?
– Se llama Raymond Hertzbach, y vive al norte, en York. Podrías ir a visitarle antes de regresar… Lo siento por ti.
– Eh, tía, que a mí sí me gusta salir de la oficina. No me hice policía para pasarme el día sentado.
– Ni yo tampoco, pero la vida cambia ciertas cosas.
La actitud hubiera podido parecerle algo suficiente a otra persona, pero Infante sabía que Nancy no era nada presuntuosa. Era posible que hubiese oído algún comentario acerca de lo que le estaba pasando a su trasero desde que trabajaba todo el día sentada. Ningún problema.
La carretera degeneraba todavía más al acercarse a la capital del condado, y Kevin se alegró de no estar usando su coche particular para meterse en los baches y charcos de Pennsylvania. Hertzbach, el abogado, tenía aspecto de ser el pez más grande de aquella pequeña pecera, tenía un anuncio muy grande al lado de la carretera y una oficina en un edificio Victoriano rehabilitado. Rollizo y lustroso, llevaba camisa de color rosa y corbata con estampado de flores sobre fondo rosa, lo cual armonizaba con su tez también sonrosada.
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