Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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– ¿Qué buscas? -le preguntó el chico.

– Hay una forma de abrir esta vitrina. Mira a ver si hay un botón debajo.

Gary se puso de rodillas y empezó a buscar.

– No creo que sea evidente. -Thorvaldsen tenía la atención dividida entre la vitrina y la puerta. Confiaba en que no entrase nadie-. ¿Ves algo?

Acto seguido se oyó un clic, y la vitrina se separó un tanto, como a un cuarto de su altura.

Gary se levantó.

– Era uno de los tornillos. Muy bien disimulado, ni se nota.

– Buen trabajo.

Abrió el compartimento secreto y vio las rígidas hojas de papiro. Las contó: nueve. Echó una ojeada a las estanterías y vio unos atlas de gran tamaño. Los señaló y pidió:

– Tráeme uno de esos libros grandes.

Gary sacó un volumen, y él introdujo con sumo cuidado los papiros y las traducciones entre las páginas, tanto para esconderlos como para protegerlos.

Cerró de nuevo la vitrina.

– ¿Qué son? -preguntó Gary.

– Lo que vinimos a buscar, espero.

64

Viernes, 7 de octubre

9:15

Malone se apoyó en el mamparo del oscuro Hércules. Brent Green se había movido deprisa: los había metido en un vuelo de aprovisionamiento de las fuerzas aéreas que salía de Inglaterra rumbo a Afganistán. Una escala en Lisboa, en la base de Montijo, supuestamente para efectuar una reparación sin importancia, les había permitido subir a bordo discretamente. Dentro tenían ropa para cambiarse, y Malone, Pam y McCollum lucían uniformes de campaña en distintos tonos de beis, verde y marrón, con las correspondientes botas y paracaídas. A Pam le inquietaba el paracaídas, pero aceptó la explicación de Malone de que formaba parte del equipo habitual.

La duración del vuelo de Lisboa al Sinaí era de ocho horas, y Malone consiguió dormir un poco. Se acordaba, sin nostalgia, de otros vuelos, y el olor del aceitoso combustible que flotaba en el aire le traía recuerdos de cuando era más joven: estar más tiempo fuera que en casa, cometer errores que todavía le dolían…

A Pam no le gustaron las tres primeras horas del vuelo. Comprensible, dado que la comodidad era la menor de las preocupaciones del Ejército. Sin embargo al final se calmó y se quedó dormida.

McCollum era otro cantar.

Parecía a sus anchas, y se puso el paracaídas con la precisión de un experto. Quizá s í hubiera estado en las fuerzas especiales. Malone no había tenido noticias de Green en lo tocante al historial de McCollum, no obstante dentro de poco lo que averiguara no tendría mucha importancia. Estaban a punto de perder el contacto, dé hallarse en mitad de ninguna parte.

Miró por la ventanilla: un terreno árido, polvoriento, que sé extendía en todas direcciones, una meseta irregular que poco a poco se iba elevando a medida que la península del Sinaí se estrechaba y dibujaba rocosas montañas graníticas marrones, grises y rojizas. La zarza ardiente y la teofanía de Jehová supuestamente sé dieron allí abajo. El desierto grande y terrible del Éxodo. Monjes y eremitas lo habían elegido como refugio durante siglos, como si estar a solas los acercara más al Cielo. Tal vez fuera así. Curiosamente aquello le recordó la frase de Sartre.

«El infierno son los demás.»

Se apartó de la ventanilla y vio que McCollum dejaba de hablar con el jefe de carga y se dirigía hacia él. Pam se hallaba a tres metros, en el otro lado, aún durmiendo. Malone tomaba una de las comidas preparadas de las raciones militares -filete de ternera con champiñones- y bebía agua embotellada.

– ¿Ha comido? -le preguntó a McCollum.

– Mientras ustedes dormían: fajitas de pollo. No están mal. Cómo olvidar las raciones de campaña.

– Parece que está como en casa.

– No es la primera vez que estoy en un sitio así.

