– ¿Se supone que todo eso ha de decirme algo?
El anciano se encogió de hombros.
– Intento explicarle su cometido. Dice que quiere ser el bibliotecario, en cuyo caso le será otorgado un privilegio. Quienes ocuparon el cargo en el pasado conocieron a Copérnico, Kepler y Descartes. A Robespierre, a Benjamín Franklin. Incluso a Newton. Todos esos espíritus instruidos se beneficiaron de este lugar, y el mundo se benefició de su capacidad de comprensión y de ampliación de los saberes establecidos.
– Y ¿ninguno de ellos dijo nunca que había estado aquí?
– ¿Por qué iban a hacerlo? Nosotros no pretendemos llevarnos los méritos. Son ellos quienes reciben el reconocimiento. ¿Si los ayudamos? Ése era nuestro cometido. Mantener esta biblioteca ha sido todo un logro. ¿Podrá continuar usted con la tradición?
Dado que no pensaba dejar que nadie más viera el sitio, Sabre preguntó lo que de verdad quería saber:
– ¿Cuántos Guardianes hay?
– Nueve. Nuestras filas se han visto bastante mermadas.
– ¿Dónde están? Sólo he visto a dos fuera.
– El monasterio es grande. Estarán desempeñando sus quehaceres.
Sabre hizo una señal con el arma.
– Volvamos a la primera sala. Quiero ver otra cosa.
El anciano echó a andar.
Sabre se planteó liquidarlo allí mismo, pero a esas alturas Malone ya habría averiguado lo que estaba pasando y, o bien lo esperaría al otro extremo del laberinto o bien a medio camino.
Fuera como fuese, el viejo resultaría útil.
Malone dobló la última esquina y divisó una entrada formada por dos leones alados con cabeza humana. Conocía el simbolismo: la mente del hombre, la fuerza del animal, la ubicuidad del ave. Unas puertas de mármol con goznes de bronce estaban abiertas de par en par.
Entraron y admiraron la opulencia.
A Malone le maravilló lo mucho que tuvo que llevar crear algo tan extraordinario: hileras de estanterías interrumpidas por estrechos pasillos, rebosantes de rollos. Se acercó a una y sacó el primer manuscrito. El documento se hallaba en excelentes condiciones, pero no se atrevió a desenrollarlo. Miró por el hueco del cilindro y vio que la letra aún era legible.
– No sabía que pudiera existir algo así -comentó Pam-. Resulta incomprensible.
Él había visto cosas sorprendentes, pero nada tan maravilloso como lo que albergaba esa estancia. Reparó, en lo alto de una de las brillantes paredes rojas, en unas palabras en latín: AD COMMUNEM DELECTATIONEM. Para el deleite de todos.
– Los Guardianes han logrado algo extraordinario.
Después se fijó en algo grabado en uno de los muros. Se acercó y vio una descripción de lo que había más adelante, las salas, con su nombre en latín. Las tradujo una por una en voz alta para Pam:
– Son sólo cinco salas -dijo-. Podrían estar en cualquier parte.
Un movimiento en la puerta del fondo captó su atención. Vio a George Haddad y luego a McCollum.
– Agáchate -ordenó a Pam, y levantó el arma.
McCollum lo vio y derribó a Haddad de un empujón. A continuación apuntó y disparó. Malone se tiró al suelo, protegiéndose con las estanterías. La bala se estrelló contra las columnas de granito que quedaban a su espalda.
– Se mueve deprisa -dijo McCollum desde el otro lado de la estancia.
– No quería que se sintiera usted solo.
– El bibliotecario me hacía compañía.
– ¿Han llegado a conocerse?
– No es que hable mucho, pero se desenvuelve en este lugar.
Malone preguntó lo que quería saber.
– Y ahora ¿qué?
– Me temo que usted y su ex deben morir.
– Le dije que era mejor que no me cabreara.
– Adelante, Malone. He llegado hasta aquí, no tengo intención de perder ahora. Le propongo algo: que sea juego limpio. Usted y yo, aquí mismo. Si gana, el anciano y su ex se salvan. ¿Trato hecho? -Usted pone las condiciones. Actúe en consecuencia.
