Tres palabras llamaron la atención de Malone: « Eusebius Hieronymus Sophronius. »
El nombre completo de san Jerónimo.
A Malone le vino a la mente la novela que había en la cartera: El viaje del h é roe , de Eusebius Hieronymus Sophronius.
Al parecer Thomas Bainbridge había escogido su pseudónimo con sumo cuidado.
– ¿Hay algo? -preguntó Pam.
– Mucho. -Sin embargo su entusiasmo decayó, reemplazado por un agorero escalofrío-. Tenemos que salir de aquí.
Corrió hacia la puerta, apagó las luces y abrió. La sala de mármol parecía en calma. La radio aún sonaba en alguna habitación lejana, ahora retransmitiendo un acontecimiento deportivo, el gentío y el comentarista de lo más ruidosos. La enceradora había enmudecido.
Condujo a Pam hasta el arranque de la escalera.
En el salón de abajo irrumpieron tres hombres con sendas armas. Uno alzó la suya y disparó.
Malone tiró a Pam al suelo.
La bala arrancó un sonido metálico a la piedra, y ambos rodaron hasta situarse tras una de las columnas. Vio que Pam hacía una mueca de dolor.
– El hombro -se lamentó.
Otras tres balas intentaron alcanzarles. Malone empuñó la automática de Haddad y se preparó. Hasta el momento ninguno de los disparos había ido acompañado de una réplica sonora, tan sólo de un sordo taponazo, como un ahuecar de almohadas. Silenciadores. Al menos él estaba en terreno elevado. Desde su ventajosa atalaya vio que dos pistoleros avanzaban hacia el lateral derecho del piso inferior mientras el otro permanecía a la izquierda. No podía permitir que esos dos tomaran esa posición -sus disparos podrían darles-, de modo que hizo fuego.
La bala no dio en el blanco, pero su cercanía hizo vacilar a los atacantes, lo cual bastó para que Malone afinara la puntería y acertara al que iba primero, que gritó y a continuación cayó al suelo. El otro pegó un saltó en busca de protección, pero Malone consiguió hacer un disparo más que obligó al perseguidor a salir disparado hacia la entrada del salón. La sangre que manaba del caído formó un charco de un rojo vivo en el blanco mármol.
Llegaron más disparos. La violencia crepitaba en el aire.
En el arma de Haddad quedaban cinco balas, pero Malone también llevaba la que le había quitado al larguirucho. Otros cinco proyectiles, tal vez. Percibió miedo en los ojos de Pam, si bien permanecía tranquila, teniendo en cuenta las circunstancias.
Malone se planteó entrar de nuevo en el saloncito. La puerta, si se la reforzaba con muebles, quizá les concediera unos minutos para escapar por una de las ventanas. Pero se encontraban en la segunda planta, y ello sin duda plantearía obstáculos adicionales. A pesar de todo, ésa quizá fuese su única escapatoria, a no ser que los de abajo quisieran exponerse y ofrecerle un blanco claro.
Cosa poco probable.
Uno de los hombres llegó hasta el arranque de la escalera mientras el otro lo cubría con cuatro disparos que se estrellaron contra la pared que quedaba tras ellos. Malone tenía que ahorrar munición y no podía disparar a menos que sirviera realmente de algo.
Entonces cayó en la cuenta de lo que estaban haciendo: para que él hiciera fuego contra uno tendría que asomarse por la columna, con lo cual quedaba expuesto al otro. De manera que optó por lo inesperado: se asomó por la derecha y lanzó un proyectil a la alfombra roja, por delante del asaltante que iba de avanzadilla.
El tipo abandonó la escalera y se puso a cubierto.
Pam se llevó la mano al hombro y él vio sangre. La herida se le había vuelto a abrir. Demasiado ajetreo. Sus azules ojos le devolvieron la mirada, aterrados.
Dos disparos resonaron en el salón.
Sin silenciador, de calibre grueso.
Acto seguido reinó el silencio.
– ¡Hola! -gritó una voz de hombre.
