Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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Aprendió por su cuenta hebreo antiguo, la lengua en que se escribió el Antiguo Testamento, todo un logro teniendo en cuenta que el dialecto era principalmente oral y consonántico y había desaparecido del uso corriente alrededor del siglo vi a.C. Escribió un libro, publicado en 1767, que desafiaba las traducciones conocidas del Antiguo Testamento y ponía en duda gran parte del saber ortodoxo de su época, y pasó los últimos años de su vida defendiendo su teorías. Murió amargado y arruinado, su fortuna familiar dilapidada.

Haddad conocía bien el texto, había estudiado cada página con sumo detalle. Entendía los problemas de Bainbridge. También él se había enfrentado a la sabiduría tradicional, con consecuencias nefastas.

Disfrutaba visitando la casa, aunque, por desgracia, la mayor parte del mobiliario original había caído hacía tiempo en manos de acreedores, incluida la impresionante biblioteca de Bainbridge. Sólo en los últimos cincuenta años se había localizado parte de los muebles. Faltaba la mayoría de los libros, que habían ido pasando de coleccionistas a vendedores y de éstos a la basura, la cual parecía el destino de gran parte del saber registrado de la humanidad. Sin embargo Haddad había podido dar con unos cuantos volúmenes, tras dedicar tiempo a revolver en la miríada de tiendas de libros antiguos que salpicaba Londres.

Y en Internet.

Un tesoro asombroso. Lo que habrían podido hacer en Palestina sesenta años atrás con esa red de información instantánea.

Últimamente pensaba mucho en 1948.

Cuando empuñaba un fusil y mataba a judíos durante la nakba. La arrogancia de la generación actual no dejaba de sorprenderlo, considerando los sacrificios que habían hecho sus predecesores. Ochocientos mil árabes habían sido empujados al exilio. Él tenía diecinueve años y luchaba con la resistencia palestina -era uno de sus líderes-, pero todo había sido inútil. Los sionistas se impusieron, y los árabes fueron derrotados. Los palestinos se tornaron proscritos.

Sin embargo el recuerdo persistía.

Haddad había intentado olvidar, realmente quería olvidar. Pero asesinar traía consecuencias. Y en su caso éstas habían sido una vida de remordimientos. Se hizo estudioso, abandonó la violencia y se convirtió al cristianismo, pero nada de ello lo libró del dolor. Aún veía el rostro de los muertos. Sobre todo uno: el del hombre que se hacía llamar el Guardián.

«Luchas en una guerra innecesaria, contra un enemigo desinformado.»

Esas palabras quedaron grabadas en su recuerdo aquel día de abril de 1948, y su impacto terminó cambiándolo para siempre.

«Somos custodios del conocimiento. De la biblioteca.»

Aquella observación trazó el rumbo de su vida.

Continuó recorriendo la casa, contemplando los bustos y los cuadros, las tallas, los grotescos dorados y los enigmáticos lemas. Tras caminar a contracorriente de los recién llegados, entró en el saloncito, donde toda la antigua solemnidad de una biblioteca universitaria se fundía con una elegancia y un ingenio femeninos. Se centró en las estanterías, que en su día exhibieran el saber de numerosas eras. Y en los lienzos, que recordaban a gentes que habían forjado el curso de la historia.

Thomas Bainbridge había sido un invitado, como el padre de Haddad. Sin embargo el Guardián llegó a Palestina dos semanas demasiado tarde para entregar la invitación, y una bala del arma de Haddad silenció al mensajero.

El recuerdo lo hizo estremecer.

La impetuosidad de la juventud.

Habían pasado sesenta años, y ahora él veía el mundo con unos ojos más pacientes. Si esos mismos ojos hubiesen mirado al Guardián en abril de 1948 tal vez hubiese encontrado antes lo que buscaba.

O tal vez no.

Al parecer la invitación había que ganársela.

Pero ¿cómo?

Su mirada barrió la estancia: la respuesta estaba allí.

13

Washington, DC

5:45

Stephanie observó cómo Larry Daley se dejaba caer en uno de los sólidos sillones del despacho de Brent Green. Fiel a su palabra, el viceconsejero de Seguridad Nacional había llegado en menos de media hora.

– Bonito lugar -le dijo a Green.

