Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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El teléfono móvil de Stephanie sonó en su bolsillo.

Zovastina alzó la vista.

– El señor Malone, finalmente -dijo, y con el arma le indicó lo que debía hacer-. Conteste.

Stephanie vaciló.

Entonces, Zovastina apuntó con el rifle a Thorvaldsen.

– Él no me sirve de nada, salvo para que responda.

Stephanie cogió el teléfono. Zovastina se acercó y escuchó.

– ¿Dónde estás?

Zovastina asintió con la cabeza.

– Aún no hemos llegado -respondió Stephanie.

– ¿Cuánto os falta?

– Una media hora. Está más lejos de lo que creía.

Zovastina asintió, aprobando la mentira.

– Pues nosotros estamos aquí -dijo Malone-, contemplando una de las casas más condenadamente grandes que he visto jamás, en especial, en medio de la nada. El lugar parece desierto. Hay un camino empedrado, quizá a un kilómetro y medio, que conduce a la cima. Estamos en el aire, a unos tres kilómetros del edificio. ¿Puede darnos Ely algo más de información? Hay un camino que conduce a la cima de la montaña, hacia una grieta. ¿Deberíamos investigarlo?

– Déjame preguntar.

Zovastina asintió de nuevo.

– Dice que es una buena idea -mintió Stephanie.

– Le echaremos una ojeada. Llámame cuando lleguéis.

Stephanie colgó el teléfono y Zovastina se lo arrebató de las manos.

– Bien, ahora veremos cuánto saben realmente Cotton Malone y Cassiopeia Vitt.

OCHENTA Y TRES

Cassiopeia encontró tres armas en el armario. Conocía la marca: Makarov, un poco más corta y contundente que la habitual Beretta, pero sin duda una arma bastante buena.

El helicóptero empezó a descender y a través de las ventanas vio que estaban bajando rápidamente, cada vez más cerca del suelo. Malone había hablado con Stephanie por teléfono. Por lo visto, aún no estaban allí. Quería ver a Ely, para asegurarse de que estaba bien. Le había llorado, aunque no plenamente, siempre albergando dudas, siempre esperando. Pero eso ya se había acabado. Había tenido razón al continuar con la búsqueda de los medallones. Razón al apuntar hacia Zovastina. Razón al matar a los hombres de Venecia. E incluso si hubiera estado equivocada sobre Viktor, no sentía el menor remordimiento por su compañero. Zovastina, y no ella, había empezado la batalla.

El helicóptero tocó el suelo y las turbinas se apagaron. El rugido del motor fue sustituido por un escalofriante silencio. Abrió la puerta del compartimento trasero. Malone y Viktor la vieron salir. El atardecer era seco, el sol agradable, el aire cálido. Miró su reloj: las tres y veinticinco. Había sido un día muy largo, y no veía el final. Sólo había dormido un par de horas en el vuelo desde Venecia, con Zovastina, pero había sido un sueño inquieto.

Entregó un arma a cada hombre.

Malone tiró su otra pistola en el helicóptero y sujetó el arma al cinto. Viktor lo imitó.

Estaban a unos ciento cincuenta metros de la casa, justo detrás de la arboleda. El camino que conducía a la montaña se extendía a la derecha. Malone se agachó y vio el grueso cable eléctrico que corría en paralelo.

– Definitivamente, alguien está interesado en que aquí haya electricidad.

– ¿Qué hay ahí? -preguntó Viktor.

– Quizá lo que su antigua jefa ha estado buscando.

Stephanie comprobó que Thorvaldsen estaba bien mientras Zovastina ordenaba a dos de los soldados que bajaran al laboratorio.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

Él asintió.

– He estado peor.

Pero ella lo dudaba. Pasaba de los sesenta, tenía la columna desviada y no se encontraba en lo que ella consideraba una buena forma física.

– No deberías escuchar a esta gente -dijo Zovastina dirigiéndose a Ely.

– ¿Por qué no? Está usted encañonando a todo el mundo. Ha golpeado a un anciano. ¿Va a hacerlo también conmigo?

Zovastina rió entre dientes.

