Entraron en la sala.
– Bienvenido, señor Malone -lo saludó una voz de hombre.
Dos tipos cobraron forma de entre la oscuridad de una de las otras puertas. Uno era el Guardián al que antes tenía McCollum a punta de pistola, sin el sombrero de paja; el otro, Adán, el israelí del apartamento de Haddad y el monasterio lisboeta.
Malone los apuntó con su arma.
Ni el Guardián ni Adán se movieron. Ambos se limitaron a mirarlo con preocupación.
– No soy su enemigo -aseguró Adán.
– ¿Cómo ha dado con nosotros? -inquirió Pam.
– Son ustedes quienes han dado conmigo.
Malone recordó que el hombre que tenía enfrente había matado a George Haddad. Después reparó en que Adán vestía de forma similar al Guardián de menor edad: pantalones holgados, jubón metido por dentro, cinturón de cuerda y sandalias.
Ninguno de los dos iba armado.
Malone bajó la pistola.
– ¿Es usted un Guardián? -le preguntó a Adán.
– Un fiel servidor.
– ¿Por qué mató a George Haddad?
– No lo maté.
Un movimiento tras los dos hombres llamó la atención de Malone. Vio que una tercera figura salía de la entrada: era Eva, la otra ejecutora del piso de Haddad. Vivita y coleando.
– Señor Malone -comenzó a decir ésta-. Soy la ayudante del bibliotecario, y le debemos una explicación, pero ha de ser deprisa.
Él mantuvo la compostura.
– Lo de Londres fue una estratagema. Resultaba imprescindible que usted continuara adelante, y el bibliotecario pensó que el ardid era la mejor forma de conseguir dicho objetivo.
– ¿El bibliotecario?
Ella asintió.
– Él nos guía. No somos muchos, pero siempre hemos sido los suficientes para proteger este lugar. Muchos Guardianes han desempeñado su cometido, estoy segura de que vio sus huesos en la iglesia. Sin embargo el mundo está cambiando, y cada vez nos es más difícil continuar con nuestra misión. Estamos a punto de quedarnos sin fondos, y últimamente nuestras adquisiciones han sido pésimas. Luego está la peor amenaza.
Malone aguardó a que se explicara.
– Durante los últimos años alguien nos ha estado buscando, incluso han involucrado a gobiernos. El incidente de hace cinco años con George Haddad (cuando usted logró ocultarlo) dio a conocer a un invitado y lo puso al descubierto, cosa que nunca había pasado antes. Todos los invitados del pasado mantuvieron su palabra de guardar el secreto salvo uno: Thomas Bainbridge. No obstante, tuvimos suerte, y su transgresión resultó útil. Su búsqueda fue posible gracias a la indiscreción de Bainbridge.
– ¿Sabían que veníamos? -inquirió Pam.
– La mayor parte de su viaje la provocamos nosotros, a excepción de la agresividad que han manifestado los israelíes al intentar encontrarlos. Intervinieron incluso los americanos, pero por diferentes motivos, al parecer. Todo el mundo estaba dispuesto a utilizarnos de moneda de cambio. El bibliotecario decidió poner en marcha sucesos controlados por nosotros que condujeran directamente aquí a las personas pertinentes.
– ¿Cómo es posible? -quiso saber Malone.
– Está usted aquí, ¿no es cierto?
– Fuimos a Londres para darle un empujoncito -apuntó Adán-. Utilizamos algunos efectos especiales teatrales para convencerlo de los disparos. -Adán se volvió hacia Pam-. Darle fue un accidente. No esperaba que se hallase fuera.
– Ya somos dos -repuso Malone.
– Después nos dirigimos a Lisboa -prosiguió Adán- con el propósito de hacer lo mismo, además de distraer a los israelíes. Necesitábamos que ustedes tres vinieran aquí solos. Los otros, los de la abadía, formaban parte de un escuadrón de ejecutores del Mosad, pero ustedes los eliminaron.
Malone miró a Pam.
– Por lo visto, no has sido la única a la que se la han pegado.
