Pero ¿por qué no había llamado Sabre?
¿Estaría pasando algo más?
Apartó sus dudas y se concentró en su preocupación más inmediata. La asamblea volvería a reunirse más tarde. El día anterior había tentado a los miembros con el plan, y ese día les haría entender su argumento.
Se acercó hasta un infolio embutido en la parte inferior de una estantería. En su interior guardaba el mapa que había encargado tres años antes. El mismo estudioso al que contratara para confirmar la teoría de Haddad sobre el Antiguo Testamento también había plasmado en un mapa las conclusiones del palestino. Según le había dicho, sitio tras sitio encajaba a la perfección con la geografía de Asir.
Pero él quería verlo por sí mismo.
Comparando puntos de referencia bíblicos con topónimos hebreos, tanto en el Antiguo Testamento como sobre el terreno, su experto había localizado lugares bíblicos como Gilgal, Sidón, al Lith, Dan, Hebrón, Berseba y la ciudad de David.
Sacó el mapa.
Ya lo tenía cargado en el computador del salón de reuniones. Los miembros de la Orden pronto verían lo que él llevaba tiempo admirando.
Incluso se había resuelto la cuestión de las veintiséis puertas de Jerusalén, de las que se habla en Crónicas, Reyes, Zacarías y Nehemías. Una ciudad amurallada no tendría más de cuatro puertas, una en cada dirección, de modo que veintiséis resultaba discutible desde el principio. Sin embargo la palabra hebrea que se utilizaba en el Antiguo Testamento para «puerta» era shaar, un término que, como tantos otros, poseía un doble sentido, uno de los cuales era «pasaje» o «paso de montaña». Curiosamente había veintiséis aberturas identificadas en la cadena de montañas de la zona de Asir, en Arabia. Hermann recordaba su propio asombro cuando le explicaron esa realidad. Las puertas del Rey, la Prisión, la Fuente, el Valle y todas las demás cuyos descriptivos nombres menciona el Antiguo Testamento se podían relacionar con una precisión casi absoluta -por su proximidad a aldeas que todavía existían- con pasos de la zona de Asir.
En Palestina no existía nada ni remotamente parecido: la prueba parecía incontrovertible.
Los sucesos del Antiguo Testamento no habían ocurrido en Palestina, sino a cientos de kilómetros al sur. Y san Jerónimo y san Agustín lo sabían, y sin embargo habían permitido deliberadamente que los errores de la Septuaginta no sólo se perpetuaran, sino que además florecieran, modificando más aún el Antiguo Testamento para que los pasajes pareciesen la profecía irrefutable del Nuevo Testamento. Los judíos no disfrutarían del monopolio de la Palabra de Dios. Si querían que su nueva religión prosperase, los cristianos necesitaban un nexo.
Así que lo crearon.
Una Biblia en hebreo de antes de Cristo podía resultar decisiva, pero un ejemplar de la Historia de Estrabón también respondería numerosas preguntas. Si la Biblioteca de Alejandría todavía existía, él esperaba que una o ambas cosas se conservaran.
Fue hacia la vitrina que le había enseñado al vicepresidente la noche anterior. Al norteamericano no le había parecido para tanto, pero ¿a quién le importaba? El nuevo presidente de Estados Unidos vería los estragos que causarían. Con todo, esperaba que los papeles afectaran más a Thorvaldsen. Metió la mano debajo y pulsó el botón de apertura. Abrió la vitrina y, por un instante, no creyó lo que vieron sus ojos: nada.
Las cartas y las traducciones habían desaparecido. ¿Cómo? El vicepresidente no había sido. El propio Hermann lo había visto salir de su propiedad en un desfile de vehículos. Nadie más conocía la existencia del escondite.
Sólo había una explicación posible: Thorvaldsen.
La ira lo mandó directo a su escritorio. Cogió el teléfono y llamó al jefe de seguridad. A continuación abrió un cajón y agarró su arma.
