Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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Las páginas que Thorvaldsen sostenía eran muy valiosas. Formaban parte de las pruebas de Hermann. Pero éste necesitaría más, razón por la cual tenía tanta importancia la Biblioteca de Alejandría. Si seguía en pie, quizá fuese la única fuente capaz de arrojar luz sobre el asunto. Sin embargo, eso era problema de Malone, dado que por lo visto iba camino del Sinaí.

Le deseó buena suerte a su amigo.

Luego estaba el presidente de Estados Unidos. Habían planeado su muerte para el próximo jueves.

Y é se era problema de Thorvaldsen.

Sacó el móvil de un bolsillo y marcó un número.

66

Península del Sinaí

Malone despertó a Pam, que se incorporó en el asiento y se quitó los tapones de los oídos.

– Hemos llegado -le anunció.

Ella se sacudió el sueño y se animó.

– ¿Estamos aterrizando?

– Hemos llegado -repitió él, haciéndose oír por encima del rugido del motor.

– ¿Cuánto tiempo he estado fuera de combate?

– Unas horas.

Ella se levantó, el paracaídas aún a la espalda. El Hércules daba sacudidas y se abría paso por el aire de la mañana.

– ¿Cuánto falta para aterrizar?

– Saldremos en breve. ¿Has comido algo?

– Imposible, tenía el estómago en la garganta. Pero por fin se ha asentado.

– Bebe un poco de agua. -Le señaló la botella.

Ella la abrió y dio unos sorbos.

– Esto es como ir en un furgón.

Malone sonrió.

– Es una buena forma de definirlo.

– ¿Solías volar en estos chismes?

– Sí.

– Tu trabajo era duro.

Era la primera vez que hacía un reconocimiento semejante de su antiguo empleo.

– Yo me lo busqué.

– Estoy empezando a entender. Sigo alucinada con lo del reloj. Qué idiota fui al pensar que le gustaba a ese tipo.

– Puede que fuera así.

– Claro. Me utilizó, Cotton.

La confesión pareció dolorosa.

– Utilizar a la gente forma parte de esto. -Hizo una pausa y añadió-: Una parte que nunca me gustó.

Ella bebió más agua.

– Yo te utilicé, Cotton.

Era cierto, lo había hecho.

– Debí contarte lo de Gary, pero no lo hice. Así que ¿quién soy yo para juzgar a nadie?

No era el momento de mantener esa charla, pero Malone vio que ella estaba afectada por todo lo que había sucedido.

– No te agobies. Acabemos con esto y después ya hablaremos.

– No me agobio, sólo quería que supieras lo que sentía.

Eso también era una novedad.

En la parte de atrás del avión un molesto chirrido acompañó la apertura de la rampa posterior. El viento se coló en la zona de carga.

– ¿Qué ocurre? -preguntó ella.

– Tienen cosas que hacer. Recuerda que nosotros venimos de paquete. Ve hacia allí y detente donde está el jefe de carga.

– ¿Por que?

– Porque nos lo han pedido. Yo voy contigo.

– ¿Cómo está nuestro amigo? -preguntó ella.

– Tenemos que vigilarlo.

Malone la vio dirigirse a popa y, acto seguido, fue al mamparo opuesto y le dijo a McCollum:

– Hora de irnos.

Malone se había fijado en que McCollum los había visto hablar.

– ¿Lo sabe?

– Todavía no.

– Es un poco cruel, ¿no?

– No si la conociera.

McCollum meneó la cabeza.

– Recuérdeme que no lo cabree.

– Un buen consejo, sí.

Vio que el otro captaba el mensaje.

– Claro, Malone. Sólo soy el tipo que le salvó el pellejo.

– Que es por lo que está aquí.

– Muy generoso por su parte, considerando que tengo el texto de la búsqueda.

Malone cogió la mochila en la que había metido lo que le dejó George Haddad y el libro de san Jerónimo, que había recuperado del aeropuerto antes de dejar Lisboa. Se afianzó el bulto al pecho.

– Y yo tengo esto, así que estamos iguales.

