Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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Sabre meneó la cabeza. Acertijos. No eran su fuerte. Y no tenía tiempo para pelearse con ellos. Había examinado cada uno de los archivos del computador, pero Haddad no había descifrado el mensaje.

Y eso era un problema.

Él ni era historiador ni lingüista ni un estudioso de la Biblia. Alfred Hermann era el supuesto experto, pero Sabre se preguntó cuánto sabría en realidad el austríaco. Los dos eran unos oportunistas que intentaban sacar el máximo partido de una situación única.

Sólo que por diferentes motivos.

Hermann trataba de forjar un legado, imprimir su sello en la Orden del Vellocino de Oro. Tal vez incluso facilitar la ascensión al poder de Margarete. Dios sabía que la chica necesitaba ayuda. Él sabía que la hija lo eliminaría cuando Hermann no estuviera. Pero si era capaz de adelantarse a ella, ir un paso por delante, permanecer fuera de su alcance, tal vez saliera airoso. Quería un pase, con todos los gastos pagados, a lo más alto: un asiento en la mesa, poder de negociación para ser un miembro de la Orden del Vellocino de Oro con todas las de la ley. Si la desaparecida Biblioteca de Alejandría albergaba lo que Alfred Hermann le había dicho que podía albergar, poseerla valía más que cualquier fortuna familiar.

Su móvil sonó.

La pantalla de cristal líquido le indicó que era su agente. Ya era hora. Lo cogió.

– Malone se ha puesto en marcha -informó-. Y tempranito. ¿Qué quieres que haga?

– ¿Adonde ha ido?

– Ha cogido el metro en la estación Victoria y luego un tren al norte.

– ¿Llega a Oxfordshire?

– Pasa por allí.

Por lo visto a Malone también le picaba la curiosidad.

– ¿Has organizado la ayuda extra, como te pedí?

– Están aquí.

– Espera en la estación. Voy para allá.

Colgó.

Era hora de empezar con la fase siguiente.

Stephanie le arrojó a Brent Green un vaso de agua a la cara. Habían arrastrado su laxo cuerpo hasta la cocina y lo habían atado a una silla con cinta de embalar que Cassiopeia encontró en un cajón. El fiscal general salió de la inconsciencia y se sacudió el líquido de los ojos.

– ¿Has dormido bien? -le preguntó Stephanie.

Green no había vuelto en sí del todo, de manera que ella lo ayudó con otra rociada.

– Ya basta -protestó Green, los ojos bien abiertos, el rostro y el albornoz empapados-. Supongo que tendrás un buen motivo para haber infringido tantas leyes federales.

Las palabras le salieron con lentitud, con el tono del director de una funeraria, ambas cosas normales tratándose de Green. Ella nunca lo había oído hablar ni rápido ni alto.

– Dímelo tú, Brent. ¿Para quién trabajas?

Green se miró las ataduras de las muñecas y los tobillos.

– Y yo que pensaba que nuestra relación estaba avanzando.

– Lo estaba hasta que me traicionaste.

– Stephanie, llevan años diciéndome que eres una bomba de relojería, pero siempre he admirado tu personalidad. Sin embargo empiezo a entender la queja.

Ella se acercó.

– No me fiaba de ti, pero te encaraste con Daley y pensé que quizá, sólo quizá, me hubiese equivocado.

– ¿Tienes idea de lo que pasaría si el personal de seguridad se pasara a ver cómo estoy? Lo cual, dicho sea de paso, hace cada noche.

– Buen intento. Los despediste hace meses. Dijiste que no era necesario a menos que el nivel de amenaza aumentara, y no es el caso en este momento.

– Y ¿cómo sabes que no pulsé el botón de emergencia antes de que me derribarais en la terraza?

Ella se sacó del bolsillo el transmisor que llevaba.

– Yo pulsé el mío en los jardines, Brent, y ¿sabes lo que pasó? Nada.

– Tal vez ahora sea distinto.

