Que era exactamente lo que necesitaba.
A través de las plantas y las paredes de cristal Thorvaldsen vio que su anfitrión se acercaba. Reparó en su caminar resuelto y sus decididos ademanes. También reconoció al jefe de seguridad.
– Gary, viene el señor Hermann. Quiero que vayas al fondo y te ocultes entre las plantas. Es probable que esté de un humor de mil demonios, y tengo que hablar con él. No quiero que aparezcas hasta que yo te llame. ¿Te importa?
El muchacho hizo un gesto negativo.
– Venga, vete, y no hagas ruido.
El chico se escabulló por un sendero en la selva del invernadero y desapareció entre el follaje.
Hermann se detuvo en el exterior.
– Espera aquí -le dijo al jefe de seguridad-. No quiero que me molesten. Encárgate.
Y, acto seguido, abrió de golpe la puerta de madera y apartó la cortina de plástico. Las mariposas revoloteaban silenciosas por el tibio aire. El hilo musical no había sido conectado. Thorvaldsen estaba sentado en una de las sillas que él y Sabre habían ocupado unos días antes. Vio en el acto las cartas y sacó el arma del bolsillo.
– Tienes algo que es mío -dijo con firmeza.
– Así es. Y por lo visto lo quieres.
– Esto ya no tiene gracia, Henrik.
– Tengo a tu hija.
– He decidido que puedo vivir sin ella.
– Estoy seguro de que sí. Me pregunto si lo sabrá ella.
– Al menos yo aún tengo una heredera.
El golpe fue duro.
– ¿Te sientes mejor diciendo eso?
– Mucho. Pero, como tú bien has observado, es probable que Margarete sea la ruina de esta familia cuando yo haya desaparecido.
– Tal vez haya salido a su madre. Si mal no recuerdo, ella también era una mujer impulsiva.
– En muchos aspectos, pero no permitiré que Margarete se interponga en nuestro éxito. Si tienes intención de hacerle daño, házselo. Quiero lo que es mío.
Thorvaldsen agitó las cartas.
– Supongo que las habrás leído.
– Muchas veces.
– Siempre has hablado con decisión en lo relativo a la Biblia. Tus críticas eran mordaces y, debo admitir, bien razonadas. -El danés hizo una pausa-. He estado pensando. Hay dos mil millones de cristianos, algo más de mil millones de musulmanes y alrededor de quince millones de judíos. Y las palabras de estas hojas los desquiciarán a todos ellos.
– Ése es el error de la religión: no respeta la verdad. A ninguna le importa lo verdadero, sólo lo que pueden hacer pasar por la realidad.
Thorvaldsen se encogió de hombros.
– Los cristianos tendrán que admitir el hecho de que su Biblia, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, no son fiables. Los judíos aprenderán que el Antiguo Testamento relata la vida de sus antepasados en un lugar que no es Palestina. Y los musulmanes sabrán que su tierra sagrada, el más santo de sus lugares, fue la primera patria judía.
– No tengo tiempo para esto, Henrik. Dame las cartas y después mi jefe de seguridad te acompañará fuera de mi propiedad.
– Y ¿cómo vas a explicárselo a los miembros de la Orden?
– Te han llamado de Dinamarca. Una emergencia relacionada con los negocios. -Echó un vistazo alrededor-. ¿Dónde está el hijo de Malone?
Thorvaldsen se encogió de hombros.
– Divirtiéndose en alguna parte. Le dije que no se metiera en líos.
– Debiste aplicarte el cuento. Conozco los lazos que te unen a Israel, y supongo que ya los habrás informado de nuestros planes. Pero, como sin duda te habrán dicho, ya saben que vamos en busca de la Biblioteca de Alejandría, igual que ellos. Han intentado detenernos, pero hasta el momento no lo han logrado. Ahora ya es demasiado tarde.
– Depositas mucha fe en tu empleado. Quizá te decepcione.
Hermann no podía expresar su propia incertidumbre, de modo que prefirió asegurar con energía:
– Jamás.
Malone se levantó de la mesa y sacó el arma de la mochila.
