El chirrido de una puerta que se abría y cerraba resonó al otro lado del iconostasio, en la parte delantera de la iglesia. Con el arma en ristre, Malone se acercó y cruzó la entrada que se abría en mitad de la ornada mampara.
Al fondo se veía una única puerta.
Se aproximó.
Era de cedro, y encima se leían las palabras del Salmo 118: «Ésta es la puerta de Yavé; entran por ella los justos.»
Malone agarró el asidero de cuerda y tiró. La puerta se abrió entre gemidos. Sin embargo él reparó en algo más: por el otro lado, la antigua puerta estaba dotada de un añadido moderno, un cerrojo de seguridad electrónico. Un cable serpenteaba hasta la bisagra y desaparecía en un orificio practicado en la piedra.
Pam también lo vio.
– Esto es muy raro.
Él asintió.
Después miró al otro lado y su confusión aumentó.
Maryland
Stephanie bajó de un salto del helicóptero que las llevó a ella y Cassiopeia de vuelta a Camp David. Daniels las esperaba en la plataforma de aterrizaje. Stephanie fue directa a él mientras el vehículo se elevaba en el cielo y desaparecía entre las copas de los árboles.
– Usted será el presidente de Estados Unidos -le soltó-, pero es un maldito hijo de puta. Nos mandó allí a sabiendas de que nos atacarían.
Daniels puso cara de incredulidad.
– ¿Cómo iba a saberlo?
– Y el helicóptero con el tirador pasaba por allí, ¿no? -preguntó Cassiopeia.
El presidente hizo un gesto.
– Demos un paseo.
Echaron a andar por un ancho sendero. Tres agentes del servicio secreto los seguían a unos veinte metros.
– Cuéntame lo sucedido -le pidió Daniels.
Stephanie se tranquilizó, resumió la mañana y terminó diciendo:
– Creía que alguien está conspirando para matarlo a usted.
Se le hizo extraño referirse a Daley en pasado.
– Es verdad.
Se detuvieron.
– Se acabó -Le espetó ella-. Ya no trabajo para usted, me tiene actuando en la más absoluta oscuridad. ¿Cómo espera que lo haga?
– Estoy seguro de que te gustaría recuperar tu empleo, ¿no es cierto?
Ella no respondió en el acto, y su silencio transmitió, para fastidio suyo, que así era. Había dirigido el Magellan Billet desde siempre. Lo que quiera que estuviese pasando en un primer momento no la afectaba, pero ahora tipos que no le caían bien y a los que no admiraba la estaban utilizando. De manera que respondió al presidente con sinceridad:
– No si tengo que besarle el culo. -Hizo una pausa-. O seguir poniendo a Cassiopeia en peligro.
Daniels pareció quedarse como si tal cosa.
– Ven conmigo.
Caminaron en silencio por el bosque hasta llegar a otra cabaña. Una vez dentro el presidente les señaló un reproductor de CD portátil.
– Escucha esto.
– Brent, no te puedo explicar los pormenores, salvo que la otra noche escuché por casualidad una conversación entre tu vicepresidente y Alfred Hermann. La Orden, o, para ser más concretos, Hermann, planea matar a tu presidente.
– ¿Conoces los detalles? -inquirió Green.
– Daniels va a efectuar una visita inesperada a Afganistán la semana que viene. Hermann ha contratado a gente de Bin Laden y les ha proporcionado los misiles necesarios para destruir el avión.
– Es una acusación grave, Henrik.
– Que no acostumbro a hacer. Lo oí yo mismo, junto con el hijo de Cotton Malone. ¿Puedes informar al presidente? Anula el viaje. Eso resolverá el problema más inmediato.
– Naturalmente. ¿Qué está pasando ahí, Henrik?
– Más de lo que puedo explicar. Seguiré en contacto.
– Esto fue grabado hace una hora -explicó Daniels-. No he recibido llamada alguna de mi leal fiscal general. Cabría pensar que al menos podría haberlo intentado. Como si fuera difícil localizarme.
Stephanie quería saber algo.
– ¿Quién mató a Daley?
