Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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– Y a ti ¿te hace feliz?

– A veces. Otras veces me gustaría tenerlo más cerca.

– ¿Te has planteado vivir con él?

El rostro del chico reflejó preocupación.

– A mi madre le daría algo. No le gustaría que lo hiciera.

– A veces uno ha de hacer lo que tiene que hacer.

– Lo he pensado.

Sabre sonrió.

– No le des demasiadas vueltas. Y procura no aburrirte.

– Echo de menos a mi madre y a mi padre. Espero que estén bien.

Ya había oído bastante. El chico estaba calmado; no sería un problema, al menos durante la próxima hora, que era todo lo que Sabre necesitaba.

Después no importaría lo que hiciera Gary Malone.

Así que se encaminó a la puerta y dijo:

– No te preocupes. Estoy seguro de que todo acabará pronto.

Malone permanecía en las calles de Elsinor, vigilando el café. Un flujo constante de parroquianos entraba y salía. Su objetivo estaba sentado en una mesa junto a la ventana, dando sorbos de una taza. Pam, suponía, estaría en el coche, aparcado en la estación de tren, esperando. Más le valía. Cuando aquel tipo se pusiera en marcha sólo tendrían una oportunidad. Si sus adversarios andaban cerca, y él estaba convencido de que era el caso, aquél tal vez fuese el único camino que lo conduciría hasta ellos.

La aparición de Pam en Dinamarca lo había puesto nervioso, pero ella siempre surtía ese efecto. Una vez los unió el amor y el respeto, o al menos eso pensaba él; ahora su único vínculo era Gary.

Su mente repasó lo que ella le había dicho en agosto. De Gary.

– Después de años de mentiras, ¿quieres ser justa?

– Hace años no eras ningún santo, Cotton.

– Y por eso convertiste mi vida en un infierno.

Ella se encogió de hombros.

– Yo también cometí un desliz. Pensé que no te importaría, dadas las circunstancias.

– Te lo conté todo.

– No, Cotton, yo te pillé.

– Pero dejaste que pensara que Gary era mío.

– Lo es. En todo excepto en la sangre.

– ¿Así es como te justificas ante ti misma?

– No tengo que justificar nada. Sólo creí que debías saber la verdad. Debí contártelo el año pasado, cuando nos divorciamos.

– ¿Cómo sabes que no es hijo mío?

– Cotton, hazte pruebas. A mí me da igual, sólo quiero que sepas que no eres el padre de Gary. Haz lo que te plazca con esta información.

– ¿Lo sabe él?

– Claro que no. Eso es algo entre él y tú. Nunca lo sabrá por mi boca.

Aún sentía la rabia que lo asaltó al ver a Pam tan tranquila. Eran tan distintos… lo cual quizás explicara por qué ya no estaban juntos. Él había perdido a su padre de pequeño, pero lo había criado una madre que lo adoraba. La infancia de Pam había sido un caos absoluto. Su madre era una mujer caprichosa, un mar de emociones contradictorias que llevaba un centro de día. Había dilapidado los ahorros de la familia no una, sino dos veces. Los astrólogos eran su debilidad. No podía resistirse a ellos, y escuchaba con avidez cuando le decían lo que ella quería oír. El padre de Pam también era conflictivo, un ser distante que iba a la deriva y le importaban más los aviones teledirigidos que su esposa y sus tres hijos. Había trabajado cuarenta años en una fábrica de cucuruchos de helado, un asalariado que nunca pasó de encargado intermedio. Una mezcla de lealtad y un falso sentimiento de satisfacción. Así fue su suegro hasta el día en que su costumbre de fumar tres paquetes de cigarrillos diarios detuvo su corazón.

Hasta que se conocieron Pam no había tenido mucho amor o seguridad. Reservada con sus emociones, pero exigiendo dedicación, siempre dio mucho menos de lo que pedía. Y señalar esa realidad sólo provocaba su ira. Sus aventuras con otras mujeres, en una etapa temprana de su matrimonio, no hicieron sino demostrar que ella tenía razón. Que no se podía contar con nada ni con nadie.

