Steve Berry - La conexión Alejandría

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La legendaria biblioteca desaparecida esconde el futuro de tres religiones.
Fundada en el siglo III a.C., la biblioteca de Alejandría era la mayor fuente de conocimiento del mundo entero. Pero hace 1.500 años desapareció entre el mito y la leyenda sin dejar rastro arqueológico alguno. Su saber ha sido desde entonces codiciado por académicos, buscadores de tesoros y aquellos que creen que sus secretos esconden la llave del poder. Cotton Malone, el ya célebre agente del gobierno norteamericano, vive retirado en Copenhague, donde regenta una librería de segunda mano. Pero su tranquila vida se ve truncada de repente: su hijo es secuestrado y alguien prende fuego a la librería. Cotton Malone tiene una valiosa información capaz de revelar los secretos de la desaparecida biblioteca de Alejandría, y alguien parece dispuesto a cualquier cosa para conseguirla.

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– Va a un sitio concreto -aseguró él-. Todas estas casas parecen iguales, así que hay que saber dónde se va.

Dos giros más y el Volvo bajó por un callejón bordeado de árboles. Malone le dijo a su ex mujer que se detuviera en la esquina y vio que su presa entraba en una vivienda particular.

– Para junto al bordillo -le indicó.

Mientras ella aparcaba él sacó su Beretta y abrió la puerta.

– Quédate aquí. Va en serio. Esto podría ponerse feo, y no puedo buscar a Gary y ocuparme de ti al mismo tiempo.

– ¿Crees que está ahí?

– Es muy posible.

Esperó que ella no se lo pusiera difícil.

– Vale. Esperaré aquí.

Malone iba a salir cuando ella lo agarró por el brazo, con firmeza, pero sin hostilidad. Sintió una oleada de emociones.

La miró a la cara, el miedo era visible en sus ojos.

– Si está ahí, tráelo.

15

Washington, DC

7:20

Stephanie se alegró de que Larry Daley se hubiese ido. Cada vez que se veían le caía peor.

– ¿Qué opinas? -inquirió Green.

– Hay una cosa clara: Daley no tiene ni idea de lo que es la Conexión Alejandría. Sólo sabe lo de George Haddad y espera que el palestino sepa algo.

– ¿Por qué lo dices?

– Sí lo supiera, no perdería el tiempo con nosotros.

– Necesita que Malone dé con Haddad.

– Pero ¿quién dice que necesita a Haddad para atar cabos? Si los archivos clasificados estuvieran completos no malgastaría tiempo con Haddad. Contrataría a un puñado de cerebros, averiguaría lo que quiera que fuese y partiría de esa base. -Meneó la cabeza-. Daley es un farsante de mierda, y a nosotros nos la ha dado pero bien. Necesita que Cotton encuentre a Haddad porque él no sabe una mierda. Espera que Haddad tenga todas las respuestas.

Green se retrepó en su silla con manifiesto nerviosismo. Stephanie empezaba a pensar que había juzgado mal a aquel oriundo de Nueva Inglaterra. La había respaldado frente a Daley, incluso había dejado claro que dimitiría si la Casa Blanca la despedía.

– La política es un asunto desagradable -farfulló él-. El presidente es un caso perdido: su agenda está en punto muerto y el tiempo se agota. No cabe duda de que quiere dejar un legado, hacerse un hueco en los libros de historia, y hombres como Daley consideran que su deber es proporcionárselo. Estoy de acuerdo contigo: anda tanteando. Pero cuál podría ser la utilidad de todo esto es algo que se me escapa.

– Al parecer es lo bastante importante para que tanto saudíes como israelíes tomaran cartas en el asunto hace cinco años.

– Y eso es significativo. Los israelíes no suelen ser caprichosos. Debían tener una buena razón para querer muerto a Haddad.

– Cotton está en un lío -dijo ella-. Su hijo se encuentra en peligro, y él no va a recibir ayuda alguna de nosotros. A decir verdad oficialmente vamos a quedarnos cruzados de brazos para después aprovecharnos de él.

– Creo que Daley subestima a la competencia, han planeado esto a fondo.

Stephanie asintió.

– Ése es el problema con los burócratas: piensan que todo es negociable.

El móvil de Stephanie vibró en su bolsillo, y ella se sobresaltó. Había dejado dicho que no la molestaran a menos que fuera vital. Lo cogió, escuchó un instante y colgó.

– Acabo de perder a un agente, el hombre que le envié a Malone. Lo han matado en el castillo de Kronborg.

