– También tenemos blindaje -comentó Cassiopeia.
– Te encantarían los tanques. ¿Alguna idea de quiénes son?
– El que ha disparado nos perseguía en el paseo el otro día, así que me atrevería a decir que los saudíes nos han localizado.
– Debían de seguir a Daley y aparecimos nosotras.
– Qué suerte.
Stephanie volvió con rapidez al carril que se dirigía al sur, ahora tras el Ford. Cassiopeia bajó su ventanilla e hizo pedazos la luneta del coche de dos disparos. El Ford intentó realizar una maniobra similar, cambiar de carril, pero se vio obligado a volver al suyo para evitar un camión que se aproximaba. Cassiopeia aprovechó el momento para disparar nuevamente.
El copiloto del Ford fue a disparar, pero Cassiopeia hizo fuego y se lo impidió.
– Tenemos más problemas -anunció Stephanie-. Detrás. Otro coche.
El otro vehículo iba pegado a su parachoques. En él también había dos hombres. Stephanie no redujo la marcha. Detenerse las dejaría a merced de aquellos hombres armados.
Cassiopeia pareció evaluar la situación y decidió:
– Voy a darles a las ruedas del de delante. Después nos ocuparemos del otro.
Del exterior llegó un ruido sordo y después un estallido.
Stephanie notó que la parte posterior derecha del vehículo se sacudía y supo en el acto lo que había pasado: les habían reventado un neumático. Ella pisó el freno y no perdió el control del coche.
Otro ruido y la parte trasera izquierda empezó a sacudirse también.
Ella sabía que los disparos normales no hacían reventar los neumáticos, pero estaban perdiendo aire, y tan sólo disponían de unos minutos antes de quedarse sobre las llantas. Dejó que el coche siguiera rodando, lo cual les permitiría avanzar otro kilómetro y pico.
Cassiopeia le entregó un arma y cambió el cargador de la suya. Para empezar podían protegerse con el blindaje de la ranchera, pero después vendría el tiroteo, y la temprana hora y el rural entorno ofrecían demasiada impunidad a sus atacantes.
La parte trasera se pegó al asfalto, y un sonoro ruido metálico le dijo que la carrera había terminado.
Stephanie detuvo el vehículo y alzó el arma.
El Ford derrapó y se situó a un lado, y el coche de detrás siguió su ejemplo.
De ambos coches salieron hombres armados.
Malone se terminó la granada, una de sus frutas preferidas, y se tomó otra taza del amargo té. Los habían dejado a solas unos cuarenta y cinco minutos, aunque él tenía la sensación de que los vigilaban. Escudriñó el entorno, intentando decidir si en la estancia había cámaras. Todas las mesas estaban vacías, al igual que un aparador que había contra una pared. Imaginó el murmullo de los platos y de los cubiertos, las conversaciones en varios idiomas que sin duda acompañarían cada comida. Una puerta en el otro extremo permanecía cerrada. Intuyó que daría a la cocina. El refectorio en sí era fresco, gracias a los gruesos muros de piedra.
La puerta de fuera se abrió y entró Sombrero de Paja.
Malone reparó en que el joven parecía realizar cada una de sus acciones como si no fuese capaz de pensar en más de una cosa a la vez.
– Señor Haddad, ¿está listo para entrar en la biblioteca?
Malone asintió.
– Tengo la barriga llena y he descansado.
– Entonces podemos ir.
McCollum se levantó de la silla de un salto. Malone había estado esperando a ver qué haría.
– ¿Le importa que antes vayamos al servicio?
Sombrero de Paja asintió.
– Puedo llevarlo, pero después regresará usted aquí. El invitado es el señor Haddad.
McCollum le restó importancia a la exclusión.
– Muy bien, sólo lléveme al servicio.
Sombrero de Paja preguntó:
– Señor Haddad, ¿necesita ir usted?
Malone meneó la cabeza.
– ¿Es usted un Guardián?
– Lo soy.