Ni madre ni padre ni hermanos ni esposo.

Todos ellos fallaron.

Igual que ella: tuvo un hijo y no le contó a su marido que no era el padre. Aún parecía estar pagando el precio de ese error.

Malone tenía que mostrarse indulgente con ella, pero para hacer un trato hacían falta dos, y ella no estaba dispuesta -al menos todavía- a negociar.

El pistolero desapareció de la ventana, y la atención de Malone volvió a centrarse en el café.

Vio que el hombre salía del establecimiento y se dirigía hacia su coche, se subía a él y se alejaba. Abandonó su posición, echó a correr por el callejón y divisó a Pam.

Cruzó la calle y se metió deprisa en el asiento del copiloto.

– Arranca y prepárate.

– ¿Yo? ¿Por qué no conduces tú?

– No hay tiempo. Aquí viene.

Vio que el Volvo torcía para entrar en la carretera que discurría paralela a la costa y pasaba a toda velocidad.

– Vamos -ordenó Malone.

Y ella obedeció.

George Haddad entró en su piso de Londres. La excursión a Bainbridge Hall había sido frustrante, como de costumbre, de manera que hizo caso omiso del computador, que le indicaba que tenía correos sin abrir, y se sentó a la mesa de la cocina.

Había estado muerto cinco años. Saber y no saber. Entender y, al mismo tiempo, sentirse confuso.

Sacudió la cabeza.

Menudo dilema.

Echó un vistazo a su alrededor. La balsámica, purificadora magia del piso se había desvanecido. Estaba claro que había llegado el momento: otros tenían que saberlo. Les debía esa revelación a todas las almas que murieron en la nakba, cuya tierra fue robada, cuya propiedad fue incautada. Y se la debía a los judíos.

Todo el mundo tenía derecho a conocer la verdad.

La primera vez, meses atrás, al parecer no había funcionado. Por eso el día anterior había vuelto a coger el teléfono.

Ahora, por tercera vez, efectuó una llamada internacional.

Malone no perdía de vista la carretera mientras Pam bajaba con rapidez por la carretera de la costa hacia el sur, en dirección a Copenhague. El Volvo le sacaba menos de un kilómetro. Malone había dejado pasar varios coches, a modo de barrera, pero le advirtió en más de una ocasión que no se separara demasiado.

– Yo no soy un agente -replicó ella, los ojos fijos en el parabrisas-. Nunca he hecho esto.

– ¿Es que no te lo enseñaron en la facultad de Derecho?

– No, Cotton. Te lo enseñaron a ti en la facultad de Espionaje.

– Ojalá hubiese existido una. Por desgracia tuve que aprender sobre la marcha.

El Volvo aceleró, y él se preguntó si no los habrían visto. Pero entonces reparó en que el coche sólo estaba adelantando a otro. Se Percató de que Pam empezaba a seguir el ritmo.

– No lo hagas. Si está alerta, es un truco para comprobar si lo siguen. Lo veo, así que quédate donde estás.

– Sabía que la formación que recibiste en el departamento de Justicia daría sus frutos.

Frivolidad; una rareza en ella. Sin embargo él apreció el esfuerzo. Esperó que la pista valiera la pena. Gary debía de andar cerca, y lo único que necesitaba era una oportunidad para sacarlo.

Llegaron a las afueras de la capital. El tráfico avanzaba a paso de tortuga. Cuatro coches los separaban del Volvo cuando éste se metió por los jardines del palacio de Charlottenlund, entró por el norte de Copenhague y enfiló hacia el sur de la ciudad. Justo delante del palacio real el Volvo giró hacia el oeste y se adentró en un barrio residencial.

– Ten cuidado -la instó él-. Aquí es fácil vernos. No te pegues.

Pam aumentó la distancia. Malone estaba familiarizado con aquella parte de la ciudad. El castillo de Rosenborg, donde se exhibían las joyas de la corona danesa, se encontraba a escasas manzanas, y el Jardín Botánico no quedaba lejos.

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