– El hombre que ha venido aquí con ustedes se llama Dominick Sabre -explicó Eva-, aunque su verdadero nombre es James McCollum. Trabaja para una organización denominada la Orden del Vellocino de Oro, y ha venido a llevarse la biblioteca.
– Y lo he traído yo -se lamentó Malone.
– No -corrigió Adán-. Nosotros le permitimos que lo trajera.
– ¿Dónde está el “bibliotecario? -se interesó Pam.
Adán señaló las entradas.
– Ahí dentro, con Sabre. A punta de pistola.
– Cotton -dijo Pam-. ¿Te das cuenta de lo que están diciendo? Si Eva no murió…
– El bibliotecario es George Haddad.
Eva asintió, las lágrimas se le agolpaban en los ojos.
– Va a morir.
– Ha llevado dentro a Sabre a sabiendas de que no volverá -informó el guardián de menor edad.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Malone.
– O bien la Orden o bien Sabre quieren este sitio. ¿Cuál de los dos? Aún está por ver. Pero, pase lo que pase, nos matarán a todos. Dado que sólo somos un puñado no será muy difícil.
– ¿No hay armas en este sitio?
Adán negó con la cabeza.
– No están permitidas.
– ¿Merece la pena morir por lo que hay ahí detrás? -le planteó Pam.
– Sin duda -replicó Adán.
Malone sabía lo que estaba pasando.
– Su bibliotecario fue responsable de la muerte de un Guardián hace mucho tiempo, y cree que su muerte expiará ese pecado.
– Lo sé -aseguró Eva-. Esta mañana los vio lanzarse en paracaídas y supo que era su último día. Me dijo lo que iba a hacer. -Se adelantó, las lágrimas le corrían ahora por las mejillas-. Dijo que usted detendría lo que estaba pasando. Así que sálvelo. No tiene por qué morir. Sálvenos a todos.
Malone se situó frente a la puerta de la «m» y agarró el arma con firmeza. Dejó la mochila en el suelo y le pidió a Pam:
– Quédate aquí.
– No -se opuso a ella-. Voy contigo.
Se encaró con Pam. Esa mujer, a la que había querido y odiado, siempre lo retaba, igual que Haddad.
– Quiero ayudar -aseveró.
Él no tenía idea de lo que sucedería dentro.
– Gary necesita al menos a un progenitor.
Ella lo miró fijamente y repuso:
– Ese anciano también nos necesita.
Maryland
Stephanie escuchaba la Fox News Radio. Habían informado de la bomba en el coche, dado a conocer la matrícula del vehículo e identificado a Daley. Los comensales del restaurante habían confirmado la identificación física, además de describir a la mujer que se hallaba sentada con él. Los testigos habían referido que ésta, junto con otra mujer de piel oscura, habían salido corriendo de allí antes de que llegara la policía.
Como era de esperar, la prensa no informó de que se habían encontrado unos hombres armados muertos a escasos kilómetros del lugar de la explosión. La operación de limpieza del servicio secreto había sido rápida y minuciosa.
Ahora conducían otro coche, un Chevrolet Tahoe, que Daniels les había proporcionado. El presidente las quería lejos de Camp David antes de que ella hiciera la llamada. Cuando se hallaban a más de cien kilómetros al sur, en las ameras del norte de Washington, Stephanie cogió su móvil y marcó el número de Green.
– Estaba esperando -dijo éste al cogerlo-. ¿Te has enterado de lo de Daley?
– Teníamos asientos de primera fila. -Y le contó lo que había ocurrido en el restaurante.
– ¿Qué hacías allí?
– Desayunar. Invitaba él.
– ¿A qué viene esa frivolidad?
– Ver morir a un hombre te cambia la actitud.
– ¿Qué está pasando? -exclamó Green.
– Los que mataron a Daley trataron de liquidarnos a Cassiopeia y a mí, pero conseguimos zafarnos. Por lo visto seguían a Daley, y fueron por nosotras nada más salir del restaurante.
– Parece que tienes siete vidas, Stephanie.
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