– Eso no es cierto, me necesita -replicó-. Ella lo sabe.
A Stephanie se le estaba acabando la paciencia.
– ¿Qué es lo que sabe?
– Que esas bacterias son la cura para el sida.
Viktor oyó la inconfundible voz de Zovastina. ¿Cuántas veces le había dado órdenes con el mismo tono crispado? Se había situado cerca de la salida, a un lado, fuera de la trayectoria de Malone y Vitt, escuchando. Incluso estaba fuera del campo visual de Zovastina, quien aún había de entrar en la cámara iluminada y estaba en el oscuro corredor.
Vio cómo Malone y Vitt miraban a Zovastina. Ninguno de los dos lo delató. Lentamente, Viktor se acercó al punto en que la roca se abría. Con su mano derecha cogió firmemente su pistola y esperó el momento en que Zovastina entró para colocar el arma a la altura de su cabeza.
Ella se detuvo.
– Mi traidor… Me preguntaba dónde estarías.
Viktor vio que iba desarmada.
– ¿Vas a dispararme? -preguntó ella.
– Sí, si me da motivos para hacerlo.
– No llevo armas.
Eso lo preocupaba, y al intercambiar una mirada con Malone percibió que él también estaba preocupado.
– Iré a echar un vistazo -dijo Cassiopeia acercándose a la entrada.
– Lamentarás haberme atacado -le espetó la ministra.
– Me alegrará darle la oportunidad de recibir incluso más.
Zovastina sonrió.
– Dudo que el señor Malone o mi traidor me concedan ese placer.
Cassiopeia desapareció en la grieta. Pocos segundos después regresó.
– No se ve a nadie fuera. La casa y sus alrededores están tranquilos.
– Entonces, ¿de dónde ha salido? -preguntó Malone-. ¿Y cómo ha sabido llegar hasta aquí?
– Cuando eludieron a mis emisarios, en las montañas -dijo Zovastina-, decidimos dar media vuelta y ver adonde se dirigían.
– ¿De quién es este lugar? -preguntó Malone.
– De Enrico Vincenti. O, al menos, lo era. Acabo de matarlo.
– Qué alivio -dijo Malone-. Si no lo hubiera hecho usted, habría tenido que hacerlo yo.
– ¿Y qué razón tenía usted para odiarlo?
– Mató a una amiga mía.
– ¿Y también ha venido a salvar a la señorita Vitt?
– La verdad es que he venido a detenerla a usted.
– Pues eso puede ser un problema.
La actitud tan cortés de la ministra preocupaba a Malone.
– ¿Puedo examinar los estanques? -preguntó Zovastina.
Él necesitaba tiempo para pensar.
– Adelante.
Viktor bajó su pistola, pero la mantuvo preparada. Malone no estaba seguro de lo que estaba ocurriendo, pero su situación planteaba un problema. Sólo había una salida, y eso nunca era bueno.
Zovastina se acercó al estanque de aguas turbias y miró al fondo.
Luego fue hacia el verde.
– ZH, como en los medallones -dijo-. Me preguntaba por qué Ptolomeo habría añadido esas letras a las monedas. Seguramente, él mismo hizo que grabaran esto en el fondo de los estanques. ¿Quién, si no, podría haberlo hecho? Ingenioso. Ha costado mucho tiempo descifrar el enigma. ¿A quién se lo hemos de agradecer? ¿A usted, Malone?
– Digamos que ha sido un trabajo en equipo.
– Un hombre modesto. Es una pena que no nos hayamos encontrado antes y en otras circunstancias. Me hubiera encantado que trabajara usted para mí.
– Ya tengo un trabajo.
– Agente norteamericano.
– La verdad es que soy librero.
Ella rió.
– Y además tiene sentido del humor.
Viktor estaba alerta, en guardia, detrás de Zovastina, mientras Cassiopeia vigilaba la salida.
– Dígame, Malone, ¿resolvió usted solo el enigma? ¿Está aquí Alejandro Magno? Iba a explicarle algo a la señorita Vitt cuando los interrumpí.
Malone todavía tenía la linterna en la mano. Muy resistente. Parecía sumergible.
