Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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– Larry Daley. Está fuera y quiere verme.

– Eso no es nada bueno -aseguró Stephanie.

– Puede. Pero marchaos, y veamos qué quiere ese mal bicho.

40

Londres

8:15

A Malone le encantaba el Savoy. Se había alojado en él varias veces a cuenta de los gobiernos norteamericanos y británico. Del Magellan Billet había que decir que los incentivos habían sido tan abundantes como los riesgos. Llevaba sin ir varios años, pero le alegró ver que el hotel, de estilo Victoriano tardío, todavía irradiaba su grandiosa mezcla de opulencia y atrevimiento. Sabía que una noche en una habitación con vistas al Támesis costaba más de lo que la mayoría del mundo ganaba en un año. Lo cual significaba que a su salvador, por lo visto, le gustaba viajar a lo grande.

Habían abandonado deprisa Bainbridge Hall y robado la furgoneta de la cuadrilla de limpieza, que habían dejado a escasos kilómetros de la estación de tren. Allí habían cogido el tren de las 6:30 de vuelta a Londres. En la estación Victoria reinaba la calma, y él había evitado los taxis, prefiriendo ir en metro al Savoy.

El hombro de Pam parecía estar bien. La hemorragia que sufriera en Bainbridge Hall se había detenido. Ya en el hotel pidió que le pusieran con la habitación 453.

– Se mueve usted deprisa -dijo la voz al otro extremo de la línea.

– ¿Qué quiere?

– En este momento tengo hambre. Así que mi máxima prioridad es desayunar.

Malone captó el mensaje.

– Baje.

– ¿En la cafetería dentro de diez minutos? Tienen un buen bufé.

– Allí estaremos.

El tipo que apareció en su mesa era el mismo de hacía dos horas, sólo que ahora lucía unos chinos verde oliva y una camisa marrón de sarga. Su rostro afeitado, apuesto, rebosaba buena voluntad y cortesía.

– Me llamo McCollum. James McCollum. Me llaman Jimmy.

Malone estaba demasiado cansado y era demasiado suspicaz para mostrarse amable, pero se puso en pie. El apretón de manos fue firme y seguro. Los ojos del otro, del color del jade, lo miraron con impaciencia. Pam no se levantó. Malone los presentó y, acto seguido, fue directo al grano.

– ¿Qué hacía en Bainbridge Hall?

– Al menos podía darme las gracias por salvarle la vida. No tenía por qué hacerlo.

– Pasaba por casualidad, ¿no?

Los finos labios del hombre esbozaron una sonrisa.

– ¿Siempre es usted así? ¿Sin preámbulos, sin rodeos?

– No responde a mi pregunta.

McCollum acercó una silla y se sentó.

– Me muero de hambre. ¿Y si vamos por algo de comer y se lo cuento todo?

Malone no se movió.

– ¿Y si responde a mi pregunta?

– De acuerdo, como muestra de buena voluntad. Soy un buscador de tesoros que está sobre la pista de la Biblioteca de Alejandría. Llevo más de una década buscando lo que quiera que quede de ella. Me hallaba en Bainbridge Hall por esos tres tipos. Mataron a una mujer hace cuatro días, una excelente fuente de información, así que seguí su rastro con la esperanza de averiguar para quién trabajaban. Pero me llevaron hasta usted.

– Allí, en la propiedad, aseguró tener una información que yo no tengo. ¿Qué le hace pensar eso?

McCollum retiró la silla y se levantó.

– Dije que tal vez tuviera una información que usted no tenía. Mire, no tengo tiempo ni paciencia para esto. He estado antes en esa propiedad, usted no es el primero en pisarla. Cada uno de ustedes, aficionados, conoce una pizca de verdad mezclada con una buena dosis de fantasía. Estoy dispuesto a ofrecerle parte de lo que sé a cambio de lo poco que usted pueda saber. Eso es todo, Malone, nada más siniestro.

– Así que ¿disparó a dos hombres en la cabeza para demostrar que tiene usted razón? -inquirió Pam, y Malone vio la mirada del abogado escéptico.

Malone clavó la vista en ella.

– Les disparé para salvarles la vida. -Después echó una ojeada a su alrededor-. Me encanta este sitio. ¿Saben que el primer martini se sirvió aquí, en el Bar Americano? Hemingway, Fitzgerald, Gershwin, todos ellos bebían aquí. Este lugar está cargado de historia.

