– Imagino que los israelíes no participarían en un asesinato.
– Naturalmente que no. El suyo no es un Estado terrorista, pero esos tipos tienen iniciativa y pueden encargarle el trabajito a otros. Mantienen relaciones con, digamos, elementos indeseables. Por eso se te avisa.
Stephanie oyó que alguien se levantaba.
– Gajes del oficio, Brent.
– Y sí soy un buen chico y acato las órdenes esos «elementos indeseables» perderán interés en mí.
– No te sabría decir, pero es posible. ¿Por qué no lo intentas y lo vemos?
En la habitación se hizo un silencio largo, embarazoso. Stephanie se imaginó a dos leones cara a cara.
– ¿Tanto valor tiene el legado del presidente? -preguntó Green.
– ¿Crees que se trata de eso? Qué va. Se trata de mi legado, de lo que yo pueda dar. Y esa clase de capital político vale más que el oro.
Stephanie oyó pasos en la madera, alejándose de la cocina.
– Larry -dijo Green, alzando la voz.
Los pasos cesaron.
– No te tengo miedo.
– Pues deberías.
– Escoge a tu mejor tirador, porque yo voy a escoger al mío.
– Muy bien, Brent. Después irás a Vermont, en una caja a dos metros bajo tierra.
– No estés tan seguro.
Daley se rió.
– Lo curioso de todo esto es que los dos mayores cabrones que conozco bien podrían sacar de la mierda a esta Administración. Mira a ver si no hablas por hablar.
– Quizá te lleves una sorpresa.
– Sigue pensando así. Que pases un buen día.
Una puerta se abrió y se cerró.
– Se ha ido -anunció Green.
Stephanie salió de la cocina y dijo:
– Supongo que ya no puedes decirme lo que tengo que hacer.
Ella vio fatiga en sus grises ojos. Por su parte también estaba cansada.
– Al final has conseguido que te despidan.
– Ésa es la menor de nuestras preocupaciones -espetó Cassiopeia.
– Hay un traidor en este gobierno -aseguró Green-. Y tengo intención de dar con él
– Le garantizo, señor fiscal general, que usted nunca ha tratado con esos «elementos indeseables» -afirmó Cassiopeia-. Daley tiene razón: los israelíes no harán el trabajo sucio, sino que enviarán a alguien. Y la gente a la que contratan supone un problema.
– En tal caso tendremos que andarnos con cuidado.
Stephanie casi sonrió. Brent Green poseía más valor del que imaginaba. Pero había algo más. Lo había intuido antes y ahora estaba segura.
– Tienes un plan, ¿no?
– Claro. Soy un tipo con recursos.
Viena, Austria
10:50
Tras despedirse del comité político, Alfred Hermann se excusó y salió del comedor. Le habían dicho que por fin había llegado el invitado especial.
Recorrió los pasillos de la planta baja y entró en el amplio recibidor del ch â teau justo cuando Henrik Thorvaldsen hacía su aparición. Dibujó una sonrisa en su rostro y dijo en inglés:
– Henrik. Cuánto me alegro de verte.
Thorvaldsen también sonrió al ver a su anfitrión.
– Alfred. No iba a venir, pero decidí que me apetecía charlar con vosotros.
Hermann se aproximó, y los dos se dieron la mano. Conocía a Thorvaldsen desde hacía cuarenta años, y el danés no había cambiado mucho. La espalda tiesa, encorvada seguía allí, formando un grotesco ángulo como un trozo de hojalata remachada. Hermann siempre había admirado las disciplinadas emociones de Thorvaldsen, siempre estudiadas, moldeadas, como si repasase un programa memorizado. Y eso requería talento. Sin embargo Thorvaldsen era judío. Ni devoto ni manifiesto, pero así y todo hebreo. Peor aún, era amigo íntimo de Cotton Malone, y Hermann estaba convencido de que Thorvaldsen no había acudido a la asamblea para ver a los amigos.
– Me alegro de que hayas venido -afirmó Hermann-. Tengo muchas cosas que contarte.
