Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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– ¿Crees que McCollum se llevó a Gary?

– O él o la persona para la que trabaja.

– Entonces ¿qué hacemos?

Malone sacó de la mochila los cargadores que le quedaban y se los metió en el uniforme.

– Ir por él.

– ¿Qué puerta?

– Tú misma diste con la respuesta en Lisboa cuando dijiste que Thomas Bainbridge dejó pistas. Leí su novela en el avión: nada en ella se parece ni remotamente a lo que hemos vivido nosotros. Su biblioteca desaparecida se encuentra en el sur de Egipto. Ni búsqueda del héroe ni nada. Pero ese cenador de su jardín… es otra cuestión. Le estuve dando vueltas a la última parte del texto que nos proporcionó McCollum. No tendría sentido echar a andar sin más una vez aquí.

– A menos que apuntes con un arma a la cabeza de alguien.

– Cierto. Pero algo no casa. -Malone señaló las entradas-. Con tantas puertas podrían llevar fácilmente a un intruso por el mal camino. Y ¿dónde está todo el mundo? Este sitio está desierto.

Releyó las letras que había sobre las puertas: «v s o v o d a».

Y cayó en la cuenta.

– Tú siempre me estabas dando la lata con lo de para qué servía mi memoria eidética.

– No. Me preguntaba por qué no recordabas ni mi cumpleaños ni nuestro aniversario.

Él sonrió.

– Esta vez viene bien tener buena memoria. Recuerda la última parte del texto de la búsqueda: «cuidado con las letras». El cenador de Bainbridge Hall, las letras en redonda. -Él las veía mentalmente con toda claridad: D OUOSVAVV M-. Acuérdate de que me preguntaste por qué la «D» y la «M» estaban separadas de las otras ocho. -Señaló las entradas-. Ahora lo sabemos: con una se entra y con la otra supongo que se sale. De lo que no estoy seguro es cuál es cuál, pero estamos a punto de averiguarlo.

76

Viena

Thorvaldsen analizó su situación: tenía que vencer a Hermann, y con ese propósito llevaba el arma bajo el suéter. Todavía tenía en su poder las cartas de san Agustín y san Jerónimo, pero Hermann también empuñaba un arma.

– ¿Por qué secuestraste a Gary Malone? -quiso saber.

– No tengo la menor intención de ser interrogado.

– ¿Por qué no me complaces un momento, dado que no tardaré en marcharme?

– Para que su padre hiciera lo que queríamos que hiciese. Y funcionó. Malone nos ha llevado directamente a la biblioteca.

Recordó la conjetura del vicepresidente la noche anterior y decidió insistir en ello.

– ¿Estás al tanto?

– Siempre lo estoy, Henrik. Ésa es la diferencia entre nosotros, el motivo por el que dirijo esta organización.

– Los miembros de la Orden desconocen tus planes, sólo creen entender. -Tanteaba para ver si sacaba algo más. Le había pedido a Gary que se escondiera por dos motivos: uno, para que no se supiese que el muchacho había oído la conversación de la noche anterior, pues ello los pondría a ambos en serio peligro; y dos, porque sabía que Hermann acudiría armado y necesitaba ocuparse él solo de la amenaza.

– Depositan su confianza en el Círculo -decía Hermann-. Y nunca los hemos decepcionado.

Thorvaldsen sacudió las hojas.

– ¿Es esto lo que pensabas enseñarme?

El austríaco asintió.

– Esperaba que cuando vieses la falacia de la Biblia, sus errores intrínsecos, comprendieras que sólo le estamos diciendo al mundo lo que debió contarse hace mil quinientos años.

– ¿Está listo el mundo?

– No me apetece hablar de esto, Henrik. -Adelantó el brazo y lo apuntó con la pistola-. Lo que quiero saber es cómo has sabido de la existencia de esas cartas.

– Al igual que tú, Alfred, yo también estoy al tanto.

El arma seguía apuntándole.

– Te pegaré un tiro. Éste es mi país, y sabré ocuparme del asunto cuando hayas desaparecido. Dado que todavía tienes a mi hija, lo utilizaré. Tramaste un complot para extorsionarme y salió mal. La verdad es que dará lo mismo. A ti no te importará.

