Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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El viento agitó los árboles y luego empujó las nubes. La luz de la luna se esfumó, pero los ojos de Malone ya estaban completamente acostumbrados a aquel fantasmagórico manto.

– ¿Vas a decirme qué es esto? -inquirió Pam. Durante el viaje había estado inusitadamente callada.

Él dirigió la luz a la imagen grabada en el mármol.

– Es de un cuadro llamado Los pastores de Arcadia II. Thomas Bainbridge se tomó muchas molestias para que lo grabaran.

Le contó lo que Haddad había escrito sobre la imagen y después se sirvió del haz de luz para encontrar las letras de debajo.

D O.U.O.S.V.A.V.V. M

– ¿Qué dijo de esas letras? -quiso saber Pam.

– Ni una palabra. Sólo que éste era un mensaje y que hay más en la casa.

– Lo que seguro explica por qué estamos aquí a las cinco de la mañana.

Él captó su irritación.

– No me gusta el jaleo.

Pam acercó los ojos al cenador.

– Me preguntó por qué separó la «d» y la «m» así.

Malone no tenía idea, pero había algo que sí sabía: la pastoril escena de Los pastores de Arcadia II representaba a una mujer que observaba a tres pastores reunidos en torno a un sepulcro de piedra, cada uno de los cuales señalaba unas letras grabadas: « et in arcadia ego .» Sabía cuál era la traducción: Y yo en Arcadia.

Una enigmática inscripción que no tenía mucho sentido. Sin embargo había visto esas palabras antes. En Francia. En un códice del siglo xvi que describía lo que los templarios habían llevado a cabo en secreto meses antes de que fuesen arrestados en masa, en octubre de 1307.

« Et in arcadia ego. »

El anagrama de « I tego arcana dei » : Yo oculto los secretos de Dios.

Le habló a Pam de la frase.

– No lo dirás en serio -repuso ella.

Él se encogió de hombros.

– Sólo te digo lo que sé.

Tenían que examinar la casa. Escudriñó la planta baja desde el jardín, a una distancia prudencial, tras unos imponentes cedros. Las luces se encendían y apagaban a medida que los encargados de la limpieza hacían su trabajo. Las puertas de la terraza trasera estaban abiertas, sujetas por sillas. Vio que un hombre salía con dos bolsas de basura, que arrojó en un montón. Y luego desapareció dentro.

Malone consultó su reloj: las 5:40.

– No debe de faltarles mucho -dedujo-. Cuando se hayan ido tendremos un par de horas. Este sitio no abre hasta las diez. -Lo sabía por un letrero que había visto cerca de la entrada principal.

– No es preciso que te diga que esto es una estupidez.

– Siempre quisiste saber cómo me ganaba la vida, y nunca pude contártelo. Alto secreto y toda esa mierda. Es hora de que lo averigües.

– Me gustaba más cuando no sabía nada.

– No me lo creo. Recuerdo lo mucho que te sacaba de quicio.

– Al menos no tenía ninguna herida de bala.

Él sonrió.

– El rito iniciático. -Acto seguido la invitó a avanzar-. Tú primero.

Sabre vio que los bultos de Cotton Malone y su ex mujer se fundían con los árboles de Bainbridge Hall. Malone había ido directo a Oxfordshire. Bien. Todo se basaba en la curiosidad del ex agente. Su agente también había cumplido con su cometido: había contratado a los tres hombres que él había pedido y le había entregado a él un arma.

Respiró hondo unas cuantas veces y agradeció el fresco aire nocturno. Después se sacó la Sig Sauer del bolsillo de la chaqueta.

Había llegado la hora de reunirse con Cotton Malone.

Malone se aproximó a la puerta abierta, se situó a uno de los lados, al amparo de las sombras, y echó un vistazo dentro.

La habitación que había al otro lado era un recargado salón. Del abovedado techo caía una cascada de brillante luz que iluminaba el mobiliario dorado y las paredes revestidas de madera a las que daban vida tapices y cuadros. No había nadie a la vista, pero oyó el ronroneo de una enceradora y una atronadora radio más allá de los arcos.