Malone se asomó por la columna: abajo había un individuo alto, de cabello pelirrojo, entrecano. Tenía la frente ancha, la nariz pequeña y el mentón redondeado. Estaba cuadrado y llevaba unos vaqueros y una camisa de loneta bajo una cazadora de cuero.
– Me dio la impresión de que necesitaba ayuda -aseguró, el arma en el costado derecho.
Los dos atacantes yacían en el suelo, la sangre acumulándose en el mármol. Por lo visto también era un buen tirador.
Malone volvió a situarse tras la columna.
– ¿Quién es usted?
– Un amigo.
– Disculpe mi escepticismo.
– Lo comprendo. Quédese ahí, la policía no tardará en llegar. Así podrá explicarle lo de estos tres muertos.
Malone oyó unos pasos que se alejaban.
– Ah, por cierto, bienvenido.
A él se le pasó algo por la cabeza.
– ¿Y los de la limpieza? ¿Por qué no han venido corriendo?
Los pasos cesaron.
– Están inconscientes, arriba.
– ¿Es cosa suya?
– No.
– ¿Qué quiere?
– Lo mismo que muchos otros que han acudido aquí en mitad de la noche: busco la Biblioteca de Alejandría.
Malone no dijo nada.
– Tengo una idea: estoy en el Savoy, habitación 453. Poseo cierta información que dudo que usted posea, y es posible que usted cuente con algo que yo desconozca. Si quiere hablar, venga a verme. En caso contrario es probable que volvamos a vernos. Usted decide, pero juntos quizá podamos acelerar el proceso. Usted dirá.
Su firme taconeo se perdió por los pasillos de la casa.
– ¿Qué demonios ha sido eso? -quiso saber Pam.
– Su forma de presentarse.
– Ha matado a dos hombres.
– Y le estoy agradecido.
– Cotton, tenemos que salir de aquí.
– A mí me lo vas a decir. Pero primero es preciso averiguar quiénes son esos tipos.
Salió de detrás de la columna y bajó a la carrera las escaleras de mármol. Pam fue tras él. Malone cacheó a los tres cadáveres, pero no encontró nada.
– Coge las armas -ordenó al tiempo que se metía en el bolsillo seis cargadores más que les requisó a los muertos-. Estos tíos venían preparados para pelear.
– La verdad es que me estoy acostumbrando a ver sangre -admitió ella.
– Ya te dije que cada vez sería más fácil.
Acto seguido volvió a centrarse en el hombre: el Savoy; habitación 453; su forma de decir: «en mí puede confiar». Pam aún tenía el libro de san Jerónimo, y él llevaba la cartera de cuero que había cogido del apartamento de Haddad.
Pam dio media vuelta para marcharse.
– ¿Adonde vas? -le preguntó él.
– Tengo hambre. Espero que el desayuno del Savoy sea bueno.
Él sonrió: su ex aprendía deprisa.
Washington, DC
Stephanie no estaba segura de poder aguantar mucho más. Su mirada se clavó en Brent Green.
– Explícate.
– Permitimos que los archivos quedaran expuestos. Hay un traidor, o traidora, entre los nuestros y lo queremos descubrir.
– ¿Quiénes «permitimos»?
– El departamento de Justicia. Es una investigación de alto secreto; sólo estamos al tanto yo mismo y otras dos personas, mis dos ayudantes más cercanos. Y pondría mi vida en sus manos.
– A un mentiroso le importaría un comino esa confianza.
– Conforme, pero la fuga no está en Justicia, sino más arriba. Tendimos el cebo y picó.
Stephanie no daba crédito a lo que estaba oyendo.
– Y entre tanto arriesgaste la vida del hijo de Malone.
– Eso era impredecible. No sabíamos que a alguien, salvo a los israelíes y los saudíes, le importara un pito George Haddad. La fuga que intentamos atajar va directa a ellos, a ninguna otra parte.
– Que tú sepas.
Le vino a la cabeza la Orden del Vellocino de Oro.
– Si hubiese tenido la más mínima idea de que la familia de Malone se encontraba en peligro, no habría permitido que se empleara esa táctica.
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