Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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A eso había ido.

– He estado escarbando y me he encontrado un montón de mierda, cosas raras. No formo parte del sanctasanctórum, pero estoy lo bastante cerca para saber lo que se cuece. Cuando me enteré de que me estabas investigando supuse que, llegado el momento, harías algo. Y cuando lo hicieras podríamos negociar.

– ¿Por qué no me pediste ayuda sin más?

– Venga ya. No soportas estar en la misma habitación que yo. ¿Ibas a ayudarme? Intuí que, cuando te asomaras a la ventana y vieses lo que estaba pasando, te mostrarías mucho más receptiva. Como lo estás ahora.

– ¿Todavía sobornas a miembros del Congreso?

– Sí. Yo y otros mil. Joder, debería ser deporte olímpico.

Stephanie miró a Cassiopeia y vio que no había nada de qué preocuparse. Familias y parejas de ancianos ocupaban las numerosas mesas.

– Olvida todo eso, es la menor de nuestras preocupaciones -aseguró Daley.

– No sabía que fuesen nuestras preocupaciones.

– Están pasando muchas más cosas. -Bebió unos sorbos de zumo de naranja-. Mierda, le echan un montón de azúcar. Pero está bueno.

– Si siempre comes así ¿cómo es que estás tan delgado?

– El estrés: la mejor dieta del mundo. -Dejó el vaso en la mesa-. Hay una conspiración en marcha, Stephanie.

– Para hacer ¿qué?

– Cambiar de presidente.

Eso era nuevo.

– Es lo único que tiene sentido. -Daley apartó el plato-. El vicepresidente está en Europa asistiendo a una cumbre económica, pero me han dicho que la otra noche salió del hotel a una hora avanzada y fue a reunirse con un hombre llamado Alfred Hermann. Supuestamente una visita de cortesía. Pero el vicepresidente no es un tipo cortés, no hace las cosas porque sí. Ya se ha reunido antes con Hermann, lo he comprobado.

– Y has descubierto que Hermann dirige una organización llamada la Orden del Vellocino de Oro.

Daley la miró con cara de asombro.

– Sabía que serías de utilidad. Así que ya lo sabes…

– Lo que quiero saber es por qué todo eso es tan importante.

– Ese grupo tiene influencias políticas y contactos en todo el mundo. Hermann y el vicepresidente son amigos desde hace algún tiempo. He oído hablar de él y la Orden, pero el vicepresidente suele reservarse la opinión. Sé que quiere ser presidente. Se prepara para presentar su candidatura, pero creo que es posible que esté buscando un atajo.

Daniels no había dicho nada al respecto.

– ¿Aún tienes esas memorias USB que te llevaste de mi casa?

Ella asintió.

– En una hay unas grabaciones digitales de conversaciones telefónicas. Sólo unas cuantas, pero muy jugosas. Con el jefe de gabinete del presidente, un capullo de campeonato. Fue él quien le pasó la Conexión Alejandría directamente a Alfred Hermann.

– Y ¿cómo has conseguido enterarte de eso?

– Estaba allí.

Stephanie puso cara de póquer.

– Con él. Así que registré todo el encuentro. Conocimos a Hermann en Nueva York, hace cinco meses. Se lo di todo. Ahí fue cuando metí a Dixon.

Eso también era nuevo.

– Aja. Fui a verla y le conté lo que estaba pasando con la conexión. Y lo de la reunión con Hermann.

– No fue muy buena idea.

– En el momento me lo pareció. Los israelíes fueron los únicos aliados que pude hacer. Pero pensaron que el asunto de Hermann era un truco para causarles problemas, así que lo único que saqué fue a Dixon de niñera. -Tomó más zumo-. Lo cual no estuvo nada mal.

– Me estoy poniendo enferma.

Daley meneó la cabeza.

– Alrededor de un mes después nos vimos a solas el jefe de gabinete del vicepresidente y yo. Como es un huevón, le gusta fanfarronear. Eso es lo que suele meter a los tipos así en líos. Tomamos unas copas y él hizo algunos comentarios. A esas alturas yo ya sospechaba algo, así que me llevé una grabadora de bolsillo. Esa noche me hice con un buen material.