Sabía que Green, al igual que todo el personal superior de la Administración, contaba con un dispositivo de emergencia que transmitía una señal en el acto a un equipo de seguridad cercano o al centro de mando del servicio secreto. También podía actuar de dispositivo de seguimiento.

– Observé tus manos -afirmó ella-. Vacías las dos. Estabas demasiado ocupado intentando averiguar qué te había picado.

El rostro de Green se endureció, y clavó la vista en Cassiopeia.

– ¿Usted me disparó?

Ella hizo una graciosa reverencia.

– A su servicio.

– ¿Qué sustancia química contiene?

– Un agente de efecto rápido que conseguí en Marruecos. Rápido, indoloro, efímero.

– Doy fe. -Green se volvió hacia Stephanie-. Ésta debe de ser Cassiopeia Vitt. Conoció a tu marido, Lars, antes de que se suicidara.

– ¿Cómo demonios sabes eso? -Ella no había mencionado lo sucedido a nadie en ese lado del océano Atlántico. Sólo Cassiopeia, Henrik Thorvaldsen y Malone lo sabían.

– Pregúntame lo que has venido a preguntar -dijo Green con tranquila determinación.

– ¿Por qué me retiraste la seguridad? Me dejaste con el culo al aire ante los israelíes. Dime que lo hiciste.

– Lo hice.

La confesión la sorprendió. Estaba demasiado acostumbrada a oír mentiras.

– ¿A sabiendas de que los saudíes intentarían matarme?

– Eso también lo sabía.

La ira se agolpó en su interior, y Stephanie reprimió el impulso de arremeter contra él y se limitó a decir:

– Estoy esperando.

– Señorita Vitt -dijo Green-, ¿está usted disponible para cuidar de esta mujer hasta que esto termine?

– ¿Qué demonios te importa? -espetó Stephanie-. Tú no eres mi niñera.

– Alguien tiene que serlo. Llamar a Heather Dixon no fue muy inteligente. No estás usando la cabeza.

– Como si me hiciera falta que me lo dijeras tú.

– Mírate. Aquí estás, agrediendo a la máxima autoridad policial de Estados Unidos con escasa o nula información. Tus enemigos, por otra parte, tienen acceso a gran cantidad de información, que están utilizando en su provecho.

– ¿De qué demonios estás hablando? Y no has respondido mi pregunta.

– Es verdad, no lo he hecho. Querías saber por qué te retiré la seguridad. La respuesta es sencilla: me pidieron que lo hiciera y yo lo hice.

– ¿Quién te lo pidió?

Los ojos de Green la examinaron con la mirada serena de un buda.

– Henrik Thorvaldsen.

34

Bainbridge Hall, Inglaterra

5:20

Malone admiró el cenador de mármol del jardín. Habían recorrido en tren unos veinte kilómetros desde Londres y luego habían tomado un taxi a Bainbridge Hall, que no se hallaba muy lejos. Malone se había leído todas las notas que Haddad había metido en la cartera y había hojeado la novela, intentando entender lo que estaba ocurriendo, recordando todas las conversaciones que él y Haddad habían mantenido a lo largo de los años. Sin embargo, había llegado a la conclusión de que su viejo amigo se había llevado a la tumba lo más importante.

Sobre ellos se alzaba un cielo aterciopelado. Una corriente de frío aire nocturno lo dejó helado. La cuidada hierba se extendía desde el jardín en un mar de peltre, las matas y los arbustos proveían islas en sombra. En una fuente próxima el agua borboteaba. Había decidido que la mejor forma de enterarse de algo era yendo antes de que amaneciera, y el conserje del hotel le había proporcionado una linterna.

Los jardines no estaban vallados y, hasta donde alcanzaba la vista, carecían de alarmas. La casa en sí, suponía, sería otra cuestión. Por lo que había leído en las notas de Haddad, la propiedad era un museo de poca importancia, uno de los cientos que poseía la corona británica. Varias de las habitaciones de la planta baja de la mansión se hallaban iluminadas, y a través de unos cristales sin cortinajes Malone distinguió lo que parecía ser una brigada de limpieza.

Su atención volvió a centrarse en el cenador.

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