Al diablo con Margarete.
Península del Sinaí
Malone aún tenía flojera en las piernas, y la entrepierna le dolía. Pam no había dicho gran cosa desde el rodillazo, y McCollum se había mantenido sabiamente al margen. No obstante Malone no se podía quejar: él se lo había buscado. Ella había reaccionado en consecuencia.
Miró en todas las direcciones de aquella serenidad yerma. El sol calentaba ya como un horno. Sacó el GPS de la mochilla y determinó que las coordenadas exactas -28° 41' 25” N, 33° 38' 26” E- se hallaban a menos de un kilómetro y medio.
– Muy bien, McCollum, y ahora ¿qué?
Éste se sacó un papel del bolsillo y leyó en voz alta: «Después, como los pastores del pintor Poussin, desconcertados por el enigma, serás bañado por la luz de la inspiración. Reorganiza las catorce piedras y después sírvete de la escuadra y el compás para dar con el camino. A mediodía siente la presencia de la luz roja, ve enrojecer de ira el anillo infinito de la serpiente. Pero cuidado con las letras. El peligro amenaza a quien llega a gran velocidad. Si tu rumbo es certero, la ruta será segura.» Y aquí se acaba el texto -terminó McCollum.
Malone analizó mentalmente las crípticas palabras.
Entre tanto, Pam se dejó caer en el suelo y bebió algo de agua.
– En el cenador de Inglaterra había una imagen de Poussin,
¿Qué era? Una especie de tumba con algo escrito en ella. Por lo visto Thomas Bainbridge también dejó algunas pistas.
Él estaba pensando en lo mismo.
– ¿Vio esa construcción cuando descendíamos? -le preguntó Malone a McCollum-. Al oeste, a unos cuatrocientos metros. Es lo que indican las coordenadas.
– Parece que el camino está claro.
Malone se echó la mochila al hombro y Pam se levantó. Le preguntó:
– ¿Has terminado con los numeritos?
Ella se encogió de hombros.
– Tírame de otro avión y verás lo que pasa.
– ¿Ustedes dos siempre son así? -quiso saber McCollum.
Malone echó a andar.
– Sólo cuando estamos juntos.
Malone se acercó a la construcción que había visto desde el aire. No era gran cosa: achaparrada, con un tejado de tejas destrozado y los cimientos desmoronándose como si los reclamara la tierra. Las paredes exteriores eran igual de altas que de largas, interrumpidas tan sólo por dos ventanas peladas a unos tres metros. La puerta era una gruesa hoja de cedro que pendía ladeada de unas bisagras de hierro negro.
La abrió de una patada.
Los recibió una lagartija, que corrió a refugiarse por el piso de tierra.
– Cotton.
Éste se giró. Pam le señalaba otro montículo. Él se aproxima haciendo crujir con cada paso la seca arena.
– Se parece a la tumba de esa imagen de Bainbridge Hall -observó ella.
Bien pensado. Él escudriñó el rectángulo, que tenía cuatro enormes sillares de altura y una piedra redondeada en lo alto. Examinó los lados en busca de algo grabado, en especial Et in arcadia ego. Nada, lo cual no era de extrañar, ya que el desierto habría borrado cualquier vestigio hacía tiempo.
– Estamos en las coordenadas exactas y esto se parece mucho a la tumba del cenador.
Malone recordó el texto de la búsqueda: «Después, como los pastores del pintor Poussin, desconcertados por el enigma, serás bañado por la luz de la inspiración.»
Se apoyó en las malparadas piedras.
– ¿Y ahora qué, Malone? -preguntó McCollum.
Al norte se alzaban unas lomas que iban cobrando altura poco a poco hasta tornarse unas áridas montañas donde se abrían unos senderos. El fulgor del cielo aumentaba a medida que el sol se aproximaba al mediodía.
Malone siguió rumiando el texto.
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