Por el camino que discurría entre los árboles y llevaba a la entrada principal iban y venían coches. No todos los miembros de la Orden permanecían en la propiedad; muchos preferían quedarse con amigos o disfrutar de sus hoteles preferidos en Viena. El danés reconoció a algunos de los que llegaban y se tomó un momento para charlar, lo cual también le permitió participar de lo que estaba pasando. Sin embargo tenían que irse, con las cartas, antes de que Hermann se despertara.
– ¿Tenemos problemas? -preguntó Gary,
– No estoy seguro. -Y no lo estaba.
– Les dio un buen golpe a esos tipos.
Vio que el muchacho estaba impresionado.
– Sí, ¿eh?
– No me gustaría estar aquí cuando despierten.
Tampoco a él.
– Hemos de conservar esas cartas, y me temo que nuestro anfitrión no lo permita.
– ¿Qué pasa con su hija? No parecía importarle mucho.
– No creo que nunca le haya importado. Cogerla sólo fue un movimiento inesperado que lo obligó a detenerse lo bastante para que nosotros actuáramos. -Pensó en su propio hijo, muerto-. A los hombres como Alfred no les importa mucho la familia.
Qué terrible debía de ser eso. Él echaba de menos a su esposa y su hijo. Ver a Gary Malone salir en su defensa lo había asustado y satisfecho a un tiempo. Le dio unas palmaditas al chico en la espalda.
– ¿Y esto? -preguntó Gary.
– Tu padre se sentiría orgulloso.
– Espero que esté bien.
– Yo también.
Tres coches avanzaron a toda velocidad por el camino principal y dieron la vuelta al sendero asfaltado. Se detuvieron ante el ch â teau , y del primer y tercer vehículo salieron varios hombres vestidos con un traje oscuro. Tras efectuar una rápida inspección de los alrededores, uno de los hombres abrió la puerta trasera del coche de en medio.
El vicepresidente de Estados Unidos salió al sol de la tarde, ataviado de manera informal, con una camisa de sport bajo una blazer azul marino.
Thorvaldsen y Gary se encontraban a unos veinte metros de distancia, observando cómo el equipo de seguridad flanqueaba al vicepresidente y todos se dirigían hacia la entrada principal del castillo. A medio camino, el vicepresidente se detuvo y cambió de dirección. Fue directo a ellos.
Thorvaldsen contempló al hombre con una mezcla de ira y repugnancia. Aquel idiota ambicioso parecía dispuesto a todo.
– Ni una palabra, muchacho -le dijo a Gary-. Recuerda: oídos abiertos, boca cerrada.
– Lo suponía.
– Usted debe de ser Henrik Thorvaldsen -dijo el vicepresidente cuando se hubo acercado y presentado.
– Así es. Encantado de conocerlo, señor.
– Déjese de tanto se ñ or, ¿de acuerdo? Usted es uno de los hombres más ricos del mundo y yo no soy más que un político.
– Que está a un paso de la presidencia.
El norteamericano soltó una risita.
– Así es. Pero, con todo, es un trabajo bastante aburrido. Sin embargo, se viaja mucho, y me gusta venir a sitios como éste.
– Y ¿qué le trae hoy por aquí?
– Alfred Hermann y yo somos amigos. He venido a presentarle mis respetos.
Otro coche apareció en el camino, un BMW de color claro con un conductor de uniforme. Thorvaldsen hizo una señal y el vehículo avanzó hacia él.
– ¿Se marcha? -quiso saber el vicepresidente.
– Hemos de ir a la ciudad.
El norteamericano señaló a Gary.
– Y éste ¿quién es?
Thorvaldsen los presentó, dando el apellido verdadero de Gary, y ambos se estrecharon la mano.
– No conocía a ningún vicepresidente -comentó el chico.
El BMW paró y el chófer salió, rodeó el coche y le abrió la portezuela de atrás a Thorvaldsen.
– Ni yo al hijo de Cotton Malone -respondió el vicepresidente.
Thorvaldsen cayó en la cuenta de que se hallaban en apuros, lo cual se vio doblemente confirmado cuando vio a Alfred Hermann dirigirse hacia ellos, su jefe de seguridad a la zaga.