– ¿Le gusta la historia? -le preguntó Pam.

– Es una necesidad profesional.

– ¿Va a alguna parte? -quiso saber Malone.

McCollum estaba tieso, su actitud serena e imperturbable, aunque Malone había intentado desconcertarlo a propósito.

– Es usted demasiado desconfiado para mi gusto. Adelante, emprenda la búsqueda del héroe. Espero que le vaya bien.

El tipo estaba informado.

– ¿Cómo sabe eso?

– Como le he dicho, llevo algún tiempo siguiendo esta pista. ¿Y usted? ¿Quiere que le diga lo que pienso? Que es un novato. Peor, un novato con ínfulas. He conocido a un montón de gente como usted. Creen que lo saben todo, cuando lo cierto es que no saben un carajo. Esa biblioteca ha permanecido oculta mil quinientos años por un motivo. -McCollum hizo una pausa-. Sabe, Malone, es usted como el asno que, en medio de una estupenda hierba alta, alarga el cuello para comer hierbajos al otro lado de la valla. Encantado de conocerlo. Me voy a sentar allí a desayunar.

Y cruzó la cafetería medio desierta.

– ¿Tú qué opinas? -le preguntó Cotton a Pam.

– Es arrogante, pero no se le puede tener en cuenta.

Él sonrió.

– Sabe algo. Y no vamos a descubrir nada aquí sentados.

Pam se puso en pie.

– Estoy de acuerdo, así que vayamos a desayunar con nuestro nuevo amigo.

Sabre se sentó a la mesa a esperar. Si había calculado bien ellos no tardarían en acudir. Malone no podría resistirse. Sus conocimientos tenían que limitarse a lo que George Haddad le había contado, lo cual, a juzgar por la cinta que había escuchado, no era mucho. Lo que se llevó del apartamento del palestino antes de salir corriendo quizá hubiese cubierto algunas lagunas, pero él apostaba a que las cuestiones vitales continuaban sin respuesta.

Cosa que también suponía un problema para él.

Se estaba obligando a relacionarse, algo nuevo. Estaba acostumbrado al silencio de sus propios pensamientos. Rara vez intimaba, salvo con alguna mujer de cuando en cuando, para llevársela a la cama. La mayor parte de las veces pagaba por ello. A profesionales, como él, que hacían su trabajo, decían por la noche lo que él quería oír y se iban por la mañana. La cruda realidad del peligro físico y la tensión mental, al menos en su caso, acallaban el sexo en lugar de estimularlo. Las graves consecuencias minaban el cerebro. A veces se acostaba con la ayuda que contrataba. Pero, como sucediera con la británica a la que había liquidado antes, en ocasiones ello traía consigo molestos efectos secundarios. En vez de romanticismo buscaba soledad.

Ya había representado ese papel antes, con otros, cuando necesitaba ganarse su confianza. Las palabras y los ademanes, su forma de caminar y conducirse, la voz jactanciosa eran de uno de los numerosos novios de su madre. Éste concretamente era un poli quemado de Chicago, la ciudad donde vivían cuando él tenía doce años. Recordaba cómo intentaba impresionarla el tipo a base de una seguridad en sí mismo apabullante. Recordaba un partido de béisbol de los White Sox y una excursión al lago. Más tarde supo que, como la mayoría de los amantes de su madre, el poli sólo mostró el interés suficiente para impresionar a su madre. Una vez conseguían lo que de verdad querían, que solía medirse en noches pasadas en la cama de su madre, la atención cesaba. Él acabó odiando a todos sus pretendientes. Ni uno solo estuvo presente cuando él la enterró. Su madre murió sola y arruinada.

Y Sabre no estaba dispuesto a repetir el sino de su madre.

Se levantó y se dirigió al bufé.

Le encantaba el Savoy, habitaciones amuebladas con caras antigüedades y atendidas por un servicio de la vieja escuela. La clase de lujo del que solían disfrutar Alfred Hermann y el resto de la Orden del Vellocino de Oro. Él también quería gozar de ese privilegio. Con sus condiciones, no con las de ellos. Sin embargo para cambiar la realidad necesitaba a Cotton Malone y se preguntó si parte de lo que buscaba estaría en la cartera de cuero con la que cargaba. Por el momento había conseguido ir un paso por delante de su rival y por el rabillo del ojo le satisfizo ver que aún conservaba esa ventaja.

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