– Es mi hogar.

– Eres un hombre de pocas palabras, ¿eh?

– Las palabras, como los amigos, deberían escogerse con cuidado.

La amable sonrisa de Daley se esfumó.

– Esperaba no empezar como el perro y el gato.

Stephanie estaba nerviosa.

– Haz que esta visita merezca la pena, como dijiste por teléfono.

Las manos de Daley se aferraron a los orondos brazos del asiento.

– Espero que los dos seáis razonables.

– Eso depende -replicó ella.

Daley se pasó una mano por su corto cabello cano. Su apostura transmitía una sinceridad juvenil capaz de desarmar al más pintado, de manera que Stephanie se propuso no dejarse llevar.

– Intuyo que no vas a decirnos qué es la conexión -comentó ésta.

– No me hace ninguna gracia que se me acuse de infringir la Ley de Seguridad Nacional.

– ¿Desde cuándo te preocupa infringir leyes?

– Desde ahora.

– Entonces ¿qué haces aquí?

– ¿Qué es lo que sabéis? -preguntó Daley-. Y no me digáis que nada porque me decepcionaríais.

Green repitió lo poco que ya había referido acerca de George Haddad, y Daley asintió.

– Los israelíes se volvieron locos con Haddad. Luego entraron en escena los saudíes, lo cual nos chocó, pues, por regla general, les importa un bledo todo lo que tenga que ver con la Biblia o la historia.

– Así que hace cinco años envié a Malone a ciegas a ese atolladero, ¿no? -inquirió ella.

– Lo cual, a mi entender, forma parte de tu trabajo.

Stephanie recordó cómo degeneró la situación.

– ¿Qué hay de la bomba?

– Ahí fue cuando se armó la gorda.

Un coche bomba arrasó un café de Jerusalén en el que se encontraban Haddad y Malone.

– Iba destinada a Haddad -aclaró Daley-. Claro está que, dado que era una misión a ciegas, Malone no lo sabía. Pero se las arregló para sacar al palestino sano y salvo.

– Menuda suerte la nuestra -apuntó Green con sarcasmo.

– Déjate de chorradas. No matamos a nadie. Lo último que queríamos era que Haddad muriese.

La ira de Stephanie crecía por momentos.

– Pusiste en riesgo la vida de Malone.

– Es un profesional. Fue un gaje del oficio.

– No envío a mis agentes a misiones suicidas.

– Sé realista, Stephanie. El problema con Oriente Próximo es que la mano izquierda nunca sabe lo que hace la derecha. Lo que ocurrió es típico, sólo que los militantes palestinos se equivocaron de café.

– O quizá no -terció Green-. Quizá los israelíes o los saudíes escogieron con tino.

Daley sonrió.

– Empieza a dársete bien esto. Por eso exactamente aceptamos las condiciones de Haddad.

– Entonces dinos por qué es necesario que el gobierno norteamericano encuentre la desaparecida Biblioteca de Alejandría.

Daley aplaudió con suavidad.

– Bravo. Bien hecho, Brent. Supuse que si tus fuentes sabían lo de Haddad también te contarían ese pequeño detalle.

– Responde a la pregunta -insistió Stephanie.

– Las cosas importantes a veces se guardan en los sitios más raros.

– Ésa no es una respuesta.

– Es todo lo que vais a sacar.

– Estás mezclado con lo quiera que esté pasando allí -espetó ella.

– No es cierto, pero no negaré que hay otros dentro de la administración que están interesados en utilizar esto como la vía más rápida para resolver un problema.

– Y ese problema ¿es? -preguntó Green.

– Israel. Un puñado de idealistas arrogantes que no escuchan a nadie y, sin embargo, a las primeras de cambio, envían tanques o helicópteros de combate para aniquilar a todos y todo en nombre de la seguridad. ¿Qué pasó hace unos meses? Se pusieron a bombardear la franja de Gaza, uno de los proyectiles se extravió y una familia entera que merendaba en la playa murió. ¿Qué dijeron? Lo sentimos, qué le vamos a hacer. -Daley meneó la cabeza-. Con sólo mostrar una pizca de flexibilidad, una chispa de compromiso se podrían hacer cosas. Pero no, o a su manera o nada.

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