Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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Así que Zovastina lo apuntó a él.

De repente, el hombre mostró su mano derecha, que sostenía una pistola.

Le disparó cuatro veces, vaciando el cargador del arma.

Rosas de sangre florecieron en la camisa de Vincenti.

Sus ojos miraron al cielo, su mano soltó el arma, que cayó estrepitosamente al suelo al mismo tiempo que su robusto cuerpo.

Dos problemas resueltos.

Luego Zovastina se acercó a Lyndsey y lo apuntó a la cara con el arma descargada. El horror volvió a aparecer en su rostro. No importaba que el cargador estuviera vacío; la pistola bastaba para conseguir lo que quería.

– Te advertí que te quedaras en China -le dijo.

OCHENTA Y DOS

Stephanie, Henrik y Ely estaban siendo conducidos al interior de la casa. Los habían llevado allí desde la puerta de la mansión; su coche, estacionado en un garaje apartado. Nueve soldados de infantería custodiaban el interior. Stephanie no había visto personal de servicio. Se encontraban en lo que parecía ser una biblioteca, una espaciosa y elegante habitación con imponentes ventanas que enmarcaban las vistas panorámicas del exuberante valle que se extendía más allá de la casa. Tres hombres con rifles AK-74 y la cabeza rapada estaban apostados junto a las ventanas, alertas; había otro más en la puerta y un tercero junto a un gabinete de estilo oriental. En el suelo yacía un cadáver: caucásico, de mediana edad, tal vez norteamericano, con una bala en la cabeza.

– Esto no me gusta nada -le susurró a Henrik.

– No veo cómo salir de ésta.

Ely parecía tranquilo. Pero había vivido bajo amenazas durante los últimos meses, y probablemente aún estaba confuso por todo lo que estaba sucediendo, aunque quería confiar en Henrik. O, para ser sincero, en Cassiopeia, de la que sabía que estaba cerca. Era obvio que el joven se preocupaba por ella. Pero el reencuentro no iba a producirse pronto. Stephanie esperaba que Malone hubiera sido más cuidadoso que ella. Seguía teniendo su teléfono en el bolsillo. Curiosamente, aunque la habían registrado, le habían permitido conservarlo.

Un clic llamó su atención.

Se volvió y observó cómo el gabinete de estilo oriental giraba sobre sí mismo, dejando al descubierto un pasadizo. Un hombre pequeño, de aspecto travieso, con una incipiente calvicie y preocupación en el rostro, emergió de la oscuridad, seguido por Irina Zovastina, quien empuñaba un arma. El guardia dejó pasar a su ministra, retrocediendo hacia las ventanas. Zovastina pulsó un botón del mando y el gabinete se cerró de nuevo. Luego arrojó el dispositivo sobre el cadáver.

Zovastina entregó su arma a uno de sus guardias y, en su lugar, tomó su AK-74. Se dirigió directamente hacia Thorvaldsen y lo golpeó en el estómago con la culata. El danés se quedó sin aliento y se retorció, apretándose el vientre con las manos.

Tanto Stephanie como Ely se acercaron para ayudarlo, pero los otros guardias los apuntaron directamente con sus armas.

– He decidido -dijo Zovastina- que, en vez de llamarlos, como han sugerido antes, era mejor hacerlos venir personalmente.

Thorvaldsen se esforzaba por respirar y mantenerse en pie, resistiendo el dolor.

– Es bueno saberlo… Me ha causado… una fuerte impresión.

– ¿Quién es usted? -preguntó Zovastina dirigiéndose a Stephanie.

Ella se presentó y añadió:

– Departamento de Justicia de Estados Unidos.

– ¿Malone trabaja para usted?

– Sí -mintió.

Zovastina miró a Ely.

– ¿Qué te han contado estos dos espías?

– Que es usted una mentirosa. Que me ha retenido contra mi voluntad, sin que yo mismo lo supiera. -Se detuvo, quizá intentando hacer acopio de valor-. Que está planeando una guerra.

