– Creí que habías dicho que la habías identificado.
– Lo que empecé a decir fue que creo que tal vez hayamos identificado el problema.
– Soy toda oídos.
– Esto no te va a gustar.
– Prueba a ver.
– En este momento el principal enlace de los israelíes es Pam Malone.
7:40
Henrik Thorvaldsen detestaba volar, razón por la cual ninguna de sus empresas tenía aviones. Para encarar su desasosiego siempre iba en primera clase y salía temprano por la mañana. Los asientos más amplios, el servicio y la hora del día aliviaban su fobia. Gary Malone, por otra parte, parecía encantado con la experiencia. El chico se había comido todo el desayuno que le sirvió la azafata y la mayor parte del de Henrik.
– Pronto aterrizaremos -informó al muchacho.
– Esto es estupendo. Tendría que estar en casa, en el instituto, y ahora me encuentro en Austria.
Él y Gary se habían hecho amigos a lo largo de los últimos dos años. Cuando el chaval iba a ver a Malone en las vacaciones de verano se quedaba más de una noche en Christiangade. A padre e hijo les gustaba hacerse a la mar con el queche de doce metros que había amarrado en el muelle de la propiedad. Lo habían comprado hacía tiempo para cruzar el Sund e ir a Noruega y Suecia, pero ahora rara vez se utilizaba. Al hijo de Thorvaldsen, Cai, le encantaba navegar. Cuánto lo echaba de menos. Llevaba muerto casi dos años, abatido a tiros en Ciudad de México por no sabía qué motivo. Malone se hallaba allí en una misión e hizo lo que pudo, por eso habían acabado conociéndose ellos dos. Sin embargo él no había olvidado lo sucedido: tarde o temprano averiguaría la verdad sobre la muerte de su hijo. Esa clase de deudas había que saldarlas siempre. Con todo, pasar tiempo con Gary le daba una idea de la dicha que la vida le había negado cruelmente.
– Me alegro de que hayas podido venir -aseguró Thorvaldsen-. No quería dejarte en casa.
– Nunca he estado en Austria.
– Es un bonito lugar lleno de densos bosques, montañas nevadas y lagos alpinos. El paisaje es espectacular.
El día anterior había estado observando con atención, y al parecer Gary lo llevaba bien, sobre todo teniendo en cuenta que había visto morir a dos hombres. Cuando Malone y Pam salieron para Inglaterra, Gary comprendió por qué debían ir: su madre tenía que volver al trabajo, y su padre tenía que descubrir por qué peligraba la vida de Gary. Christiangade era un sitio conocido, y Gary se había quedado de buena gana. Sin embargo el día anterior, después de hablar con Stephanie, Thorvaldsen supo lo que había que hacer.
– Esta reunión a la que tienes que asistir ¿es importante? -preguntó el chico.
– Podría serlo. Tendré que acudir a varias sesiones, pero te encontraremos algo que hacer mientras yo esté allí.
– ¿Qué hay de mi padre? ¿Sabe que estamos haciendo esto? No se lo dije a mi madre.
Pam Malone había telefoneado unas horas antes y charlado brevemente con su hijo, pero había colgado antes de que Thorvaldsen pudiera hablar con ella.
– Estoy seguro que uno de ellos llamará de nuevo, y Jesper les hará saber dónde nos encontramos.
Corría un riesgo llevando al muchacho con él, pero había decidido que era lo mejor. Si Alfred Hermann se hallaba detrás del primer secuestro, y Thorvaldsen creía firmemente que era así, tener a Gary en la asamblea, rodeado de hombres y mujeres influyentes del mundo entero, cada uno con sus propios empleados y personal de seguridad, parecía lo más seguro. Le daba vueltas a lo del secuestro. Por lo poco que le habían contado de Dominick Sabre, el norteamericano era un profesional y no tendía a contratar a tan pobre ayuda como los tres holandeses que habían fastidiado el rapto. Algo no casaba. Malone era bueno, concedido, pero las cosas se habían desarrollado con una precisión asombrosa. ¿Habrían montado todo aquello sólo por Malone? ¿Para animarlo a continuar? De ser así, ello significaba que Gary ya no estaba en peligro.
