Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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A un lado había un garaje con una capacidad para cinco o seis vehículos cuya puerta estaba cerrada. Un jardín cuidadosamente cultivado se extendía entre una terraza y el inicio de una ladera que acababa en la base de una de las montañas. En los árboles brotaban las nuevas hojas de la primavera.

– ¿De quién es esta casa? -quiso saber Malone.

– No tengo ni idea -dijo Viktor-. La última vez que estuve aquí, hace dos o tres años, no estaba.

– ¿Es éste el lugar? -preguntó Cassiopeia, mirando por encima del hombro.

– Esto es Arima.

– Está todo demasiado tranquilo ahí abajo, ¿no os parece? -señaló Malone.

– Las montañas nos han protegido mientras nos acercábamos -explicó Viktor-. El radar está limpio. Estamos solos.

Malone vio que un sendero bien definido se deslizaba a través de una ladera cubierta de arbustos; luego seguía por una loma rocosa y desaparecía en una sombría grieta. También divisó lo que parecía ser un tendido eléctrico, que ascendía por la desnuda roca, paralelo al camino, fijado cerca del suelo.

– Parece que alguien está muy interesado en esa montaña -comentó.

– Ya lo veo, ya -convino Cassiopeia.

– Necesitamos saber a quién pertenece este lugar -añadió él-, pero debemos estar preparados. -Todavía llevaba encima el arma que había introducido en el país, aunque apenas la había usado-. ¿Hay armas a bordo?

Viktor asintió.

– En el compartimento trasero.

Malone miró a Cassiopeia.

– Ve a buscar una para cada uno.

Zovastina disfrutó al ver la sorpresa que se dibujaba en los rostros de Lyndsey y Vincenti.

– ¿Acaso creíais que era estúpida?

– Maldita seas, Irma -le espetó Karyn.

– Ya es suficiente.

Zovastina la apuntó con el arma.

Karyn vaciló ante el desafío; luego se retiró al punto más alejado, detrás de una de las mesas. La ministra volvió a centrar su atención en Vincenti.

– Te advertí sobre los norteamericanos. Te dije que nos vigilaban, ¿y así es como demuestras tu gratitud?

– ¿Esperas que me crea eso? De no ser por los antígenos, me habrías matado hace tiempo.

– Tú y tu Liga queríais un refugio, y os lo concedí. Queríais libertad económica, y la tenéis. Queríais tierras, mercados, modos de blanquear vuestro dinero. Yo os di todo eso, pero no es suficiente, ¿verdad?

Vincenti volvió a mirarla fijamente, en apariencia, haciendo esfuerzos por contenerse.

– Por lo visto, tenemos agendas diferentes. Algo, supongo, que ni siquiera tu Liga conoce. Algo que implica a Karyn. -Zovastina se dio cuenta entonces de que Vincenti nunca admitiría ninguna de esas acusaciones. Pero estaba Lyndsey; él era distinto. Así que se centró en él-. Y tú también formas parte de esto.

El científico la contempló con indisimulado terror.

– Vete de aquí, Irina -dijo Karyn-. Déjalo en paz. Déjalos en paz, a los dos. Están haciendo grandes cosas.

El desconcierto embargó a la ministra.

– ¿Grandes cosas?

– Me ha curado, Irina. Tú no. Él, él me ha curado.

Su curiosidad aumentó al sentir que Karyn podía proporcionarle la información que necesitaba.

– El VIH no se puede curar -apuntó.

Karyn rió.

– Ése es tu problema, Irina. Crees que nada es posible sin ti. El gran Aquiles en un viaje heroico para salvar a su amado. Ésa eres tú. Un mundo de fantasía que sólo existe en tu mente.

Su cuello se tensó, la mano que sostenía el arma la empuñó con más fuerza.

– Yo no vivo en ningún poema épico -prosiguió Karyn-. Esto es real; no tiene que ver con Homero, ni con los griegos. Tiene que ver con la vida y con la muerte. Mi vida. Mi muerte. Y este hombre -agarró a Vincenti por el brazo-, este hombre me ha curado.

– ¿Qué patrañas le has contado? -le espetó Zovastina a Vincenti.

– ¿Patrañas? -replicó Karyn-. Tú no hiciste nada. Él lo hizo todo. Él tiene la cura.