McCollum también llevaba cosas que quizá necesitaran: agua, raciones, un GPS. Según el mapa había una aldea a unos cinco kilómetros de donde se dirigían. Si no encontraban nada, podían ir hasta allí y dar con la forma de recorrer los treinta kilómetros que la separaba de un aeropuerto, cerca del monte de Moisés y el monasterio de Santa Catalina, ambos populares focos turísticos.

Se pusieron las gafas y el casco, y enfilaron a popa.

– ¿Qué están haciendo? -preguntó Pam cuando Malone se acercó.

Había que reconocer que el uniforme le sentaba bien.

– Tienen que realizar una operación con paracaídas.

– ¿Con esta carga? ¿La van a dejar caer en alguna parte?

En esas ocasiones la velocidad descendía a 120 nudos, si no recordaba mal, y el morro se inclinaba hacia arriba.

Le puso a Pam un casco y le cerró a toda prisa la correa del cuello.

– ¿Qué haces? -La confusión teñía su voz.

Tras colocarle unas gafas Malone contestó:

– Han bajado la rampa posterior. Todos tenemos que hacer esto, por seguridad.

Malone comprobó sus arneses y se aseguró de que las cuatro correas estuviesen unidas al mosquetón. Antes se había cerciorado del estado de las suyas. Después se enganchó a la línea estática e hizo lo propio con Pam.

Vio que McCollum ya se había enganchado.

– ¿Cómo vamos a aterrizar con esta rampa abierta? -chilló ella.

Él la miró y repuso:

– No vamos a aterrizar.

Malone vio que ella comprendía lo que quería decir.

– Estás de broma. No esperarás que me…

– Tú limítate a esperar y disfruta del paseo. Este paracaídas es lento, para primerizos. Cuando llegues al suelo será como caer desde una altura de un metro más o menos.

– Cotton, eres un puto tarado. El hombro todavía me duele. No voy a…

El jefe de carga les indicó que se hallaban cerca de las coordenadas de GPS que él les había proporcionado. No había tiempo para discusiones: Malone la agarró por detrás y la obligó a avanzar.

Ella intentó zafarse.

– Cotton, por favor. Que no, por favor.

A continuación la empujó por la rampa.

Los gritos de Pam no tardaron en debilitarse.

Malone sabía lo que su ex estaba viviendo: los primeros cinco metros eran pura caída Libre, como ser ingrávido. Tendría la sensación de que el corazón le latía en la parte posterior de la garganta. Lo cierto es que era un buen subidón. Luego, cuando se abriera el paracaídas, notaría un tirón.

Observó que Pam se mecía en el cielo. Su cuerpo pegó una sacudida cuando el paracaídas cogió aire.

Cinco segundos después se hallaba flotando camino del suelo.

– Se va a cabrear -le dijo al oído McCollum.

Él mantuvo la vista fija en el descenso.

– Ya, pero siempre he querido hacerlo.

67

McCollum disfrutó de su salto. El aire de la mañana y el moderno paracaídas contribuían a que el descenso fuese lento. Malone le había hablado de los casquetes, muy distintos de los que él recordaba de la época en que uno caía como una piedra y rezaba para no romperse una pierna.

Él y Malone habían saltado después de Pam, que no había tardado en desaparecer por el este. Que llegaran al suelo sin sufrir ningún percance no era asunto de la tripulación. Su trabajo estaba hecho.

Miró el implacable terreno de abajo: una vasta llanura de arena y piedras se desplegaba en todas direcciones. Había oído a Alfred Hermann hablar del sur del Sinaí, supuestamente el desierto más sagrado del planeta, heraldo de la civilización, el nexo entre África y Asia. Pero marcado por las batallas. El territorio más asediado del mundo: sirios, hititas, asirios, persas, griegos, romanos, cruzados, turcos, franceses, ingleses, egipcios e israelíes lo habían invadido. Había oído muchas veces hablar a Alfred Hermann de la importancia de la región, y ahora estaba a punto de verla por sí mismo.

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