El vicepresidente comentó:
– Brent Green le envía saludos.
Y Thorvaldsen vio en los duros ojos del hombre la traición de Green.
– Me temo que no va usted a ninguna parte -dejó caer el vicepresidente.
Hermann llegó y cerró de golpe la puerta trasera del vehículo.
– Herr Thorvaldsen no va a necesitar sus servicios. Puede irse.
El danés iba a oponerse, hacer una escena, pero se percató de que el jefe de seguridad se situaba junto a Gary. Un arma bajo la chaqueta del tipo apuntaba directamente al muchacho.
El mensaje era claro.
Se dirigió al conductor:
– Es cierto. Gracias por venir.
Hermann le arrebató el atlas.
– Tus opciones se reducen deprisa, Henrik.
– Yo diría que sí -remachó el vicepresidente.
Hermann parecía perplejo.
– ¿Por qué estás aquí? ¿Qué sucede?
– Llévalos adentro y te lo contaré.
Península del Sinaí
Malone esperó a que George Haddad se encontrase a salvo tras el extremo de la estantería, donde él y Pam se resguardaron.
– ¿Has vuelto de entre los muertos? -le dijo a Haddad.
– Ya sabes, la gloria de la resurrección.
– George, este hombre os quiere matar a todos.
– Ya me he dado cuenta. Es una suerte que estés aquí.
– ¿Y si no lo detengo?
– En tal caso, todos nuestros esfuerzos habrán sido una pérdida de tiempo.
Había algo que quería saber.
– ¿Qué hay ahí detrás?
– Tres salas más y la sala de Lectura. Todas las estancias son como ésta. No hay muchos sitios donde esconderse.
Malone recordó el plano.
– ¿Y se supone que debo liarme a tiros con él?
– Yo te traje hasta aquí. Ahora no me decepciones.
La ira se apoderó de él.
– Había formas más sencillas de hacerlo. Podría traer refuerzos.
– Lo dudo. Pero tengo ojos fuera vigilando por si alguien entra en el farsh. Apuesto a que está solo y así seguirá.
– ¿Cómo lo sabes? Los israelíes no nos han dejado ni a sol ni a sombra.
– Se han marchado. -Haddad señaló al otro lado de la sala-. Sólo queda él.
Malone vio que McCollum desaparecía por el arco y se adentraba en la biblioteca. Otras tres salas y la de Lectura. Estaba a punto de infringir muchas de las reglas que lo habían mantenido con vida doce años en el Magehan Bittet. Una era evidente: no entres a menos que sepas cómo salir. Pero también se le pasó por la cabeza otra cosa que había aprendido: cuando las cosas van mal, cualquier cosa puede hacerte daño, incluido no hacer nada.
– Quiero que sepas que ese tipo fue el responsable de que se llevaran a tu hijo -le explicó Haddad-. También arrasó tu librería. Tiene tanta culpa de que estés aquí como yo. Habría matado a Gary si hubiese sido preciso. Y te matará a ti si puede.
– ¿Cómo sabe lo de Gary? -preguntó Pam.
– Los Guardianes poseen acceso a abundante información.
– Y ¿cómo llegaste a bibliotecario? -quiso saber Malone.
– Es una historia complicada.
– Apuesto a que sí. Tú y yo vamos a mantener una larga charla cuando esto termine.
Haddad sonrió.
– Sí, viejo amigo, mantendremos una larga charla.
Malone señaló a Pam y le dijo a Haddad.
– Retenla aquí. No le gusta nada obedecer órdenes.
– Vete -dijo ella-. Estaremos bien.
Él decidió no discutir y echó a correr por el pasillo. Una vez en la puerta, se detuvo en un lado. A seis metros se abría otra estancia. Más muros altísimos, hileras de estanterías de piedra, cartas, imágenes y mosaicos del suelo al techo. Siguió avanzando, pero pegado a los lustrosos costados del corredor. Entró en la segunda sala y de nuevo se protegió en el extremo de una de las filas de estanterías. La habitación era más cuadrada que la primera, y reparó en la mezcla de rollos y códices.
Читать дальше