La ministra contempló a Karyn. Era un manojo de energía pura y dura, un torbellino de emociones.

– ¿Tienes alguna idea de lo que hice para intentar salvarte? -inquirió-. ¿De las decisiones que tuve que tomar? Volviste a mí porque estabas en apuros y te ayudé.

– No hiciste nada por mí. Sólo por ti misma. Me veías sufrir, veías cómo me moría…

– La medicina moderna no tiene nada que ofrecer. Estoy intentando encontrar algo que pueda ayudarte. Eres una zorra desagradecida.

Su voz era cada vez más alta, a causa de la indignación.

La tristeza ensombreció el rostro de Karyn.

– No lo tienes, ¿verdad? Nunca lo has tenido. Una posesión. Eso es todo lo que soy para ti, Irina. Algo que podías controlar. Por eso te traicioné. Por eso estuve con otras mujeres, con otros hombres, para demostrarte que no podías dominarme. Nunca lo has tenido.

El corazón de Irina se rebeló, pero su cerebro estaba de acuerdo con lo que Karyn decía. Se volvió hacia Vincenti.

– ¿Has encontrado la cura para el sida?

Él la observó, inexpresivo.

– ¡Dímelo! -gritó. Tenía que saberlo-. ¿Encontraste la medicina de Alejandro? ¿El lugar del que hablaban los escitas?

– No tengo ni idea de qué es eso -repuso él-. No sé nada de Alejandro ni de los escitas ni de ninguna medicina. Pero ella dice la verdad. Hace mucho tiempo encontré una cura en la montaña que hay tras la casa. Un sanador local me habló del lugar. Lo llamaba, en su lengua, Arima, «ático». Es una sustancia natural que nos puede hacer ricos a todos.

– Así que se trata de eso… De una manera de hacer dinero.

– Tu ambición será la ruina de todos nosotros.

– ¿Por eso intentaste matarme? ¿Para detenerme? Sí, ya sé, me advertiste. ¿Acaso perdiste tu aplomo?

Él negó con la cabeza.

– Decidí que había un modo mejor de hacerlo.

Zovastina recordó lo que Edwin Davis le había dicho y se dio cuenta de que era cierto. Se acercó a Karyn.

– Ibas a usarla para difamarme. Volver a la gente en mi contra. Primero, curarla. Después, usarla. ¿Y después qué, Enrico? ¿Matarla?

– ¿Es que no me has oído? -intervino Karyn-. Me ha salvado.

A Zovastina no podía importarle menos. Acoger a Karyn había sido un error. Había tomado decisiones arriesgadas sólo por ella.

Y todo, para nada.

– ¡Irina! -gritó Karyn-. Si la gente de esta maldita Federación supiera cómo eres realmente, nadie te seguiría. Eres un fraude, un fraude y una asesina. Todo lo que conoces es el dolor. Ése es tu placer. El dolor. Sí, quería destruirte. Quería que te sintieras tan insignificante como me has hecho sentir a mí.

Karyn era la única a quien ella había mostrado su alma, una cercanía que nunca había sentido con ningún otro ser humano. Homero tenía razón: «Una vez que el daño está hecho, incluso un tonto se da cuenta.»Disparó a Karyn en el pecho.

Y luego, en la cabeza.

Vincenti había estado esperando a que Zovastina actuara. Todavía sostenía el pendrive en su puño izquierdo. Había mantenido esa mano sobre la mesa mientras su derecha abría lentamente el cajón superior.

El arma que había llevado consigo estaba dentro.

Zovastina disparó a Karyn Walde una tercera vez.

Él cogió la pistola.

La ira de la ministra aumentaba cada vez que apretaba el gatillo. Las balas atravesaron el demacrado cuerpo de Karyn y se incrustaron en la pared que había tras ella. Su antigua amante no llegó a darse cuenta de lo que ocurría, ya que murió de prisa, su cuerpo contorsionado en el suelo, desangrándose.

Grant Lyndsey había permanecido sentado, en silencio, durante toda la conversación. No era nada. Una alma débil, un inútil. Vincenti, no obstante, era distinto. No se vendría abajo sin luchar, aunque probablemente era consciente de que iba a morir.

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