Green no dijo nada, y el dolor asomó a los ojos de Stephanie.

– Lee Durant tenía esposa e hijos.

– ¿Se sabe algo de Malone?

Ella hizo un gesto negativo.

– Nada.

– Tal vez estuvieses en lo cierto antes. Quizá debiésemos involucrar a otros servicios.

A ella se le hizo un nudo en la garganta.

– No serviría. Esto hay que enfocarlo de otra forma.

Green estaba inmóvil, los labios fruncidos, la mirada fija, como si supiera lo que había que hacer.

– Tengo intención de ayudar a Cotton -anunció ella.

– Y ¿qué piensas hacer? Tú no trabajas sobre el terreno.

Recordó que Malone le había dicho eso mismo no hacía mucho, en Francia, pero ella se las había arreglado bastante bien.

– Conseguiré ayuda, gente de la que me pueda fiar. Tengo un montón de amigos que me deben favores.

– Yo también puedo ayudar.

– No quiero que te involucres.

– Ya lo estoy.

– No puedes hacer nada -objetó ella.

– Podrías llevarte una sorpresa.

– Y entonces ¿qué haría Daley? No sabemos quiénes son sus aliados. Será mejor que me ocupe de esto discretamente. Tú quédate al margen.

El rostro de Green no dejó traslucir nada.

– ¿Qué hay de la reunión de esta mañana en el Capitolio?

– Asistiré. De ese modo apaciguaré a Daley.

– Te cubriré cuanto pueda.

Una sonrisa se dibujó en los labios de Stephanie.

– Sabes, puede que éstas hayan sido las mejores horas que hemos pasado juntos.

– Siento que no pasemos más tiempo así.

– Yo también -aseguró ella-. Pero tengo un amigo que me necesita.

16

Malone dejó el coche y se acercó con disimulo a la casa donde había aparcado el Volvo. No podía aproximarse por delante -demasiadas ventanas, demasiado al descubierto-, así que dio un rodeo, se metió por un callejón herboso contiguo a la casa de al lado y fue por la parte de atrás. Las viviendas de esa parte de Copenhague eran como su vecindario de Atlanta: calles umbrosas con reducidas casas de ladrillo rodeadas de jardines delanteros y traseros igualmente reducidos.

Se llevó la Beretta al costado y se sirvió del follaje para ocultarse. Por el momento no había visto a nadie. Un seto que le llegaba a la altura del hombro lo separaba del siguiente jardín. Se situó de forma que pudiera ver por encima del seto y divisó una puerta trasera en la casa en la que había entrado el pistolero. Antes de que le diera tiempo a decidir qué hacer, la puerta se abrió y salieron dos hombres: el pistolero de Kronborg y otro, un tipo achaparrado y cuellicorto.

Iban hablando y se dirigieron a la parte delantera de la casa. Obedeciendo a su intuición, Malone salió de su escondite y entró en el jardín posterior por una abertura que había en el seto. Fue directo a la puerta trasera y entró con el arma en ristre.

La casa, de una sola planta, estaba en silencio. Dos dormitorios, estudio, cocina y baño. La puerta de una de las habitaciones estaba cerrada. Echó una ojeada a los cuartos: vacíos. Se acercó al que estaba cerrado. Su mano izquierda se aferró al tirador mientras la derecha sostenía el arma, el dedo en el gatillo. Lo giró despacio y, acto seguido, abrió de un empujón.

Y vio a Gary.

El chico estaba sentado en una silla, junto a la ventana, leyendo. Su hijo pegó un respingo, levantó la vista de las páginas y su rostro se iluminó al ver quién era.

También Malone experimentó una sensación de júbilo.

– ¡Papá! -Entonces Gary vio el arma y dijo-: ¿Qué pasa?

– No te lo puedo explicar, pero tenemos que irnos.

– Dijeron que estabas en apuros. ¿Están aquí los que quieren hacernos daño a mamá y a mí?

Malone asintió mientras el pánico se apoderaba de él.

– Sí. Hemos de irnos.

Gary se levantó de la silla y Malone no pudo evitarlo: le dio un fuerte abrazo a su hijo. El muchacho era suyo. Que le dieran a Pam.

– Ponte detrás de mí y haz exactamente lo que te diga, ¿entendido? -le dijo al muchacho.

– ¿Va a haber jaleo?

– Espero que no.

Volvió a la puerta de atrás y miró fuera: el jardín estaba desierto. Sólo necesitaría un minuto para escapar. Salió con Gary pegado a sus talones.

La abertura del seto se hallaba a unos quince metros.

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