– ¿Un erudito que quiere pelea? No, mi brillante amigo. Tú y yo no necesitamos luchar. Necesito que me ayudes.

– Entonces detenga todo esto, deje que se vayan y tendrá mi ayuda.

– Desearía que fuera así de simple.

– Tiene razón. No puede ser tan simple -intervino Thorvaldsen-. No cuando está planeando una guerra biológica, y convertirse en una versión moderna de Alejandro Magno, que matará a millones de personas para reconquistar todo lo que él conquistó y más aún.

– No se burle de mí -advirtió Zovastina.

Thorvaldsen parecía imperturbable.

– Le hablaré como me dé la gana.

Zovastina levantó el AK-74.

Pero Ely saltó, situándose delante de Thorvaldsen.

– Si quiere encontrar esa tumba -puntualizó-, baje el arma.

Stephanie se preguntaba si esa déspota codiciaba lo bastante ese antiguo tesoro como para permitir que la desafiaran abiertamente ante sus hombres.

– Tu utilidad está declinando rápidamente -replicó Zovastina.

– La tumba podría estar a poca distancia de aquí -dijo Ely.

Stephanie admiró la determinación de Ely. Estaba agitando un trozo de carne ante un león, esperando que su intensa hambre fuera superior al deseo instintivo de atacar. Pero parecía haber leído perfectamente el pensamiento de Zovastina.

La ministra bajó el arma.

Los dos soldados volvieron cargando un ordenador en cada brazo.

– Todo está aquí -dijo Lyndsey-. Los experimentos, los datos, los métodos para tratar a las arqueas. Todo encriptado. Pero puedo deshacerlo. Sólo yo y Vincenti conocíamos la contraseña. Confíe en mí. Me lo contó todo.

– Hay expertos que pueden desencriptarlo. No te necesito.

– Pero los otros tardarán mucho tiempo en reproducir el tratamiento químico que se necesita para tratar a las bacterias. Vincenti y yo hemos trabajado en ello durante los últimos tres años. No tiene usted tiempo. No tiene el antígeno.

Stephanie supuso que ese idiota sin carácter estaba ofreciendo lo único que poseía.

Zovastina gritó algo en una lengua que Stephanie no entendió y los soldados que habían traído los ordenadores abandonaron la estancia. Luego volvió a encañonarlos con el arma y les dijo que siguieran a los hombres que habían salido.

Regresaron al vestíbulo, en dirección a la entrada principal, y desde allí se encaminaron a la parte trasera de la planta baja. Otro soldado apareció y Zovastina le preguntó algo en un idioma que parecía ruso. El hombre asintió e indicó una puerta cerrada.

Se detuvieron frente a ella y, tras abrirla, Stephanie, Thorvaldsen, Ely y Lyndsey fueron conducidos a su interior; luego la puerta se cerró tras de sí.

Stephanie inspeccionó su prisión.

Una despensa vacía, quizá de unos dos metros y medio por tres, revestida de madera sin pulir. El aire olía a antiséptico.

Lyndsey embistió contra la puerta y golpeó la madera.

– ¡Puedo ayudarla! -gritó-. ¡Déjeme salir!

– Cállese -le espetó Stephanie.

Lyndsey obedeció.

La joven consideró la situación rápidamente. Zovastina parecía tener prisa, lo cual era preocupante.

Entonces la puerta volvió a abrirse.

– Gracias a Dios -dijo Lyndsey.

Zovastina estaba allí, con el AK-74 aún asido firmemente.

– ¿Por qué está…? -empezó Lyndsey.

– Estoy de acuerdo con ella -dijo Zovastina-. Cállate. -La ministra fijó entonces su mirada en Ely-. Necesito saberlo: ¿es éste el lugar del que habla el enigma?

Ely no contestó inmediatamente y Stephanie se preguntó si era valor o insensatez lo que alimentaba su obstinación.

– ¿Cómo voy a saberlo? -dijo finalmente-. He estado encerrado en esa cabaña.

– Has venido directamente hasta aquí desde la cabaña -repuso ella.

– ¿Cómo sabe usted eso? -preguntó Ely.

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