Él estudió el redondo rostro de Sombrero de Paja. Su piel era extraordinariamente tersa, los pómulos altos, los ovalados ojos le conferían un aire oriental.
– ¿Cómo pueden llevar este sitio con tan poca gente? Sólo hemos visto a una persona de camino hacia aquí.
– Eso nunca ha sido un problema.
– ¿Qué hay de los intrusos? -se interesó McCollum.
– El señor Haddad es un hombre docto. No tenemos nada que temer.
Malone no dijo nada.
– Acompáñelo al servicio. Nosotros esperaremos aquí.
El Guardián se volvió hacia Pam.
– Yo estoy bien -aseguró ésta.
– No tardaremos.
Stephanie se preparó para pelear. Alguien había matado a Larry Daley y ahora la querían a ella. Estaba furiosa por haber arrastrado consigo a Cassiopeia, pero su amiga lo había elegido libremente, y en sus ojos no vio miedo ni pesar, sólo determinación.
Los cuatro hombres avanzaron hacia la ranchera.
– Encárgate de los dos de delante -le indicó Cassiopeia-. Yo me ocuparé de los de detrás.
Stephanie asintió.
Ambas se dispusieron a abrir la puerta y disparar. Tenía más sentido que quedarse allí sentadas y dejar que los tipos las acribillaran a placer. Tal vez la sorpresa les diera ventaja. Stephanie decidió protegerse con la portezuela y la ventanilla.
Entonces se oyó un golpeteo cada vez más fuerte, y el coche comenzó a vibrar.
Stephanie vio que los dos de delante se retiraban cuando una ráfaga de viento barrió el vehículo y ante sus ojos apareció un helicóptero.
Después se presentó un coche, que se paró con un chirrido.
Ella oyó disparos, rápidos.
Los dos pistoleros de delante se giraron en redondo. Stephanie miró por el retrovisor: el coche de atrás trataba de escabullirse. Uno de los matones yacía muerto en la carretera.
El coche de la zaga dio la vuelta.
El helicóptero se hallaba suspendido a quince metros en el aire.
En el lateral se abrió una portezuela y surgió un hombre con un fusil. El helicóptero se situó en paralelo al coche que huía, y Stephanie vio, aunque no oyó, disparos. El coche giró bruscamente a la izquierda y se estrelló contra un árbol.
Los dos tipos de delante estaban tendidos en la calzada, sangrando.
Stephanie abrió la puerta de la ranchera.
– ¿Todo bien por ahí? -preguntó una voz de hombre.
Ella se volvió y se encontró, junto al otro coche recién llegado, con el agente del servicio secreto del museo.
– Sí, estamos bien.
Oyó que le sonaba el móvil. Lo cogió y respondió:
– Creí que tal vez necesitarais ayuda -dijo Daniels.
McCollum salió tras el Guardián y lo siguió por el laberinto de silenciosos edificios. El sol proyectaba sombras alargadas por encima de los tejados y en el irregular pavimento. «Una ciudad fantasma -pensó-. Muerta y sin embargo viva.»
El Guardián lo guió hasta otra construcción, donde McCollum descubrió un baño con el piso de plomo. Una cisterna de estaño suspendida del techo suministraba agua al retrete. Decidió que era el momento, así que sacó el arma, salió del servicio y pegó el cañón a la cara del joven.
– A la biblioteca.
– Usted no es el invitado.
McCollum le espetó:
– A ver qué le parece esto: le pego un tiro en la cabeza y la encuentro yo solo.
El otro pareció más perplejo que atemorizado.
– Sígame.
Viena
Hermann no tardó en saber que Thorvaldsen había ido a la Schmetterlinghaus. Su jefe de seguridad, un hombre fornido de tez aceitunada y personalidad enérgica, fue tras él camino del invernadero. No quería llamar la atención, así que no apresuró el paso, sonrió y saludó con naturalidad a los miembros de la Orden que pululaban por el jardín de rosas cercano a la casa.
Le gustaba el lugar que había elegido Thorvaldsen. El edificio se encontraba lo bastante alejado para poder ocuparse del problema a solas.
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