Solían pasar tiempo juntos en la asamblea. Thorvaldsen era uno de los pocos miembros cuya fortuna podía rivalizar con la suya, y mantenía estrechos lazos con la mayor parte de los gobiernos europeos. Sus miles de millones de euros hablaban por sí mismos.
Los ojos del danés brillaron.
– Estoy deseando oírlas.
– Y ¿quién es éste? -preguntó Hermann al tiempo que señalaba al muchacho que se encontraba junto a Thorvaldsen.
– Gary Malone. Está pasando unas semanas conmigo mientras su padre anda fuera y decidí traerlo.
Fascinante. Thorvaldsen lo ponía a prueba.
– Estupendo. Hay un puñado de jóvenes que ha venido con los miembros. Me encargaré de que no les falte la diversión.
– Sabía que lo harías.
Entraron mayordomos con el equipaje y, a una señal de Hermann, llevaron las maletas a la segunda planta. Ya había designado qué habitación ocuparía Thorvaldsen.
– Ven, Henrik. Vayamos a mi despacho mientras se ocupan de vuestras maletas. Margarete tiene muchas ganas de verte.
– ¿Y Gary?
– Que venga, no pasa nada.
Malone desayunaba e intentaba formarse un juicio sobre Jimmy McCollum, aunque albergaba serias dudas de que ése fuera su verdadero nombre.
– ¿Va a decirme qué interés tiene en todo esto? -preguntó McCollum-. La Biblioteca de Alejandría no es precisamente el Santo Grial. Otros la han buscado, pero eran fanáticos o chiflados. Usted no parece lo uno ni lo otro.
– Usted tampoco -terció Pam-. ¿Qué interés tiene usted?
– ¿Qué le ha pasado en el hombro?
– ¿Quién ha dicho que me haya pasado algo?
McCollum se metió en la boca una porción de huevo.
– Lo sostenía como si lo tuviera roto.
– Tal vez sea así.
– De acuerdo, no va a decírmelo. -McCollum miró a Malone-. Veo aquí mucha desconfianza hacia alguien que les ha salvado el culo a los dos.
– Ella le ha hecho una buena pregunta: ¿qué interés tiene en la biblioteca?
– Digamos que, si encontrase algo, hay personas que recompensarían mis esfuerzos de muchas maneras. Personalmente creo que es una pérdida de tiempo, pero no puedo por menos de preguntarme el porqué de tantos asesinatos. Alguien sabe algo.
Malone decidió arrojarle algo de carnaza.
– Esa búsqueda del héroe que mencionó usted. La conozco. Son pistas que indican el camino a la biblioteca. -Hizo una pausa-. Supuestamente.
– Oh, es cierto, créame. Otros han ido. No he conocido a ninguno ni tampoco he hablado con ninguno, pero he oído hablar de la experiencia. La búsqueda del héroe es real, igual que los Guardianes.
Otra palabra clave. El tipo estaba bien informado. Malone centró su atención en un bollito que cortó y untó de mermelada de ciruela.
– ¿Qué podemos hacer el uno por el otro?
– ¿Y si me cuenta por qué fue a Bainbridge Hall?
– La epifan í a de san Jer ó nimo.
– Vaya, eso es nuevo. ¿Le importaría explicarse?
– ¿De dónde es usted? -soltó de pronto Malone.
McCollum soltó una risita.
– ¿Todavía está intentando calarme? Muy bien, colaboraré. Nací en el gran estado de Kentucky, en Louisville. Y antes de que me lo pregunté le diré que no fui a la universidad, sino al ejército. Fuerzas especiales.
– Entonces si hago algunas comprobaciones daré con un recluta llamado Jimmy McCollum, ¿no? Es hora de que sea realista.
– Lamento tener que decirle que tengo un pasaporte y una partida de nacimiento en los que pone ese nombre. Estuve allí una temporada. Licenciado con honores. Pero ¿eso qué importa? A mi entender lo único que cuenta es el aquí y el ahora.
– ¿Qué es lo que persigue? -quiso saber Malone.
– Espero que haya muchas cosas cuando se encuentre la biblioteca, pero yo sigo sin saber qué interés tiene usted.
Читать дальше