Zovastina estaba enfadada consigo misma. Había permitido que la emoción la dominara. Matar a Vincenti había sido necesario. Pero ¿y Karyn? Lamentaba haberla matado, aunque no tenía elección. Había que hacerlo. ¿La cura para el sida? ¿Cómo era posible? ¿La estaban engañando? ¿O simplemente despistando? Vincenti había estado trabajando en algo desde hacía tiempo, lo sabía. Por eso había contratado a espías, como Kamil Revin, que la habían mantenido informada.

Miró a sus tres prisioneros y le aclaró a Thorvaldsen:

– Puede que fuera por delante de mí en Venecia, pero eso no va a volver a ocurrir. -Señaló a Lyndsey con el rifle-. Ven aquí.

El hombre estaba paralizado, con la mirada fija en el arma. Zovastina hizo un gesto y uno de los soldados empujó a Lyndsey hacia ella. El hombre trastabilló y cayó al suelo, intentó ponerse de pie pero ella se lo impidió justo cuando estaba de rodillas, acercando el cañón del AK-74 a su nariz.

– Dime exactamente qué está pasando aquí. Contaré hasta tres. Uno…

Silencio.

– Dos…

Más silencio.

– Tres…

El mal presagio de Malone empeoraba por momentos. Todavía se encontraban a unos tres kilómetros de la mansión, usando las montañas como resguardo, y aún no se veían signos de actividad ni dentro ni fuera de la casa. Sin duda, la finca que estaba allí abajo costaba decenas de millones de dólares. Y estaba en una región del mundo donde sencillamente no había tanta gente que pudiera permitirse tales lujos, exceptuando, quizá, a la propia ministra Zovastina.

– Hemos de examinar este lugar -dijo.

Volvió a fijarse en el sendero que ascendía por la inhóspita montaña y en el conducto a ras de suelo. El calor del atardecer danzaba en oleadas a lo largo de la vertiente de roca. Volvió a pensar en el enigma de Ptolomeo: «Asciende por las paredes que esculpieron los dioses. Cuando alcances la cima, contempla el ojo ambarino y atrévete a hallar el refugio remoto.»Paredes esculpidas por los dioses.

Montañas…

Malone decidió que no podían seguir sobrevolando la zona.

Así que se despojó del auricular y cogió su teléfono.

Stephanie contempló al hombre que estaba de rodillas en el suelo, gimiendo, mientras Zovastina contaba hasta tres.

– Por favor, Dios mío -dijo-. No me mate.

El arma todavía apuntaba hacia él.

– Dime lo que quiero saber -le ordenó Zovastina.

– Vincenti tenía razón. Lo que dijo en el laboratorio… Viven en una montaña, allí atrás, siguiendo el camino, en un estanque verde. Hay electricidad, luces. Las encontró hace mucho tiempo. -Hablaba de prisa, con las palabras agolpándose en una confesión frenética-. Me lo contó todo. Yo lo ayudé a modificarlas. Conozco su trabajo.

– ¿Qué son? -preguntó ella tranquilamente.

– Bacterias. Arqueas. Una forma única de vida.

Stephanie percibió un cambio de tono en su voz, como si el hombre sintiera que había encontrado un nuevo aliado.

– Devoran a los virus. Los destruyen, pero no dañan al organismo. Por eso hicimos todos esos ensayos clínicos, para ver cómo reaccionaban con sus virus.

La ministra parecía estar considerando lo que oía. Stephanie captó la referencia a Vincenti y se preguntó si la casa pertenecería a él.

– Lyndsey -dijo Zovastina-, estás diciendo tonterías. No tengo tiempo…

– Vincenti le mintió acerca de los antígenos.

Eso le interesaba.

– Usted creyó que había uno para cada zoonosis. -Lyndsey negó con la cabeza-. No es así. Sólo hay uno. -Señaló el lado opuesto de la habitación, hacia las ventanas, hacia la parte trasera de la casa-. Ahí atrás. Las bacterias están en el estanque verde. Eran los antígenos para todos los virus que encontramos. Le mintió. Le hizo creer que había muchas variedades, pero no es así. Sólo hay una.

Zovastina presionó el cañón de su arma contra la cara de Lyndsey.

– Si Vincenti me mintió, entonces tú hiciste lo mismo.

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