– Larry, Dios se apiade de su alma, se propasó. Es evidente que era un hombre ocupado. Sabía que algo iba a pasar y decidió hacer de llanero solitario. Ése fue su error. Los que tienen esas memorias USB, ellos fueron quienes mataron a Larry.
Ella y Cassiopeia se miraron. Al cabo Stephanie dijo:
– Green.
– Parece que tenemos un ganador del concurso quién-es-un-traidor.
– Pues ordene que lo detengan -sugirió ella.
Daniels meneó la cabeza.
– Necesitamos más. El artículo tres, apartado tercero de la Constitución es muy claro: constituye un acto de traición contra Estados Unidos cooperar con el enemigo. Quienes me quieren muerto son nuestro enemigo, pero no se puede condenar a nadie por traición a menos que se cuente con el testimonio de dos testigos y un intento claro. Necesitamos más.
– Supongo que podría volar a Afganistán y, después de que su avión estalle en mil pedazos, tendríamos ese intento claro. Cassiopeia y yo podemos ser los dos testigos.
– Muy bueno, Stephanie. Vale, erais el cebo, pero os guardé las espaldas.
– Muy amable por su parte.
– No se puede levantar la liebre sin un buen perro. Y disparar antes de que eso suceda es malgastar cartuchos.
Ella entendió. Había ordenado eso mismo numerosas veces.
– ¿Qué quiere que hagamos? -preguntó con resignación.
– Ir a ver a Brent Green.
Malone contemplaba la desconcertante escena. La puerta de la iglesia se abría al interior de la montaña. Ante sí se extendía un salón rectangular de unos quince metros de ancho y otros tantos de fondo. Iluminado con apliques de plata, los muros de granito brillaban como espejos, en el suelo otro bonito mosaico, el techo decorado con cenefas y arabescos en rojo y marrón. En el extremo opuesto de la estancia se alzaban seis filas de pilares de mármol negro y gris. Entre los pilares se abrían siete entradas, cada una de ellas una oscura boca sobre la cual se veía una letra en redonda:
«v s o v o d a». Sobre los caracteres se leía otro pasaje bíblico. Del Apocalipsis, en latín.
Malone tradujo en voz alta.
– «No llores, mira que ha vencido el león de la tribu de Judá para abrir el libro y sus siete sellos.»
Oyó unos pasos que resonaban en alguna de las aberturas; imposible decir en cuál de ellas.
– McCollum está ahí dentro -afirmó Pam-. Pero ¿dónde?
Él se acercó a una de las aberturas y entró. Dentro, un túnel se adentraba aún más en la roca, a cada seis metros más apliques de bajo voltaje. Echó un vistazo a la entrada contigua, que también se hundía en la montaña.
– Interesante: otra prueba. Hay siete caminos distintos para la biblioteca. -Se quitó la mochila-. ¿Qué ha sido de los días en que uno simplemente se sacaba un carné?
– Es probable que hayan corrido la misma suerte que los aterrizajes convencionales en avión.
Él sonrió.
– La verdad es que hiciste un buen salto.
– No me lo recuerdes.
Malone miró con atención las siete entradas.
– Sabías que McCollum pasaría a la acción, ¿no? Por eso lo dejaste ir con el Guardián.
– No ha venido por la experiencia intelectual. Y no es ningún buscador de tesoros: ese tipo es un profesional.
– Igual que el abogado con el que yo salía, era algo más que un abogado.
– Los israelíes jugaron contigo. No te hagas mala sangre. También lo hicieron conmigo.
– ¿Crees que todo esto estaba organizado?
Él meneó la cabeza.
– Más bien nos han manipulado. Recuperamos a Gary con demasiada facilidad. ¿Y si se suponía que yo tenía que matar a esos secuestradores? Así, cuando fuera en busca de George, ellos no tendrían más que seguirme. Claro que tú estabas allí y los israelíes andaban a la zaga, de modo que se aseguraron de que te llevara conmigo, dándome un susto en el aeropuerto y en el hotel. Tiene sentido. De esa forma los israelíes podían matar a George y asunto liquidado. Y el que se llevó a Gary se ha unido a nosotros para encontrar esto, lo que significa que los secuestradores tienen unas prioridades distintas de las de los israelíes.
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