Ambos se habían quitado los tapones de los oídos, que no aislaban gran cosa del constante zumbido de los motores. El aparato estaba lleno de cajas con piezas de repuesto destinadas a Afganistán. Malone supuso que cada semana habría numerosos vuelos similares. Antaño las rutas de abastecimiento dependían de caballos, carros y camiones, ahora el cielo y el mar constituían las vías más rápidas y seguras.

– También usted da la impresión de conocer esto -observa McCollum.

– Me trae recuerdos.

Malone tenía cuidado con lo que decía. Daba igual que McCollum los hubiese ayudado a salir de Belém de una pieza: seguía siendo un extraño, y había matado con profesionalidad y sin remordimientos. ¿Por qué no se libraba de él? Porque tenía el texto de la búsqueda del héroe.

– Tiene buenos contactos -alabó McCollum-. ¿El propio fiscal general ha organizado esto?

– Tengo amigos, sí.

– Seguro que es de la CIA, inteligencia militar o algo por el estilo.

– Nada de eso. A decir verdad estoy retirado.

McCollum soltó una risita.

– Todavía sigue con eso. Me gusta, retirado. Muy bien. Está metido hasta arriba en algo.

Malone terminó de comer y vio que el jefe de carga lo miraba. Recordó lo susceptibles que podían ser en lo tocante a cómo deshacerse de las raciones. El militar hizo una señal y Malone comprendió: debía tirarla en el recipiente que había al otro extremo.

Después, el jefe de carga abrió y cerró cuatro veces la mano: faltaban veinte minutos.

Él asintió.

65

Viena

8:30

Thorvaldsen se sentó en la Schmetterlinghaus y abrió el atlas. Él y Gary se habían despertado hacía una hora, se habían duchado y tomado un desayuno ligero. El danés había ido a la casa de las mariposas no sólo para evitar las escuchas electrónicas, sino también para esperar lo inevitable. Sólo era cuestión de tiempo que Hermann descubriera el hurto.

Los miembros de la Orden tenían la mañana libre, ya que la próxima reunión de la asamblea no se celebraba hasta media tarde. Thorvaldsen había guardado el atlas con los pergaminos bajo la cama durante la noche, y ahora estaba impaciente por saber más. Aunque sabía latín, su conocimiento del griego antiguo era nulo. Agradeció que Hermann hubiese encargado las traducciones.

Gary se sentó frente a él en otra silla.

– Anoche dijo que esto tal vez fuera lo que habíamos venido a buscar.

El danés decidió que el muchacho merecía saber la verdad.

– Te secuestraron para obligar a tu padre a encontrar algo que escondió hace años. Creo que eso y estos papeles están relacionados.

– ¿Qué son?

– Cartas entre dos eruditos: san Agustín y san Jerónimo. Vivieron en los siglos iv y v y contribuyeron a formular la religión cristiana.

– La historia… Me está empezando a gustar y todo, pero hay tantas cosas…

Henrik sonrió.

– Y el problema hoy en día es que poseemos muy pocos documentos de esa época. Las guerras, la política, el tiempo y la incuria han destruido la información. Pero estos escritos son el reflejo directo de la mente de dos hombres doctos.

Sabía algo de ambos. San Agustín nació en África, de madre cristiana y padre pagano. Siendo ya adulto se convirtió al cristianismo y dejó constancia de sus excesos de juventud en Las confesiones, un libro cuya lectura, como sabía Thorvaldsen, aún era obligatoria en muchas universidades. Llegó a ser obispo de Hipona, líder intelectual del catolicismo africano y poderoso defensor de la ortodoxia. Se le atribuía la formulación de gran parte del pensamiento inicial de la Iglesia.

Jerónimo también era hijo de una familia pagana y llevó una juventud disipada. Asimismo era culto, y se lo llegó a considerar el más intelectual de todos los padres de la iglesia. Vivió como un ermitaño y dedicó treinta años de su vida a traducir la Biblia. Desde entonces se lo relacionaba con las bibliotecas, hasta tal punto que terminó siendo su patrón.

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