– Me preguntaba cuánto tiempo permanecerías sentado -dijo Pam.
– Lo bastante para saber que nuestro amigo no va a volver.
Se echó la mochila al hombro y abrió la puerta. No se oían voces, ni la flauta. De pronto el complejo de construcciones parecía sagrado e inquietante.
Las campanas dieron las tres de la tarde.
Malone echó a andar por diversos edificios, cada uno de ellos con el color y la textura de las hojas marchitas. Una torre pardusca se erguía solemne, coronada por un tejado convexo. La irregularidad del pavimento revelaba su edad. La única señal de vida que se veía era la ropa -prendas interiores, calcetines, pantalones- tendida en un balcón.
Al doblar una esquina vio a McCollum y Sombrero de Paja, a unos treinta metros, cruzando una plazoleta con una fuente. A todas luces el monasterio tenía acceso a un pozo, ya que el agua no parecía suponer problema alguno. Tampoco la energía, a juzgar por la cantidad de paneles solares y parabólicas.
McCollum apuntaba a Sombrero de Paja a la cabeza.
– Me alegra saber que no nos equivocábamos sobre nuestro socio -susurró.
– Supongo que quiere ser el primero en verla.
– Eso sí que es una grosería. ¿Vamos?
McCollum seguía al guardián y le apuntaba con el arma a la cabeza. Dejaron atrás más construcciones y se adentraron en el complejo, aproximándose a un punto en el que la obra del hombre se fundía con la naturaleza.
Detestaba tanta quietud.
Junto a una pared rocosa había una modesta iglesia pintada de amarillo pálido. Dentro, la abovedada nave contaba con luz natural y estaba atestada de iconos, trípticos y frescos. Sobre un rico suelo de mosaico pendían varias arañas de plata y oro. Aquella opulencia marcaba un fuerte contraste con el sencillo exterior.
– Esto no es una biblioteca -afirmó McCollum.
En el altar apareció un hombre, también de tez cetrina, pero menudo y con el cabello blanco ceniciento. Y de mayor edad, frisaría los setenta.
– Bienvenido -lo saludó-. Soy el bibliotecario.
– ¿Está usted al cargo?
– Tengo ese honor.
– Quiero ver la biblioteca.
– Para ello deberá soltar al hombre al que retiene.
Sabre apartó al Guardián de un empujón.
– De acuerdo, -Apuntó al bibliotecario-. Lléveme hasta ella.
– Claro.
Malone y Pam entraron en la iglesia. Dos hileras de columnas de granito, pintadas de blanco y con el capitel dorado, exhibían medallones con efigies de profetas del Antiguo Testamento y apóstoles del Nuevo. En los frescos de los muros, Moisés recibía las Tablas de la Ley y se postraba ante la zarza ardiente. Relicarios, patenas, cálices y cruces descansaban en armarios con el frente de cristal.
Ni rastro de McCollum o Sombrero de Paja.
A la derecha, en un recoveco, Malone vio dos vitrinas de bronce. Una contenía cientos de cráneos parduscos apilados, formando un horrendo montículo; la otra albergaba un espantoso revoltijo de huesos.
– ¿Guardianes? -sugirió Pam.
– Supongo.
Algo más en aquella nave iluminada por el sol llamó su atención: no había bancos. Malone se preguntó si se trataría de una iglesia ortodoxa. Era difícil de decir basándose en la decoración, que parecía una ecléctica mezcla de religiones.
Cruzó el piso de mosaico hasta el cubículo opuesto.
Dentro, en una repisa de piedra y ante una colorida vidriera, había un esqueleto vestido con un hábito púrpura y una cogulla, sentado, la cabeza levemente ladeada, como en actitud inquisidora. Los huesos de los dedos, en los que aún se veían restos de carne seca y fragmentos de las uñas, se aferraban a un báculo y un rosario. Debajo, en el granito, había tres palabras grabadas:
CUSTOS RERUM PRUDENTIA
– La prudencia es la guardiana de las cosas -tradujo él. El mensaje parecía claro.
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