A una señal de Malone entraron ambos.

Él no sabía cuál era la distribución de la casa, pero un letrero le dijo que se encontraba en la Sala Apolo. Recordó lo que Haddad había escrito: «El saloncito de Bainbridge Hall encierra una prueba más de la arrogancia de Bainbridge. Su título es especialmente deliberado: La epifan í a de san Jer ó nimo. Fascinante y adecuado, ya que las grandes búsquedas a menudo comienzan con una epifanía.»

De modo que tenían que encontrar el saloncito.

Llevó a Pam hasta una de las salidas, que daba a un recibidor que tenía las líneas majestuosas del crucero de una catedral, los arcos uno tras otro. Curioso el brusco cambio de estilo y arquitectura. Una luz más tenue difuminaba los contornos de los muebles, convirtiéndolos en sombras grises. Bajo uno de los arcos distinguió un busto.

Cruzó el piso de mármol, tratando de no hacer ruido con sus suelas de goma, y descubrió el retrato de Thomas Bainbridge. El rostro, de mediana edad, estaba lleno de surcos y bolsas, la mandíbula apretada, la nariz picuda, los ojos fríos y entrecerrados. Por lo que había leído en las notas de Haddad, al parecer Bainbridge era un erudito en ciencias y literatura, así como un coleccionista: adquiría arte, libros y esculturas con criterio. También había sido un aventurero: había viajado a Arabia y Oriente Próximo en una época en que ambos lugares eran tan conocidos en Occidente como la luna.

– Cotton -dijo Pam en voz baja.

Él se volvió. Pam había ido a una mesa en la que había un montón de folletos.

– El plano de la casa.

Malone se acercó y cogió uno de la pila. No tardó en dar con la estancia que buscaba. Una vez se hubo orientado dijo:

– Por ahí.

La enceradora y la radio proseguían su particular duelo en la parte de arriba.

Salieron del oscuro recibidor y avanzaron por amplios corredores hasta llegar a una sala iluminada.

– ¡Guau! -exclamó Pam.

También él estaba impresionado. El imponente espacio recordaba al vestíbulo del palacio de un emperador romano. Otro contraste asombroso con el resto de la casa.

– Este sitio es como un parque temático -afirmó él-. Cada habitación pertenece a una época y a un país distintos.

El generoso brillo de una araña iluminaba unas escaleras de mármol blanco por cuyo centro discurría una alfombra color granate. Por ellas se subía directamente a un peristilo de estriadas columnas jónicas. Una sinuosa barandilla de hierro negro bordeaba las columnas, de mármol rosado. Hornacinas en ambas plantas acogían bustos y estatuas como si de un museo se tratase. Malone alzó la vista: el techo no habría desentonado en la Catedral de San Pablo.

Meneó la cabeza.

Nada en el exterior de la mansión apuntaba tamaña opulencia.

– El saloncito está subiendo esas escaleras -dijo él.

– Es como si fuésemos a conocer a la reina -apuntó Pam.

Siguieron la elegante alfombra de aquella escalinata. En la parte superior una puerta de dos hojas con entrepaños se abría a una estancia a oscuras. Malone le dio a un interruptor y se encendió otra araña, hecha con colmillos de animales, que dejó a la vista un salón abarrotado, viejo y cómodo, las paredes ornadas con terciopelo verde.

– No me esperaba menos después de la entrada -aseguró él.

Cerró la puerta.

– ¿Qué estamos buscando? -quiso saber Pam.

Malone estudió los lienzos de las paredes, en su mayor parte retratos de personajes de los siglos xvi y xvii. No reconoció a ninguno. Bajo los retratos se extendían hileras de estantes de arce. Su ojo de bibliófilo no tardó en darse cuenta de que los volúmenes eran meros adornos carentes de valor histórico o literario. Coronando las estanterías había bustos. Tampoco vio a nadie que conociera.

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