– Creo que de todas formas me prefieres muerto.

– Sin duda. Todo será mucho más fácil, en todos los sentidos.

Thorvaldsen oyó los pasos a la carrera en el mismo instante en que vio que Gary salía de entre las plantas y se abalanzaba sobre Alfred Hermann. El muchacho era alto y fuerte. Su ímpetu derribó al anciano y le hizo soltar el arma.

Gary se separó de su adversario y agarró la pistola.

Hermann, como aturdido por el ataque, se puso de rodillas, jadeante.

Thorvaldsen se levantó y le arrebató el arma a Gary, asió el cañón con firmeza y, sin dejar que Hermann se pusiera en pie, le golpeó la cabeza con la culata. El aturdido austríaco cayó al suelo.

– Eso ha sido una tontería -reprendió a Gary-. Lo habría solucionado.

– ¿Cómo? Le apuntaba con el arma.

El danés no quería decir que, ciertamente, no andaba muy sobrado de opciones, de manera que se limitó a coger al chico por el hombro.

– Tienes razón, muchacho. Pero no lo vuelvas a hacer.

– Claro, Henrik, sin problema. La próxima vez dejaré que le maten.

Él sonrió.

– Eres igual que tu padre.

– Y ahora ¿qué? Hay otro tipo fuera.

Thorvaldsen condujo a Gary cerca de la salida y dijo en voz queda:

– Sal y dile que Herr Hermann lo necesita. Luego deja que entre él primero. Yo me encargaré.

Malone siguió el túnel correspondiente a la letra «d». El camino era angosto, del ancho de dos personas, y se hundía profundamente en las entrañas de la roca. Describía dos giros. La luz la proporcionaban más apliques de bajo voltaje. En el helado y misterioso aire flotaba algo que hacía que le escocieran los ojos. Tras unas vueltas más entraron en una sala decorada con espléndidos murales. Malone admiró su brillantez. El Juicio Final, el Infierno vomitando llamas en el río, el árbol de Jesé. Labradas en la pared por donde habían entrado había siete entradas, sobre cada una de ellas una letra en redonda: «d m v s o a i».

– Por la «o», ¿no? -dijo Pam.

Él sonrió.

– Lo pillas deprisa. Ése cenador indica el camino de este laberinto. Habrá siete encrucijadas más. «U o s v a v v» son las que quedan. Thomas Bainbridge dejó una pista muy buena, pero que no tiene sentido hasta que uno llega aquí. Por eso los Guardianes la dejaron estar durante trescientos años: no significa nada.

– A menos que estés en este laberinto ratonil.

Continuaron avanzando por los enigmáticos corredores. El tiempo y la energía necesarios para construir los túneles dejó estupefacto a Malone. Sin embargo, los Guardianes llevaban más de dos mil años allí, mucho tiempo para ser innovador y concienzudo.

Se toparon con siete encrucijadas más, y a Malone le satisfizo ver que siempre aparecía una letra del cenador sobre una puerta. Tenía el arma lista, pero no oía nada. Cada encrucijada acogía una maravilla distinta de jeroglíficos, cartuchos, grabados alfabéticos y símbolos cuneiformes.

Tras pasar la séptima intersección y meterse en otro túnel, Malone supo que se aproximaban a la recta final.

Doblaron un recodo, y la luz de la salida era a todas luces más viva que la de las otras encrucijadas. McCollum podía estar allí esperando, de manera que se colocó delante de Pam y avanzó con cautela.

Al final permaneció en las sombras y echó un vistazo.

La estancia era amplia, de unos ciento cincuenta metros cuadrados, con arañas en el techo. Los muros medían unos seis metros de alto y estaban adornados con mosaicos que reproducían mapas; Egipto, Palestina, Jerusalén, Mesopotamia, el Mediterráneo. El detalle era mínimo, los litorales se difuminaban en el vacío, y los nombres estaban en griego, árabe y hebreo. En la pared opuesta se veían otras siete puertas. La que tenía una «m» encima sin duda daba a la biblioteca.

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