Haddad escuchó la conversación entre Sabre y Malone. Esos dos tenían que resolver sus diferencias, y él que liquidar su deuda. Pensó de nuevo en el Guardián de hacía tantas décadas, cuando el joven lo miró fijamente con ojos plenos de determinación. Sencillamente no comprendió. Pero ahora, habiendo visto la biblioteca, habiéndose convertido en su bibliotecario, sabía lo que sabía aquel Guardián de 1948.
Y mató a aquel buen hombre sin motivo alguno.
Lo había lamentado toda su vida.
– Arriba -le dijo Sabre al bibliotecario. Vio cómo se levantaba el anciano-. Muy bien, Malone, actuaré en consecuencia: ahí lo tiene. -Le indicó a Haddad con el arma-. Vaya.
El bibliotecario recorrió despacio el pasillo que se abría entre las estanterías. Sabre mantuvo su posición, agachado al final de una de las hileras.
A unos diez metros el bibliotecario se detuvo y se volvió.
Los ojos que lo miraron lo atravesaron, y Sabre se preguntó quién sería el anciano. Algo en él irradiaba peligro, como si el alma que habitaba tras los ojos se hubiese enfrentado a aquello antes y no tuviese miedo. Sopesó liquidar al bibliotecario, pero no haría más que espolear a Malone.
Y eso era algo que no deseaba. Todavía.
Malone era el único obstáculo que quedaba. Cuando hubiese desaparecido, la biblioteca sería suya.
Así que se sintió aliviado cuando el anciano echó a andar de nuevo.
Washington, DC
Stephanie aparcó, y ella y Cassiopeia fueron andando hasta la casa de Larry Daley. Ni rastro de Brent Green ni de nadie. Se acercaron a la puerta principal y nuevamente Cassiopeia abrió la puerta y Stephanie desactivó la alarma. Ésta se percató de que no habían cambiado el código. Daley lo había dejado tal cual, incluso después de que ellas se colaran. Una estupidez o bien una nueva prueba de que había juzgado mal a ese hombre.
Dentro no se oía nada. Cassiopeia recorrió todas las habitaciones para asegurarse de que se hallaban a solas, y Stephanie se detuvo en el despacho. Después se dispusieron a esperar junto a la puerta.
A los diez minutos un coche aparcó fuera.
Stephanie miró a través de la cortina y vio salir a Green del asiento del conductor y dirigirse a la puerta.
Solo.
Ella le hizo una señal a Cassiopeia y abrió.
Green vestía su habitual traje y corbata oscuros. Cuando el fiscal general hubo entrado, ella cerró con llave y Cassiopeia se apostó cerca de una de las ventanas.
– Muy bien, Stephanie. ¿Me puedes decir qué está pasando?
– ¿Has traído las memorias USB?
El se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y las sacó.
– ¿Has escuchado las grabaciones?
Él asintió.
– Claro. Las conversaciones son interesantes, pero en modo alguno comprometedoras. Se menciona la vigésimo quinta enmienda, pero no hay más. Ni se discute ni se insinúa una conspiración.
– Por eso Daley reunió más información -explicó ella-. Me dijo que llevaba investigando algún tiempo.
– Investigando ¿qué?
Y ella notó un destello de irritación.
– La conspiración, Brent. El vicepresidente planea matar a Daniels. Lo ha organizado todo para que ocurra durante una visita sorpresa a Afganistán que Daniels efectuará la semana próxima.
Stephanie vio el efecto que causaban sus palabras, que confirmarían que sabía de qué hablaba.
Green permaneció impasible.
– ¿Qué pruebas encontró Daley?
– Más conversaciones. A decir verdad, pinchó el despacho privado del vicepresidente. No es que fuera difícil, ya que él era el encargado de asegurarse de que no estaba intervenido. El vicepresidente mantiene relaciones con la Orden del Vellocino de Oro. Su líder, Alfred Hermann, ha dispuesto que el avión de presidente sea atacado con misiles. Él mismo cerró el trato con la gente de Bin Laden.
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