Cassiopeia se levantó de la mesa y se dirigió a la cristalera. Fuera, los coches entraban y salían del umbroso aparcamiento.

– Habló de la vigésimo quinta enmienda. La había estado estudiando, fijándose en detalles. Me preguntó qué sabía yo de ella, que no era gran cosa. Fingí que no me interesaba y que estaba bebido.

Stephanie sabía que esa enmienda a la Constitución rezaba así: «En caso de que el presidente sea depuesto de su cargo, o en caso de su muerte o renuncia, el vicepresidente será nombrado presidente.»

71

Península del Sinaí

Malone consultó el reloj: 11:58. Ya había echado un vistazo por las dos aberturas y no había visto nada. Pam y McCollum estaban debajo, mientras él guardaba el equilibrio en la cúspide de las catorce piedras.

Llegó el mediodía, y a lo lejos se oyó un carillón.

– Resulta inquietante -afirmó Pam-. Aquí, en mitad de ninguna parte.

Él coincidió con su ex mujer.

– Suena lejos.

Como si viniera del cielo, pensó. El sol brillaba implacable en lo alto, y él tenía el cuerpo y el uniforme empapados en sudor.

Volvió a mirar a través de las aberturas.

Lo que tal vez fuesen cuevas de ermitaños salpicaban la montaña cual ojos negros. Entonces reparó en algo: en uno de los montículos se perfilaba una senda pedregosa. ¿Un camino de camellos? Se había informado en Lisboa antes de salir y había averiguado que las montañas de esa región ocultaban fértiles hondonadas que los beduinos del lugar llamaban farsh. Por regla general allí había una fuente de agua que atraía a los escasos habitantes del lugar y a los viajeros. El monasterio de Santa Catalina, situado en el sur, cerca del monte de Moisés, ocupaba un farsh. Malone supuso que habría más a su alrededor.

Vio cómo desaparecían las sombras y el color de las graníticas montañas cambiaba del gris al granate. El sinuoso sendero adoptó la forma de una serpiente. Las dos aberturas enmarcaban la imagen como si de un cuadro se tratara.

«Ve enrojecer de ira el anillo infinito de la serpiente.»

– ¿Ves algo? -inquirió Pam.

– Mucho.

Stephanie fulminó con la mirada a Larry Daley.

– ¿Me estás diciendo que el vicepresidente planea matar al presidente?

– Eso es exactamente lo que creo que va a pasar.

– Y ¿cómo es que eres la única persona de este mundo que se ha dado cuenta?

– No lo sé, Stephanie. Puede que sólo sea un tipo listo, pero sé que va a pasar algo.

Ella necesitaba más información. Por eso la había enviado Daniels.

– Larry, sólo intentas salvar el culo.

– Stephanie, eres como el tipo que busca un cuarto de dólar que ha perdido bajo una farola. Alguien pasa y le pregunta qué hace, y él responde: «Busco una moneda que he perdido.» El otro le dice: «¿Dónde la perdió?» Y el tipo señala a lo lejos y contenta: «Por allí.» Perplejo, el otro pregunta: «¿Por qué está buscando aquí?» Y nuestro hombre replica: «Porque aquí es donde está la luz.» Ésa eres tú, Stephanie. Deja de buscar donde está la luz y busca donde debes.

– Pues dame algo concreto.

– Ojalá pudiera. Se trata de la suma de pequeños detalles: reuniones que el vicepresidente ha evitado y que un candidato no se saltaría, cabrear a gente que va a necesitar, despreocuparse del partido. Nada definitivo, pequeñeces que un adicto a la política como yo notaría. Sólo hay un puñado de personas en la cúpula que estarían al tanto de esas cosas. Y esos tipos son reservados.

– ¿Es Brent Green uno de esos tipos?

– No lo sé. Brent es un hombre extraño, muy suyo. Ayer intenté presionarlo, lo amenacé, pero no perdió la calma. Quería ver cómo reaccionaba. Luego, cuando apareciste en mi casa, supe que tenías que ser mi aliada.

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