– ¿Recuerdas lo que hablamos? -le dijo a Gary-. Lo de tener cuidado con lo que dices y escuchar.
– Sí.
Thorvaldsen sonrió.
– Estupendo.
Ahora sólo esperaba no haberse equivocado con Alfred Hermann.
Viena
8:00
Hermann apartó el desayuno. Odiaba comer, sobre todo con gente, pero le encantaba el comedor del ch â teau . Él personalmente había escogido su diseño y su ornamentación neogótica, los marcos de las ventanas y el artesonado del techo exhibían los escudos de armas de ilustres cruzados y las paredes estaban llenas de lienzos que describían la toma cristiana de Jerusalén.
El desayuno fue espectacular, como de costumbre, y un ejército de camareros con chaqueta blanca sirvieron a los invitados. Su hija se hallaba sentada en el extremo opuesto de la larga mesa, los otros doce asientos ocupados por un selecto grupo de miembros de la Orden -el comité político- que había llegado el día anterior para asistir a la asamblea del fin de semana.
– Espero que todo el mundo esté disfrutando -dijo Margarete a los presentes. Públicamente se movía como pez en el agua.
Hermann reparó en que fruncía el ceño al ver su plato intacto, pero no dijo nada al respecto. La reprimenda vendría en privado: como si el apetito, en y por sí mismo, garantizase una vida larga y una buena salud. Ojalá fuera tan sencillo.
Varios miembros del comité parloteaban sobre el castillo y el exquisito mobiliario, advirtiendo algunos de los cambios que él había efectuado desde la primavera anterior. Aunque aquéllos eran hombres y mujeres adinerados, juntos no reunían ni una cuarta parte de la fortuna de Hermann. No obstante cada uno de ellos era valioso de un modo u otro, así que les dio las gracias por darse cuenta y esperó. Al cabo dijo:
– Me interesaría saber qué va a decir el comité político a la asamblea en lo tocante al concepto 1.223.
Esa iniciativa, adoptada tres años antes en la asamblea de primavera, tenía que ver con un complejo plan para desestabilizar Israel y Arabia Saudí. Él se había adherido a la idea, razón por la cual había trabado relaciones con los gobiernos israelí y norteamericano, unas relaciones que, inesperadamente, lo habían conducido hasta George Haddad.
– Antes de eso -intervino el presidente del comité-, ¿podrías decirnos si tus esfuerzos están dando fruto? Nuestros planes habrán de sufrir modificaciones si no sales airoso.
Él asintió.
– Los acontecimientos se están sucediendo. Y deprisa. Pero si salgo airoso, ¿contamos con un mercado para la información?
Otro miembro afirmó con la cabeza.
– Hemos hablado con Jordania, Siria, Egipto y Yemen. Todos están interesados, al menos en mantener conversaciones.
Hermann estaba satisfecho. Había aprendido que el entusiasmo de un país árabe -ya fuera en materia de bienes, servicios o terror- aumentaba de forma directamente proporcional al desinterés de su vecino.
– Resulta arriesgado pasar por alto a los saudíes -opinó otro-. Mantienen vínculos con muchos de nuestros miembros. Las represalias podrían salirnos caras.
– Vuestros negociadores tendrán que asegurarse de que conservan la calma hasta que nos convenga tratar con ellos -respondió él.
– ¿No es hora de que nos cuentes exactamente qué hay en juego? -inquirió otro miembro del comité.
– No -negó él-. Todavía no.
– Nos estás metiendo hasta el fondo en algo que, honestamente, Alfred, me plantea dudas.
– ¿Qué dudas?
– ¿Qué podría ser tan tentador para Jordania, Siria, Egipto y Yemen que excluya a Arabia Saudí?
– Eliminar a Israel.
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