– Vincenti hizo que trajeran electricidad hasta aquí. Incluso iluminó los estanques. ¿No siente curiosidad por saber por qué esto era tan importante para él?
– Parece que no hay nada aquí.
– En eso se equivoca.
Malone dejó la linterna en el suelo y se quitó la chaqueta y la camisa.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Cassiopeia.
Se despojó de sus zapatos y también de los calcetines; sacó de los bolsillos de sus pantalones el teléfono y el monedero.
– Ese símbolo grabado en el fondo de la piscina conduce al «refugio remoto».
– Cotton… -dijo Cassiopeia.
Él se arrojó al agua. Estaba caliente, pero la calidez alivió sus músculos agarrotados.
– Vigílala -dijo.
Tomó aliento y se sumergió.
– ¿La cura para el sida? -preguntó Stephanie a Lyndsey.
– Hace muchos años, cuando Vincenti trabajaba para los iraquíes, un sanador de esta zona le mostró unos estanques que se encuentran en la montaña. Allí halló las bacterias que acaban con el VIH.
Notó que Ely estaba escuchando con evidente atención.
– Pero no se lo dijo a nadie -prosiguió Lyndsey-. Guardó el secreto.
– ¿Por qué? -quiso saber Ely.
– Esperó el momento adecuado. Dejó que se creara un mercado. Permitió que la enfermedad se extendiera. Aguardó.
– No puede estar hablando en serio -dijo Ely.
– Estaba a punto de lanzar el producto…
Ahora Stephanie lo comprendía todo.
– Y usted iba a compartir el botín, ¿verdad?
Lyndsey pareció captar cierta reprobación en su tono.
– No me venga ahora con remilgos. Yo no soy Vincenti. No sabía nada de la cura hasta hoy. Me lo acababa de decir.
– ¿Y qué iban a hacer? -preguntó ella.
– Producir la medicina. ¿Qué hay de malo en ello?
– ¿Mientras Zovastina mataba a millones de personas? Usted y Vincenti ayudaron a que eso fuera posible.
Lyndsey negó con la cabeza.
– Vincenti dijo que la detendría antes de que pudiera hacer nada. Él tenía el antígeno. Ella no podía hacer nada sin él.
– Pero ahora sí lo tiene. Se han comportado ustedes como unos verdaderos idiotas.
– ¿Te das cuenta, Stephanie, de que Vincenti no tenía ni idea de que hubiera nada aquí? -intervino Thorvaldsen-. Compró este sitio para preservar la fuente de las bacterias. Le puso este nombre siguiendo la denominación asiática. Aparentemente, no sabía nada de la tumba de Alejandro.
Ella también había atado cabos.
– La medicina y la tumba están en el mismo sitio. Por desgracia, estamos encerrados en este armario.
Al menos, Zovastina había dejado la luz encendida. Había examinado cada centímetro de las paredes, aún inacabadas, y del suelo de piedra. No había salida. Y persistía aquel olor nauseabundo que brotaba, cada vez con mayor intensidad, de debajo de la puerta.
– Esos ordenadores, ¿contienen todos los datos sobre la cura? -preguntó Ely dirigiéndose a Lyndsey.
– Eso ahora no importa -repuso ella-. Salir de aquí es lo primordial. Antes de que se propague el incendio.
– Sí que importa -dijo Ely-. No podemos dejar que Zovastina se quede con esa información.
– Ely, mira a tu alrededor, ¿qué podemos hacer?
– Cassiopeia y Malone están ahí fuera.
– Cierto -asintió Thorvaldsen-, pero me temo que la ministra va un paso por delante de ellos.
Stephanie estaba de acuerdo, pero eso era problema de Malone.
– Hay algo que ella no sabe -declaró Lyndsey.
Ella captó su tono, pero, ciertamente, no estaba de humor, así que le advirtió:
– No intente tomarnos el pelo.
– Vincenti copió toda la información en un pendrive justo antes de que Zovastina nos descubriera. Lo llevaba en la mano cuando ella le disparó. Todavía debe de estar en el laboratorio. Con esos datos tendrán el antígeno para sus virus y la cura.
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